Los que están en el ajo saben bien que hace mucho tiempo que el problema del Popular dejó de ser un asunto puramente bancario, a pesar de las dificultades financieras obvias que afrontaba, y de los que son responsables en gran medida quienes la dirigieron y gobernaron hasta hoy.
Las intrigas que han envuelto los avatares recientes de la entidad, en las que algunos medios de comunicación no han sido meros espectadores que contaban con rigor lo que pasaba, ni han sido realmente neutrales como alardeaban otras instituciones, recuerdan al patio cervantino de Monipodio, de la Sevilla del siglo XVII.
Tampoco creo que importase el valor real del Banco Popular. Esto ha ido de otra cosa, de lo que nos enteraremos, pues en esta vida todo acaba sabiéndose. El mercado, como ocurre en nuestro inefable sistema liberal, ha funcionado, (se pronuncia “ha sido guiado”) y ha ganado. A los clientes nos ha salvado, que no es poco; claro que después de que nos pusieran en peligro.
Estoy convencido de que Luis Valls, el creador del Banco Popular, mira hoy lo que pasa con la ironía que aporta el conocimiento de la historia humana, pues sabía que toda empresa humana está destinada al fracaso.
A estas horas lo que sí cunde es la incertidumbre entre los empleados del banco comprado, y, como las decisiones tienen siempre rebufo, entre no pocos de la entidad compradora.
Lo mejor del Banco Popular han sido y son sus bancarios, quienes en su inmensa mayoría han dado una lección de dignidad y profesionalidad al sector y a la sociedad, y los accionistas cabales, no la otra raza, junto con los clientes. Aquellos se jugaban su trabajo, estos el dinero, a menudo cobarde. El gran éxito de los bancarios, no del consejo, es que el banco no ha sido vergonzantemente intervenido.
Además de otras cosas, con la compra del Popular, la señora Botín incorpora a miles de empleados y millones de clientes; al mover ficha ante lo que se le avecina quizá le convenga recordar aquello que se dijo de El Cid Campeador: “¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!”.