Los que tengan cierta edad recordaran una de las expresiones predilectas de Anguita: “programa, programa, programa”. Con ella pretendía reforzar la importancia de las políticas frente a los cargos y sillones. ¡Ay, si Julio levantara la cabeza! Que disgusto se llevaría.
Había en las proclamas del político cordobés un concepto de la política que sintonizaba directamente con las ideas del persa Manes (215-276). Especialmente cuando usaba la metáfora de las dos orillas, para denunciar la indistinción política del PSOE de Felipe González con el PP –en una orilla– y en la otra situaba a Izquierda Unida.
Últimamente constato una proliferación de estos análisis moralistas, que no es lo mismo que análisis políticos con fundamento moral. Se trata de concepciones frecuentes en la izquierda que sintonizan más con el judeocristianismo que con el marxismo. En contra de lo que parece, estas son miradas muy transversales en el seno de las izquierdas y aunque algunos se llevan la fama, muchos otros cardan la lana.
Esta manera moralista de entender la política se ha hecho evidente en los debates sobre el cambio de posición de Pedro Sánchez con relación a la amnistía. No pretendo restar importancia a un cambio tan radical. Al contrario, me parece que es el flanco débil de la ley de amnistía, que no flaquea en su constitucionalidad sino en el terreno político de la oportunidad. Entre otras cosas por el cambio brusco y poco explicado de posición, al menos hasta el ataque de sinceridad del ministro Óscar Puente.
Comparto que la coherencia entre lo comprometido y lo que se termina haciendo es una condición importante para que la política mantenga la pedagogía y auctoritas que requiere, pero detecto en muchas de las críticas vertidas una cierta mitificación moralista de los programas políticos.
No dudo de la importancia que para la calidad democrática tiene el respeto a los compromisos asumidos en los programas electorales, pero déjenme añadir dos cosas. Una, el actual modelo de programa electoral está obsoleto, corresponde a la era analógica, y no sirve para establecer el compromiso entre ciudadanía y partidos políticos en la sociedad de los tiempos digitales. Dos, los programas electorales están para ser cumplidos, pero también para ser incumplidos. Vamos a ver si sé explicarme.
Los programas con vocación de perdurabilidad de cuatro años podían tener sentido en momentos en que los ritmos de la historia eran lentos y predecibles. En los tiempos actuales, cuando tecnología, economía, sociedad viven en constante disrupción, pretender encapsular una acción de gobierno en un programa a cuatro años es ingenuo o tramposo.
Igual eso servía para canalizar las intenciones políticas y las promesas a la ciudadanía en la época de los primitivos caucus, pero pretender que hoy aguanten incólumes toda una legislatura es de una ingenuidad mayúscula. Presupone que sus redactores conocen lo que va a suceder en ese largo período de tiempo, cuando en realidad no sabemos lo que va a pasar en las próximas cuatro semanas.
Está bien asumir compromisos con la ciudadanía sobre el modelo de sociedad que se pretende construir, pero siendo conscientes de que no se trata de promesas en sentido estricto o deudas políticas que se pueden reclamar en su literalidad.
Esta es una de las razones que justifica que los programas no siempre se puedan cumplir. Hay otras que explican que se puedan incumplir –no es lo mismo– siempre que se explique bien, claro. Los programas electorales para convertirse en acción de gobierno requieren en muchos casos ser pactados con otras fuerzas políticas y es recomendable que sea concertados con las fuerzas sociales. Actores que pueden tener propuestas distintas para afrontar un problema o un reto.
Los pactos son aconsejables incluso cuando un partido tiene la mayoría suficiente y no necesita acordar con nadie. Para reforzar la legitimidad de las decisiones, para hacerlas más sólidas, y dotarlas de más estabilidad en el tiempo, es oportuno que se pacten social y políticamente. Al menos que se intente.
Hay algo que se nos olvida a menudo, pactar significa no solo renunciar parcialmente a las posiciones propias, sino incumplir los compromisos asumidos con la ciudadanía. Sin renuncias e incumplimientos de lo prometido no hay pactos.
En este terreno detecto una gran contradicción de la ciudadanía. Se exige a los partidos políticos que pacten entre sí y al mismo tiempo que no renuncien a ninguno de sus compromisos. Vaya, se les pide “agua seca”.
Esta actitud que algunos califican de esquizofrénica en realidad nace de la ideología dominante en nuestra sociedad, la del individualismo tirano que explica el filosofo francés Eric Sadin. Exigimos una cosa y su contrario en función de la posición social que ocupamos y de lo que nos beneficia en cada momento. Lo comprobamos durante la pandemia.
Es especialmente curiosa la posición que mantienen los portavoces de los “huérfanos del centro político”. Los mismos que critican al PSOE sus acuerdos con Sumar y a la coalición de gobierno sus pactos con otras fuerzas se pasan el día exigiendo grandes acuerdos entre los dos principales partidos. Me temo que sus posiciones no beban de la cultura del pacto sino de la melancolía que sienten de los pasados tiempos de la indistinción política.
Los debates sobre la ley de amnistía son una buena oportunidad para que hagamos una reflexión seria y profunda respecto a los programas electorales. No se trata de que desaparezca la idea de compromiso que comportan, pero quizás tengamos que incorporar dos rupturas a nuestras rígidas concepciones.
Los partidos deberían expresar sus compromisos con la prudencia y la flexibilidad que exigen los tiempos, lo que no hizo Pedro Sánchez con la amnistía antes del 23J. Aunque para ello la ciudadanía deberíamos dejar de exigirles certidumbres absolutas y los medios de comunicación reclamarles aseveraciones contundentes, esas que hacen tan golosos los titulares. Unos y otros deberemos asumir que los programas están para ser pactados y en consecuencia incumplidos.