Pedro y los lobos: actores, bloques y campos

29 de abril de 2024 23:41 h

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El paisaje después de cinco días de batalla simbólica se parece mucho al paisaje cinco minutos antes de la batalla. Pedro Sánchez ha anunciado un periodo de reflexión, ha amagado y ha decidido quedarse. Desde el punto de vista del análisis implacable de los hechos, no ha pasado nada más que la teatralización de una crisis. Y, sin embargo, todo ha cambiado.

Pedro Sánchez alcanzó el Gobierno de España por primera vez a lomos de una moción de censura que representaba el fin del ciclo del 15M. Porque destituía a un Gobierno, porque lo hacía en nombre de la regeneración y contra la corrupción y porque el proceso consagraba la traición a sí mismo de Pablo Iglesias. El líder que había ascendido a candidato a refundar el país cambiando el eje y poniendo en el centro de la política institucional el clivaje arriba/abajo sacrificaba todo el capital simbólico acumulado en el camino y aceptaba la vuelta al eje izquierda/derecha a cambio de un papel en la articulación de un Gobierno y un orden restaurado. Los dos procesos electorales de 2019 confirmaron estas dos tendencias: la de Podemos a descomponer su capital político y la del eje izquierda/derecha a recuperar la centralidad en la conversación política.

El fin de ciclo 15M en España confluyó con una tendencia global: la emergencia de una derecha trumpista que tiende a desarrollar una estrategia rupturista y dinamitar la dinámica consensual de las democracias liberales en occidente. Vivimos un tiempo histórico en que las derechas han decidido desentenderse de los consensos políticos en los que se cimentaban los órdenes liberales. Es la consecuencia lógica de la quiebra de la constitución material que había regido entre el final de la II Guerra Mundial y la crisis global de 2008 -–Estado de Bienestar, democracia liberal y libre mercado–.

Ese modelo de derecha a la ofensiva, apoyada en un sentido común epocal que descree de la política tras el empobrecimiento de 2008/2011 y el fiasco posterior respecto a las posibilidades transformadoras, tiene en España un laboratorio frondoso. Desde el tamayazo de 2003 en la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre desarrolló una estrategia de construcción de un campo político derechista. Esto es, de una institucionalidad formal e informal en la que la derecha mantiene abierta de forma ininterrumpida una conversación social (en redes, medios de comunicación, ámbitos de influencia e instituciones electivas). Actores políticos, mediáticos, sociales, jurídicos y empresariales comparten cada día una codificación política de lo social y construyen, a través de esta institucionalidad, una línea política a base de consensos y disensos. Vox y el PP, El Mundo y el ABC, Florentino y Cerezo, Libertad Digital y la COPE. Tienen intereses contrapuestos, líderes enfrentados y opiniones divergentes. Pero comparten una institucionalidad, un corpus ideológico, marcos de interpretación del mundo y, sobre todo, un enemigo. El enemigo es siempre el mismo y es siempre un trasunto del Frente Popular de la II República. No hace ninguna falta que esto se parezca remotamente a la realidad. Zapatero fue ZetaP, Rubalcaba tuvo una intensa relación con el yihadismo, Iglesias era íntimo de Ahmadineyad y no les quiero ni contar qué cosas con Junqueras, Otegi, Puigdemont, Ana Pontón o Mónica Oltra. La antiespaña. Los rojos.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha convertido en epítome de todo eso. No hace falta decir que el presidente es un señor con formación económica neoliberal que pertenecía al ala felipista del PSOE, esto es, a su derecha incluso en tiempos de Zapatero. Da todo igual. No es quién eres, sino cómo el campo político de la derecha española sita en Madrid, ha decidido dibujarte y cómo sus terminales mediáticas han terminado por alicatar tu retrato robot. El Perro Sanxe es un individuo en extremo ambicioso, sin palabra y capaz de arrodillar a España ante separatistas y rojos para gobernar. Esto entronca con el proyecto para desmantelar España que inició Zapatero y que el PSOE lleva adelante desde que, en los albores del siglo, se atrevió a ganarle las elecciones al PP y descabalgar al aznarismo de ese conglomerado de sobresueldos ilegales, neoliberalismo cañí, genuflexión atlantista y reparto torrentiano de dinero público entre los amigos que fue el eje Génova-Moncloa entre 1996 y 2004.

Sánchez es un enemigo de España. Y Sánchez le ha abierto la puerta de las instituciones fuertes del Estado a los podemitas, comunistas y separatistas de los que se acompaña para componer una mayoría parlamentaria. El pasado 23 de julio Sánchez iba a perder las elecciones, pero las perdió Feijóo por méritos propios. Y la izquierda fue capaz de articular una mayoría parlamentaria exigua, esforzada y difícil, pero mayoría. La derecha olió la sangre al ver debilidad parlamentaria. Y no digirió los resultados electorales. Muy en particular, Alberto Núñez Feijóo ha sido incapaz de aceptar un estado de cosas en el cual, en este rincón del multiverso, él no es presidente sino líder de una oposición agresiva, dura, faltona y desnortada. El campo político de la derecha española contiene actores más hábiles y audaces que han sido capaces de marcarle el camino a través de una estrategia de lawfare trumpista contra la mujer del Presidente. Y Feijóo, sin otra cosa mejor que hacer, ha surfeado esa ola. Hasta que Sánchez mandó parar.

