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¿Por qué los políticos tienen tan mala reputación?

Sesión plenaria en el hemiciclo del Congreso.
13 de marzo de 2024 00:19 h

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Acabo de escuchar a un seguidor de Trump decir que le votará porque “no es un político”. Es decir, quiere que ocupe un cargo político precisamente porque no lo es. Curiosa contradicción. Se trata, por supuesto, de una descalificación total de la clase política, que el departamento de marketing del expresidente ha aprovechado muy bien. Muestra una de las irracionalidades que atraviesan el mundo de la política. La mala reputación de los gobernantes coexiste con su capacidad para movilizar a las masas, arrastrar seguidores, utilizar nuestro dinero e influir en la vida de las personas más que cualquier otra profesión. Esta ambivalencia hacia el poder es uno de los síntomas del “síndrome de inmunodeficiencia social”, que llevo tiempo describiendo. Ocurre a las sociedades lo mismo que a los organismos: si su sistema inmunitario se debilita, es incapaz de reconocer los agentes patógenos y de reaccionar contra ellos. En política hace que nos parezca normal entregar nuestro futuro y gran parte de nuestra libertad a personas de las que desconfiamos. ¿Estamos en nuestros cabales?

No es una cosa nueva. El miedo y el desprecio hacia el poder atraviesa los siglos. Resulta llamativo que los mismos que reconocían su origen divino desconfiaran de él. El papa Gregorio VII escribía al obispo Hermann de Metz que los reyes avasallaban a las gentes “mediante el orgullo, el pillaje, la traición, el asesinato y, por último, mediante todo tipo de crímenes, por instigación del diablo, el príncipe de este mundo”. Kant no fue más misericordioso: “No hay que esperar que los reyes filosofen, ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón”.

Sólo voy a mencionar tres testimonios extraídos de lo que podría ser una antología de textos contra los políticos. Josep Alois Schumpeter, uno de los economistas más influyentes del siglo pasado, lanzó esta andanada: “El ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Se someterá a prejuicios e impulsos extra racionales o irracionales” ('Capitalismo, socialismo y democracia', p. 335).

Magnus Enzensberger, un perspicaz observador de la sociedad, describe despectivamente a la clase política: “Se caracteriza por el dominio de la medianía, el fracaso del discernimiento, el pensamiento a corto plazo, la ignorancia conceptual, la obsesión por el poder, la codicia, el nepotismo previsor, la corrupción y la arrogancia”('Zigzags', Anagrama, p. 105).

Terminaré este muestrario de denuestos con la opinión de un conocido politólogo de la Universidad de Nueva York, Bruce Bueno de Mesquita, que recomienda conocer la “lógica de la política” para comprender que “el mundo de la política y de los negocios parece ayudar a los bellacos y sinvergüenzas” ('Manual del dictador', p.15). La actuación de los políticos refuerza estas opiniones. Si cada partido se dedica a desprestigiar sistemáticamente al contrario, al final es la reputación de los políticos en general la que cae bajo este juego cruzado.

Parece que esta “confabulación de lo irremediable” ejerce un efecto tóxico. Ya nos hemos habituado a ella y no nos percatamos de su gravedad. Maquiavelo nos contagió a todos su escepticismo. El mundo es así. La realpolitik es la única posible, dada la mala ralea de los humanos. Hay que abandonar toda esperanza porque incluso si personas honradas se acercasen a la política, serían corrompidas por su ejercicio. Como sentenció lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Recordemos el ataque del Podemos naciente a la “casta política”, y cómo acabó convirtiéndose en parte de esa casta.

No es verdad que podamos clasificar a todos los políticos como incompetentes o como infames. Esta idea degradante de la política es un virus social. Es un patógeno que nuestro deprimido sistema inmunitario social no detecta y, en consecuencia, no  puede producir los anticuerpos necesarios para delimitarlos. Nos enferma a todos, y solo beneficia al virus. Al mal político le interesa que la gente piense que todos los políticos son malos. Esa resignación ciudadana es el caldo de cultivo en que prospera. Por ello,  debemos rehabilitar la política. Intentar que vayan a ella los mejores. Debemos exaltar la tarea del gobernante como la más noble, ejemplar y respetable, y eso exige que los ciudadanos cambiemos nuestros prejuicios sobre ella. De lo contrario, estamos colaborando con su malversación. La política derrapó cuando se convirtió en mero “ejercicio del poder” y abandonó su objetivo inicial: resolver los problemas que plantea la convivencia en la polis. Es su capacidad resolutoria, heurística, la que permite valorar a los políticos. Que según las encuestas se hayan convertido en un problema, demuestra lo aberrante de nuestra situación. Los meses pasados, al decir que estaba escribiendo un libro sobre el “talento político”, la respuesta era casi siempre una risita irónica, o incrédula. “¿Estás de broma, no?”. Pues no, no lo estoy. Necesitamos fomentar el talento político, tanto el de los gobernantes como el de los ciudadanos. Necesitamos una vacuna contra la estupidez política, que  nos amenaza a todos. Por ello estoy tan interesado en organizar una Academia del talento político, como un benefactor servicio público.

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