“Me convertí en lo que se viene llamando un gilipollas”, dice hoy Pedro Farré de sí mismo para describir su paso por SGAE.
Yo le conocí personalmente en 2005, en los tiempos en los que se supone que lo era o que estaba en el proceso de convertirse. Eran también los tiempos en los que estaba muy viva la pelea de los grandes titulares de derechos de propiedad intelectual contra los usuarios que descargaban gratuitamente sus obras a través de internet.
Él era el estratega y la cara de la lucha contra la piratería en SGAE y no había debate en televisión, conferencia o mesa redonda que no contara con su presencia ni con su dedo acusador. Desde su atalaya moral se dedicaba a señalar a todo aquel que hubiera descargado alguna vez una canción sin pagar. Su reproche no era solo moral sino también jurídico y sostenía que las descargas de internet te podían llevar hasta cuatro años a prisión.
Coincidí personalmente con él hace ya 12 años en dos debates para la televisión, uno celebrado en La 2, al que él iba como acompañante de Teddy Bautista, que era el que intervenía, y otro celebrado en Canal Sur, donde ya fue él directamente quien se prestó a debatir con nosotros ante las cámaras.
A Teddy Bautista no le fue bien en su debate. Su soberbia y su mal disimulado desprecio hacia los que defendíamos una nueva forma de ver la propiedad intelectual le hicieron perder prácticamente antes de empezar. Él fue, sin ninguna duda, su peor enemigo aquella noche.
Dos semanas después envió a Canal Sur a Pedro Farré, el protagonista de esta historia, que fue con todo el ímpetu y las prisas de quien quiere remontar en el partido de vuelta un marcador muy desfavorable. No recuerdo gran cosa de ese debate excepto la figura de Pedro Farré haciendo aspavientos, llamándome pirata y menospreciando mi preparación, que él deducía de mis pocos años y de mi ninguna corbata. Aquí tienen un resumen de aquellos dos debate:
Tras este enfrentamiento televisado no volví a verle en persona porque se dedicó a vetarme de todos aquellos eventos a los que acudía y en los que ponía como condición que yo no apareciera por allí. Me centré entonces en la pelea legal en los juzgados y el debate público pronto se convirtió en un monólogo de Farré, quien hoy se considera un ser anónimo, un mero “soldado de la casta”, pero que para nosotros era el mayor y más peligroso lobbista en favor de las tesis más reaccionarias sobre la propiedad intelectual. Durante aquellos años de monólogo pidió el fin del anonimato en internet, defendió la cárcel para los que descargaban para uso privado y aseguró que detrás del movimiento copyleft estaba Microsoft y otros “oscuros intereses”.
Decidió dejar SGAE tras varios años de servicio, en los realizó con eficacia su trabajo de lobby a puerta cerrada y el de cara antipática de esa entidad en sus apariciones públicas. Y ahí desapareció su rastro. No volví a saber nada de él hasta que fue detenido años después por haber gastado casi 40.000 euros de la tarjeta corporativa de SGAE en prostitutas. Fue condenado a dos años y medio de prisión.
Ahora ha publicado un libro en el que cuenta su periplo en SGAE y su descenso a los infiernos.
El libro es interesante por la fotografía que hace de este país y de cómo son las dinámicas de poder. Pero, para mí, es especialmente valioso en la medida en la que confirmaría cada una de las sospechas que durante años venimos sosteniendo desde internet los que denunciábamos la desigualdad de armas de unos y otros en la guerra iniciada por las grandes empresas titulares de derechos de propiedad intelectual para no tener que cambiar su modelo de negocio.
La industria y su pretensión de formar jueces, policías y fiscales
Imaginen un debate jurídico que enfrenta también dos maneras de ver el mundo, como por ejemplo el debate que existe hoy sobre la libertad de expresión en redes sociales. Imaginen que ese debate finalmente se traslada a sede judicial. Imaginen también que la parte que ejerce de acusación en esos procedimientos es además la que imparte cursos a los jueces de cómo debe interpretarse esa misma ley que ellos esgrimen en esos tribunales.
Esto mismo es lo que venimos denunciando desde hace ya más de una década en el mundo de la propiedad intelectual. Las mismas personas que mantienen tesis jurídicas que, de ser ciertas, mandarían a prisión a medio país y que ejercen las correspondientes acciones legales, son las mismas que organizan seminarios para instruir a los jueces.
