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Opinión - Es odio a la democracia. Por Rosa María Artal

Perder la capacidad de horrorizarse

Palestinos desplazados huyen tras una orden de evacuación del ejército israelí, en el este de Deir Al Balah, en el centro de la Franja de Gaza, el 16 de agosto de 2024. EFE/EPA/MOHAMMED SABER

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En mayo, cuando la imagen de un niño decapitado en Rafah empezó a difundirse en las redes, un amigo me envió un mensaje: Esta es la imagen definitiva. Sin lugar a dudas. Ahora el mundo va a exclamar basta ya. Para muchos de nosotros, esta creencia ha marcado nuestro día a día en los últimos meses: esperar la imagen definitiva que acabe con la complacencia y la complicidad internacional; esperar una imagen tan chocante que el mundo ya no pueda alinearse con Israel. Un niño amputado. Un cuerpo destrozado. Una niña colgando de un edificio. Seguimos esperando a que una de estas imágenes marque el punto de inflexión.

La deshumanización es un requisito previo de la mayoría de las formas de violencia. Mucho antes de que una bomba caiga sobre una escuela donde se refugian niños -porque tú les ordenaste que se refugiaran allí- tienes que haber conseguido que todos puedan vivir con esta acción. Cuantos más cuerpos palestinos sin vida, hambrientos, llorosos y destrozados vea el público, más se insensibilizará el cerebro ante estos horrores. Los palestinos desaparecen en “hordas”, en “masas”, en cifras tan elevadas que resulta imposible imaginar que son personas y que tienen apodos o canciones favoritas. El cuerpo de un palestino es algo negociable: un niño se convierte en un “menor”. Los muertos se convierten en “presuntos”, cifras en bocas poco fiables. Este es un viejo truco con las personas negras y marrones: sacarlas del imaginario colectivo, envejecerlas, referirse a ellas en masa. Así, cuando son trituradas, quemadas, linchadas, agredidas, cuando vemos a un negro mendigar aire, cuando vemos el montón de extremidades en Abu Ghraib, estamos condicionados a aceptar su destino como inevitable.

La crítica más habitual a las críticas a Israel gira en torno al excepcionalismo: la idea de que se critica injustamente al Estado, que se le impone un rasero diferente, que se le singulariza. Se trata de una fascinante inversión de la narrativa del excepcionalismo que Israel utiliza para sí: su derecho a la tierra es excepcional. Sus ciudadanos tienen un derecho excepcional al agua, a los recursos y a la libertad. Incluso su marco político es excepcional. De alguna manera consigue ser a la vez un Estado etnorreligioso y una democracia. Consigue reivindicar tanto la modernidad como el derecho al poder ordenado por Dios.

Las acciones de los últimos 10 meses muestran a un Estado que claramente se cree inmune y con derecho a la protección exterior. Hemos visto una implacabilidad en Gaza que es multidimensional, tanto militar como psicológicamente, mostrando una comprensión táctica de lo que induce a la desesperanza, el agotamiento y el entumecimiento psíquico: bombardeos incesantes, bloqueo de la ayuda humanitaria, el continuo trasiego de civiles en innumerables órdenes de evacuación y, quizás lo más insidioso, la deshumanización de los palestinos a través de la política y la narrativa. Se cita a Gaza como el lugar más peligroso para ser niño. Gaza tiene el mayor número de niños con amputaciones de la historia. Gaza es el lugar más mortífero para ser periodista desde que el Comité para la protección de los periodistas comenzó a recopilar datos. En 10 meses, el periodo de gestación de una vida humana, Gaza se ha convertido en uno de los lugares más inhabitables del planeta.

Hay un momento en el que quedamos saturados por tantas imágenes de horror y destrucción, en el que la psique colectiva se retrae o lo normaliza, en el que la métrica del horror empieza a cambiar. ¿Qué es otro niño muerto frente a veinte mil? Si ya se ha conseguido el consentimiento para masacrar a una familia, a dos, a tres, entonces otras diez ya no importan. El 17 de octubre se produjo un intenso debate sobre si Israel había bombardeado el hospital al-Ahli, con innumerables cabezas parlantes y representantes que se apresuraban a hablar de autodefensa y ejércitos morales en las noticias de máxima audiencia. Menos de un año después, Israel ha bombardeado de manera pública y sin contemplaciones docenas de hospitales, escuelas de la ONU y todas las universidades de Gaza. La línea roja de lo tolerable se ha movido a una velocidad vertiginosa.

