Un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. El conocido aforismo de Arthur Miller resulta especialmente indicado para subrayar la labor fundamental que desempeña el periodismo en la forja colectiva de democracias como la española. El ejercicio libre de los medios de comunicación, en el marco de un Estado de Derecho que ampara la libertad de expresión, constituye una piedra angular de la sociedad.
Con motivo del Día del Periodista, que se conmemora el 24 de enero, quiero reconocer en mi nombre y en el de todo el Gobierno el papel que desempeñan los profesionales de la comunicación en aras de garantizar el derecho que asiste a los ciudadanos a acceder a una información libre y veraz.
Los periodistas son los ojos y los oídos de la ciudadanía. Informan, interpretan, analizan, contextualizan. Sin ellos no sería posible articular nuestro sistema democrático, siendo esencial su doble función informativa y fiscalizadora de los gobernantes y de los acontecimientos que sacuden nuestro tiempo.
Periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente. Lo dijo el periodista italiano Eugenio Scalfari y conviene recalcarlo como paradigma de la tarea indispensable y compleja que tiene encomendada esta profesión.
La Constitución Española, en su artículo 20, reconoce y protege las libertades de expresión y de prensa como parte de los derechos fundamentales para garantizar las libertades públicas. Este axioma democrático resulta pertinente ponerlo en valor ahora más que nunca teniendo en cuenta los desafíos de extraordinaria envergadura que afronta el periodismo.
Al doble reto que plantea la transformación digital y los cambios en los hábitos de consumo se une la competencia desleal con empresas que operan en el negocio de la comunicación con el único interés de extraer un lucro económico, aunque sea a costa de erosionar el prestigio del oficio periodístico y de alimentar el fango de las noticias falsas.
Las fake news, ligadas al concepto de posverdad, no alude solo a las noticias falsas. Son medias verdades que imitan el contenido de las noticias en su forma, pero con la intención explícita de engañar. Existen diferentes tipos de desinformación: las monetaria, política y satírica. Su éxito depende de la capacidad de persuasión y del estímulo de emociones humanas. Los creadores de noticias falsas engañan sobre los cometidos y eluden la disciplina y el rigor inherentes a la prensa.
No cabe ambigüedad frente a corporaciones y particulares que no solo están dispuestos a degradar hasta niveles insondables la credibilidad del buen periodismo, sino que no muestran ningún tipo de escrúpulo a la hora de manipular a la audiencia, emponzoñar la vida pública e incluso desestabilizar el curso de los acontecimientos políticos e institucionales.
Podemos considerar las campañas de desinformación, máxime teniendo en cuenta como una amenaza que debemos tomarnos muy en serio. En consecuencia, debemos ser claros a la hora de advertir de la potencial peligrosidad de este fenómeno no solo para el normal desarrollo de la profesión periodística sino para la propia estabilidad de la democracia.
El sesgo deliberado en pseudoinformaciones lanzadas aprovechando el estallido del Covid-19 y las interferencias en distintas procesos electorales en Estados Unidos muestran la gravedad de una lacra que golpea al periodismo y cercena el derecho de los ciudadanos y las ciudadanas a recibir una información ajustada a los hechos. La pandemia de la desinformación se nutre del ruido que generan textos o piezas periodísticas que se presentan con apariencia de veracidad y también de la carencia de filtros adecuados. Urge frenar lo primero y corregir lo segundo.
El auge de las redes sociales ha exacerbado este fenómeno, pero no cabe culpabilizar a ningún soporte. Debemos apelar al principio de responsabilidad individual y también a la mejora de los mecanismos de verificación y de fact-checking. La libertad de prensa es sagrada en democracia, pero este ejercicio entraña deberes y responsabilidades. En este sentido, la Carta de Naciones contempla dos exigencias indeclinables. Por un lado, asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás. Por otro, la protección de la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral públicas.
Los demócratas debemos defender, ahora más que nunca, el periodismo libre frente a la farsa intencionada de quienes aspiran a contribuir fabricando las mal llamadas noticias falsas. Si una información parte de una falsedad ya no puede considerarse como tal, de modo que podemos concluir que no hay periodismo sin respeto estricto a la verdad.
Según el reciente Barómetro Uteca sobre la Percepción Social de la Televisión en Abierto, casi el 70% de los españoles cree que los periodistas son la mejor garantía para combatir las fake news. Hay que poner en valor esta toma de conciencia por parte de la ciudadanía de nuestro país porque revela el compromiso con el modelo de libertades que los españoles nos dimos en 1978.
En paralelo a la valoración del trabajo que realizan los periodistas, debo hacer hincapié en la necesidad de proteger y respetar a los medios. En una democracia no cabe ni la intimidación, ni las presiones, ni las coacciones de ningún tipo. El respeto escrupuloso al cometido que desempeñan los profesionales de la información forma parte indisociable de las responsabilidades institucionales.
El polaco Ryszard Kapuscinski, maestro de reporteros, sostenía que “para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias”.
Esto significa anteponer los hechos a la tergiversación; la seriedad, al morbo; y la calidad, a la inmediatez. Nada de esto sería posible sin la divisa de la ética profesional, un imperativo moral insoslayable, y sin mostrar respeto a las bases deontológicas de un oficio que García Márquez consideraba el mejor del mundo.
El periodismo es una pasión insaciable ante la realidad. Debemos reivindicar la vigencia de una actividad imprescindible para vertebrar la democracia. Y debemos hacerlo dignificando el trabajo de los hombres y mujeres que ejercen esta profesión, pero también combatiendo a quienes no tienen otro interés que el de manipular y desestabilizar.