La Federación Antipiratería (FAP), integrada por las grandes majors del cine y los videojuegos, decía en su propia página web que vienen “desarrollando sistemáticamente la organización de seminarios y conferencias dirigidas a jueces, magistrados y fiscales, realizando mayor esfuerzo de información en aquellas zonas donde la actitud de los jueces y fiscales resulta menos proclive a la consideración delictiva de prácticas de piratería”.
Es decir, si la FAP detecta que hay zonas donde no se tiende a condenar a quienes ellos querrían, rápidamente ponen en marcha su función pedagógica. Obviamente no es cierto que existan jueces que no sean “proclives a la consideración delictiva de prácticas de piratería”. Todo juez considera delictiva la piratería, lo que ocurre es que los hay que no consideran piratería lo que la FAP se empeña en señalar como tal. Para que esto cambie, la FAP tiene todos los recursos económicos necesarios para la adecuada concienciación judicial.
Como quien no reconoce nada especialmente malo, Pedro Farré confirma en su libro lo que ya sabíamos. SGAE, es decir, la propia acusación particular en numerosos asuntos penales, se encarga de formar a jueces, policías y fiscales.
Dice Farré que eran “habituales los seminarios con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado”, que “las relaciones entre la SGAE y los distintos cuerpos policiales eran cada vez más fluidas” y que los distintos agentes “parecían competir entre ellos por realizar las operaciones más impactantes y mediáticas”.
En lo que respecta a los jueces, Farré se queja de que las sentencias evidenciaban “una carencia de formación judicial”, que es lo que suele decir SGAE de los jueces que no le dan la razón. Por tanto uno de los objetivos primordiales consistía “en que la judicatura pudiera comprender mejor los derechos de propiedad intelectual y las normas penales que perseguían su vulneración”, cuestión de la que, al parecer, no tenían la más remota idea dado su oficio de meros jueces.
De ahí los dos grandes congresos jurídicos de 2004 que se celebraron “por todo lo alto” y que para Farré tuvieron “una importancia decisiva”. Verdaderamente espeluznante es que Farré cuente, como quien tiene la verdad absoluta y por tanto derecho a pontificar con ella, que trasladaron en avión a “decenas de magistrados y fiscales” junto a “destacados miembros de la UDEF de la Policía Nacional, de la UCO de la Guardia Civil” a los congresos celebrados en “dos estupendos hoteles” donde “el equipo jurídico de la SGAE pudo impartir a tan selectos auditorios su doctrina sobre los derechos de autor”.
Imaginen cómo se queda al leer esto un denunciado por estos grandes conglomerados y sus abogados, que solo tienen los momentos procesales oportunos para trasladar al juez “su doctrina sobre los derechos de autor” y jugándose la cárcel en el intento.
¿Quién es el legislador?
Pese a los esfuerzos de adoctrinamiento, dice algo muy bueno de los jueces la enorme cascada de casos perdidos por la industria del entretenimiento desde el año 2006 en adelante y muy poco de nuestra clase política el inmediato cambio de las leyes para que eso no volviera a pasar.
Las relaciones de SGAE con la clase política queda perfectamente retratada con la grimosa escena en una zona VIP repleta de directivos y políticos españoles en un concierto en Uruguay. Me refiero a ese momento en el que Amaral salió al escenario y Leire Pajín, por entonces secretaria de Estado de Cooperación, agarró con ímpetu a Farré y se puso a bailar y a cantar con él rollo La La Land.
Y es que, según Farré, la relación de SGAE con el PP y, sobre todo, con el PSOE era fluida y la elaboración de los diferentes proyectos legislativos contaba a veces con su presencia directa en los despachos del Congreso. Así ocurrió cuando SGAE se empeñó en sacar adelante el famoso canon digital, que terminó con el propio Farré en el Congreso retocando a última hora una enmienda al texto para que pudiera ser finalmente aprobado. En la reunión estaba, según Farré, David Trueba y Rosa León que también ayudaron a dar “los últimos retoques a aquella enmienda”.
El canon se aprobó ese mismo día y aumentó la recaudación de las entidades de gestión en 100 millones de euros más al año, 40 de los cuáles iban a parar a SGAE. Años después el Tribunal de Justicia de la UE declaró ilegal el canon digital y aunque eso abría la posibilidad de una reclamación por enriquecimiento injusto por los cientos de millones recaudados durante esos años, el Gobierno sacó un Real Decreto que decía que lo que se da no se quita e hizo borrón y cuenta nueva.