Y aquí arranca la parte verdaderamente relevante de esta historia. Porque el presidente Sánchez decidió, el pasado jueves 25 de abril, desarrollar una estrategia de alto riesgo: anunció de forma teatral a través de una carta a los españoles que se tomaba cinco días para reflexionar sobre su propia dimisión. Cinco días después, tras intensificar la derecha sus ataques y su violencia, comunicó que seguía. La clave es cómo.

Sánchez, tras una pausa teatral que mantuvo en vilo al país y produjo una tímida movilización social a su favor, compareció con un discurso de dirección moral del país. Hay una ofensiva del trumpismo en España, una ofensiva de la derecha rupturista que quiere tumbar al Gobierno. Han invocado todas las retóricas apocalípticas y todos los relatos cataclísmicos del fin de España, la democracia y la civilización. Pero lo cierto es que la causa de su movilización no está en la agresión objetiva a sus valores, sino en la debilidad que perciben. Y no les falta razón. Y Sánchez lo sabe.

La lectura correcta de la pausa de Sánchez es la que constata que, frente a un campo político de la derecha que opera en una lógica de acumulación de poder, en la izquierda solo hay actores desiguales componiendo un bloque parlamentario. No existe una articulación política más allá del PSOE que haya sostenido a este Gobierno a pesar de que llevan años votándole investiduras y presupuestos. Sánchez sabe hoy que con el PSOE no le alcanza para confrontar la ofensiva que tiene enfrente. Tampoco con una mayoría parlamentaria exigua y difícil de articular.

El fundamento ausente del liderazgo de Sánchez es el pueblo de izquierda. El Presidente está en condiciones de apelar a una construcción popular del campo político de la izquierda española, de llamar a articularlo. Esto solo puede darse a condición de asumir que tal energía social opera con una lógica autónoma cuando es convocada. Abrir las puertas de la movilización social de la calle, las redes y los recursos que la izquierda puede movilizar implica asumir que, con su apoyo y sostén al Gobierno, vendrán también aparejados el impulso y la exigencia de llevar adelante transformaciones de calado. Ir más allá del PSOE y asumir el “sanchismo” como campo popular de izquierda requiere un ejercicio de generosidad a quienes nunca votarán al PSOE pero acompañan este proceso, y de riesgo para el PSOE, que debe asumir que la ruptura del consenso por parte de la derecha implica asumir una política de conflicto y el ensanchamiento de los límites de lo posible. Ya hemos andado parte de ese camino con los indultos, la Ley de Amnistía y las medidas sociales impulsadas por la vicepresidenta Díaz, pero habrá que profundizarlo.

También el espacio político que fue del cambio deberá asumir una lógica de ofensiva y pérdida de complejos. Los sectores más conservadores ya han producido, desde lo más profundo de su zona de confort, un discurso reactivo en los últimos días apuntando a disociarse del Gobierno. El sector vinculado a las ruinas de Podemos también ha aparecido cómodo en la idea de una caída del Gobierno que les permita aparecer como adalides de la resistencia a Feijóo y Vox como estrategia de acumulación de fuerza, clicks y monetización. Sortear con audacia las zancadillas y situar la contienda en un lugar que no produzca náuseas al electorado se antoja complicado, pero posible.

Hacer ver que el Gobierno de España es hoy el que presenta una composición más progresista de todo nuestro entorno y señalar un horizonte de avance como su única posibilidad para resistir y vencer es hoy la principal tarea para dirigentes, representantes y creadores de opinión. El presidente Sánchez no ha convocado a la sociedad porque se sienta fuerte, sino porque es consciente de su debilidad. No le defendemos porque sea el mejor de los líderes posibles sino, precisamente, porque con uno que ha avanzado tan tímidamente como él han desencadenado esta ofensiva para hacer imposible que haya otra después. Sánchez necesita la misma ayuda que el pueblo de izquierdas y esta convergencia es la que hace más pertinente su liderazgo: lo que defendemos es la posibilidad misma de que la izquierda, que siempre ha tenido que arrancarle a la derecha la democracia en la Historia de nuestro país, pueda gobernar. Y, además, esta crisis representa la oportunidad de tomar las riendas de una construcción colectiva de poder social que tiene en su mano agigantarse y marcarle al Gobierno un rumbo desde la movilización.

No es la batalla que nos gustaría dar, no es un momento político hermoso. Pero, para nuestra generación política, es probable que represente una lección importante: no escogemos las batallas que nos declaran. Y esta nos ha tocado darla.