Una crisis voluntaria, la mayor desde hace un siglo, que ha sido provocada deliberadamente por casi toda la humanidad para salvar vidas, ya que solo el confinamiento podía protegerlas. Una crisis con un precio muy elevado: cientos de millones de empleos perdidos o en peligro, la desaparición de más de 25 billones de dólares de ahorros invertidos en empresas cotizadas; y una pérdida todavía mayor para los que invirtieron en empresas más pequeñas no cotizadas, con frecuencia todo el patrimonio de un comerciante, del propietario de un restaurante, de un mecánico; y de tantos otros.
Viendo las cantidades de dinero movilizadas para remontar esta crisis, da la impresión de que se ha extendido un cheque en blanco: los bancos centrales inyectan cantidades de dinero anunciadas como ilimitadas; los Estados no se preocupan por el déficit. Desde un punto de vista más particular, la Unión Europea debate si debería inyectar, además, 400.000 millones o un billón y medio avalados por los presupuestos nacionales. En total, más de 10 billones de euros han sido movilizados para esta contienda. En otras palabras, alrededor del 10% del PIB mundial.
Este dinero, más o menos imaginario, que ha sido tomado prestado de las generaciones venideras para ser distribuido, legítimamente, con el fin de garantizar la supervivencia de todo lo que se ha visto afectado por esta interrupción voluntaria de la economía, no tendrá realmente sentido si no estamos convencidos de que podremos acabar con esta crisis próximamente.
Este no es sin embargo el caso. Y no será jamás el caso si no nos damos cuenta cuanto antes de que la economía mundial no se recuperará nunca, si no nos fijamos dos prioridades a nivel mundial.
Una, a largo plazo, a la que llevo haciendo alusión desde hace un mes y que denomino “economía de la vida”. De ella depende todo lo demás: la salud, la higiene, la alimentación, la educación, la investigación, las energías limpias, la distribución, la seguridad, la tecnología, la cultura, la información. Esos son los sectores en los que hay que concentrar la mayor parte de nuestros esfuerzos, y hacia los cuales hay que reconvertir a la mayoría de los demás.
La otra, más cortoplacista, cuenta no obstante con muy pocos medios a pesar de ser de una urgencia más absoluta y evidente que la anterior: el medicamento y la vacuna que frenarán esta epidemia. Porque, aceptémoslo: sin medicamento ni vacuna, este confinamiento deberá prolongarse durante años, al menos en muchas partes del mundo y para una gran parte de la población mundial.
Nadie habla sin embargo de esta urgencia tan manifiesta: aquí y allá surgen polémicas sobre la eventual eficacia de un medicamento antiguo o de otro, se mencionan de pasada algunos proyectos de investigación, esporádicos y lejanos: no habrá medicamentos hasta dentro de un año. Ni vacunas hasta dentro de dos, dicen.
No se está implementando ningún plan masivo para acortar estos plazos. Ni los gobiernos, que cargan con la responsabilidad, ni los GAFA [grandes tecnológicas de Silicon Valley], que habían prometido vencer a la muerte, parecen preocuparse realmente por el asunto. Si exceptuamos algunos centros de investigación importantes que trabajan en el mundo a marchas forzadas pero con pocos medios y algunos multimillonarios (Jack Dorsey, fundador de Twitter que va a donar un tercio de su fortuna personal, y Bill Gates, que se muestra dispuesto a producir las vacunas masivamente a nivel mundial una vez hayan sido desarrolladas), nada o casi nada.
Conocemos el precio: para llevar a cabo con éxito y a la mayor brevedad posible las investigaciones sobre las vacunas y los medicamentos, serían necesarios, según la OMS, alrededor de 53.000 millones de dólares. Lo que no es nada comparado con las cantidades de dinero que han sido movilizadas para mantener a flote la economía mundial.
A pesar de ello, ese dinero no aparece. Nadie se embarca en ese proyecto masivo del que todo depende. Curiosa sideración frente a los desafíos que nos lanza la realidad. Pudimos hacerlo para llegar a la Luna. Estamos haciéndolo para llegar a Marte. Y ahora que toda la vida del planeta depende de ello, ¿nos quedaremos de brazos cruzados? ¡Hemos perdido la cabeza!
Francia, Europa, el mundo, deberían dejar de contentarse con inyectar miles de millones imaginarios en empresas al borde de la bancarrota para, en lugar de ello, gastar además, lo antes posible, 50.000 millones en programas masivos de investigación para dar con las vacunas y los medicamentos. Que evitarían precisamente, en caso de tener éxito, la quiebra de esas compañías. Y, no hay duda: esos programas tendrán éxito. Cuanto antes, mejor.
*Traducción de Carlos Pfretzscher.
La publicación de este artículo es fruto de la colaboración con la revista Alternativas Económicas.
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