Ni qué decir tiene que el libro desvela que básicamente es EEUU quien viene exigiendo las leyes de propiedad intelectual que debe tener este país, una sospecha que ya teníamos muchos y que en cualquier caso se convirtió en certeza con las revelaciones de Wikileaks. Dice el libro que “durante los años del Gobierno de Zapatero, la embajada de Estados Unidos fue tremendamente activa en su posicionamiento sobre el tema de la piratería, tratando de que el Gobierno impulsara las reformas necesarias, moviera aún más a las fuerzas policiales y, sobre todo, para que dictase instrucciones a la Fiscalía sobre el modo en que debían perseguirse estos delitos”, algo que al parecer no sabían hacer hasta que EEUU vino a sacarles del error.
Camino a la perdición
Pedro Farré describe en su libro su cambio físico y moral durante aquellos años, que le llevaron a dejar hastiado la entidad en 2009. Pero como él había terminado con su pasado pero su pasado todavía no había terminado con él, dos años después llegó su detención y con ella su “muerte civil”. “Ya sé por qué me detienen. Por el asunto de las putas, ¿verdad?”, dijo Pedro Farré a los agentes, confesando así apenas había entrado en el coche.
Y sí, era por eso. Pedro Farré fue imputado por haber gastado con su tarjeta de crédito corporativa de SGAE algo más de 39.552 euros en servicios de prostitutas de lujo. En el libro habla largo y tendido de estos servicios, que él llama, como una especie de experto en la jerga, los sitios “de las luces de colores”.
Lo inquietante no es que Farré se gastara el dinero de SGAE en prostíbulos (lupanares, los llama él cuando se pone en plan literato) sino que pueda ser verdad que aquellos gastos eran conocidos y aceptados por SGAE, que resultaban comunes e incluso que de algún modo fueran parte de su trabajo porque tenían como objeto agasajar a personas clave para su lucha contra la piratería. En el juicio se defendió precisamente con esta tesis, como cuenta en su libro dijo “que aquellos eran lugares completamente legales donde se servían copas, que una de mis funciones era la de agasajar a personas con las que la SGAE se relacionaba y que todos mis gastos habían sido siempre aprobados por mi empresa sin reproche alguno”.
Los hechos probados de la sentencia del Juzgado Central de lo Penal no dicen eso. La resolución declara que Farré gastó esa cantidad para su exclusivo beneficio y que además, con el fin de enmascarar ante la SGAE la verdadera naturaleza de las prestaciones recibidas, elaboró y presentó en la contabilidad de esa entidad “diez recibos completamente inveraces”.
En el juicio un responsable de uno de los prostíbulos declaró que Farré acudía “generalmente solo”, que subía a las habitaciones del hotel y que llegaron a prohibirle la entrada por deudas y discusiones con las mujeres que prestaban servicios sexuales. Otro responsable de otro local explica que Farré llegaba al local e “invitaba a copas a todas las chicas” y que entraba a las cinco de la tarde en un camerino y salía a las seis de la mañana del día siguiente “cambiado de chicas con frecuencia”.
No hubo nada que hacer y le condenaron a dos años y medio de prisión.
Pecado, redención y gracia
Una década después de haber sido una pieza fundamental en el lobby de las entidades de gestión y ya desde prisión, Farré alcanza su redención con la confesión de su culpa. Tras pasar unos años en SGAE “me convertí en un gilipollas”, dice a los que no tenemos modo de saber si acaso no lo era ya antes. Con casi la mitad de la condena cumplida, con bastantes kilos menos y con la concesión del tercer grado, Pedro Farré ha reaparecido con un libro bajo el brazo para decir que es un hombre nuevo.
Reconoce en su libro sus pecados, al mismo tiempo que atenúa su gravedad apelando a una conspiración que le convierte en cabeza de turco y a la intrínsecamente oscura condición del alma humana.
Se presenta como una persona transformada con la intención de ayudar a los demás. Una meta loable y un ejemplo de reinserción. Lástima que esta búsqueda de redención y gracia esté inevitablemente condicionada por el filtro de la realidad que impone estar acostumbrado a codearse con las altas esferas y a empatizar fundamentalmente con sus problemas. Dice Farré que quiere “usar todo este sufrimiento para ayudar a gente que atraviese situaciones” como la suya y “asesorar a personas que lo pasen mal”. Y pone un ejemplo: “Los de las black deben de estar deseando que alguien les aconseje... Lo haría, pero cobrando algo, claro. Tengo que intentar salir adelante”.