Para los que estamos observando la masacre, por no hablar de los que están en Gaza, la búsqueda de responsabilidades por parte de Israel o Estados Unidos parece cada vez más fútil. Mientras tanto, no hay ninguna respuesta palestina a la agresión israelí que sea aceptable. La larga y vibrante historia de resistencia no violenta palestina, que casi siempre se enfrenta a la violencia israelí, se deslegitima o se ignora. Los movimientos de boicot se tachan de ofensivos. Las manifestaciones en las universidades estadounidenses durante la primavera, en su mayoría pacíficas y dirigidas por estudiantes, fueron tachadas de peligrosas, insensatas o ambas cosas. Al final, la guardia nacional fue a los campus a poner orden. 

Durante casi un año, el gobierno de Biden ha jugueteado con la noción de las líneas rojas. Pero una línea roja que no es una línea roja es, en última instancia, una concesión. La retórica estadounidense puede resumirse en una sola frase que se repite como un loro en los micrófonos de todo el país: derecho a la autodefensa, derecho a la autodefensa, derecho a la autodefensa. Preguntar si este derecho se ejerce de forma equitativa equivale a una blasfemia, probablemente porque la cuestión subyacente es a quién se concede el derecho a un yo, a un cuerpo, a una vida. Y ésta es la cuestión más innombrable de todas.

Mientras tanto, los palestinos, incluso los que no están en Gaza, viven dentro de un sistema en el que las familias se despiertan y se encuentran con que han sido desalojadas sumariamente, en el que pueden permanecer detenidas sin cargos indefinidamente, en el que para pedir responsabilidades hay que suplicar al propio sistema que velaba por la injusticia. Tan solo en las últimas semanas, parlamentarios israelíes han defendido el derecho a agredir sexualmente a presos palestinos, manifestantes israelíes se han amotinado frente al campo de detención de Sde Teiman para impedir la detención de soldados por presunta violación de presos palestinos, las fuerzas israelíes han destruido una instalación de suministro de agua en Gaza y se han producido dos intentos de asesinato en suelo extranjero. Israel se investiga a sí mismo, nos dicen en las ruedas de prensa ante medios de comunicación de Estados Unidos. Israel tiene su proceso de investigación. Luego, meses o años después, Israel se ha exonerado a sí mismo.

Socialmente nos encanta el concepto de “manzanas podridas” porque nos gusta creer en el orden social. Es mucho más difícil leer historias sobre un perro de las Fuerzas de Defensa de Israel que mata a un hombre mientras la víctima implora “por favor, basta, querido”, sobre otra masacre en un campo de refugiados, sobre prisioneros palestinos agredidos sexualmente con extintores y sondas eléctricas, y enfrentarse a la posibilidad de que esto sea la progresión natural de una ideología que nunca se ha visto obligada a reconocer sus abusos. Que podría ser un sistema, sin restricciones, llevado a la conclusión lógica de sus principios fundamentales de quién merece qué tipo de vida.

El posicionamiento del presidente Biden respecto a Gaza es uno de los que heredará la candidata presidencial demócrata y actual vicepresidenta, Kamala Harris. Muchos están conteniendo la respiración para ver qué hará con este legado. A muchos otros no les importa. Lo que Harris tiene la oportunidad de hacer ahora es representar a los votantes demócratas y escuchar su petición de rendición de cuentas. Porque la verdad es que cualquier vulneración del derecho internacional -atacar hospitales, atacar periodistas, aplicar castigos colectivos- supone una ruptura que no sólo debería alarmar a los palestinos, sino a todas las entidades y personas que pretenden vivir bajo algún tipo de orden mundial.

El poder ilimitado rara vez se autorregula, y depende del uso estratégico del silencio. La escritora y activista Audre Lorde escribió: “Hemos sido educados para respetar el miedo más que nuestra propia necesidad de lenguaje”. Ahí está la semilla de la verdadera responsabilidad: comprometerse con ella a pesar del enorme coste.

Los israelíes no tienen un derecho especial a la seguridad, diga lo que diga su parlamento o cualquier presidente estadounidense. Tampoco los estadounidenses. No debemos creer ni por un segundo que la implacable deshumanización es sólo el problema de los deshumanizados. Ellos pagan un coste inimaginable, pero se trata de un fenómeno multidireccional. De lo que no se dan cuenta los sistemas opresores es de que participar en la deshumanización -en el pensamiento, en la palabra, en la acción, en la política- es un ejercicio lento y aislante de desvío de tu propia humanidad.

En los últimos diez meses muchos de niños en Gaza han sido sepultados. O han quedado huérfanos. O han sido encontrados agarrados a sus muñecas bajo los escombros. O han muerto de ataques al corazón a causa del terror. Por eso, cuando Netanyahu, un hombre sobre el que pesa una posible orden de detención por crímenes de guerra, recibe una ovación de nuestro Congreso, no estamos hablando sólo del legado de Netanyahu. También es el nuestro. Y cada vez tenemos menos margen para cambiarlo.

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