Son las 11 de la mañana del 15 de junio. Recibo una llamada de un número desconocido. Contesto y una voz grave me comunica que tengo que ir a declarar a comisaría por unos hechos ocurridos el 6 de abril de 2022 frente al Congreso de los Diputados. Quedan menos de 24 horas para la cita.
Miro atrás. Han pasado más de dos meses y medio desde entonces. Esa mañana teñimos las escalinatas del Congreso de los Diputados de rojo con agua y remolacha. Decenas de personas, científicas y activistas, de todas las edades nos unimos con un mismo objetivo: visibilizar la magnitud de la crisis climática y la urgencia de que los gobiernos –en nuestro caso el español- lleven a cabo acciones reales e inmediatas para reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que ya nos abocan al caos climático y a una emergencia humanitaria sin precedentes. No fuimos las únicas, grupos de Rebelión Científica en 28 países se sumaron a la acción.
Ese día no era un día cualquiera. Coincidía con la publicación de la última parte del sexto informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC). Un documento que, tras años de investigaciones, aborda a lo largo de más de 2.900 páginas la mitigación al mayor reto al que se ha enfrentado la humanidad a lo largo de su historia.
En otras palabras, si de verdad se entendiera –o se quisiera entender- lo que está en juego, este documento (ojo, el informe completo y no su terrorífico resumen para políticos) debería cobrar el estatus de algo así como el libro sagrado de la política climática y energética, a disposición de los gobiernos para salir de esta encrucijada. Y es que este informe -a pesar de su claro enfoque tecno-optimista- apunta la dirección en la que se deberían enfocar muchas de las medidas venideras si queremos siquiera imaginar un escenario en el que sea posible vivir en un planeta habitable: reducción drástica de emisiones, cierre de plantas de gas y carbón, apuesta por el decrecimiento, impulso de la democracia participativa o fin del mecanismo de resolución de disputas inversor-Estado (ISDS) y del Tratado de la Carta de la Energía (TCE), entre otras conclusiones.
Pero, spoiler: esto solo ocurriría en un mundo ficticio en el que el poder político no estuviera secuestrado por los grandes lobbies, y en el que existiera una voluntad política entregada al 100% a proteger a la ciudadanía. Pero la realidad es que la crisis climática sigue sin ser tratada como la emergencia civilizatoria que es, y el poder económico sigue dictando las reglas del tablero de ajedrez de la vida misma. Ante esta constatación, ¿nos quedamos de brazos cruzados o empleamos la última oportunidad que tenemos de revertir esta situación?
Vuelvo a esa mañana del 6 de abril: no hubo pintura, no hubo daños, fuimos pacíficas. Pusimos el cuerpo para reclamar nuestro derecho a imaginar un futuro que pueda ser vivido.
¿Acciones pacíficas o ecologismo radical violento?
Me reúno con el resto de mis compañeras frente a la comisaría donde nos han citado. Las personas que estamos en Madrid vamos acompañadas de dos de nuestras abogadas, pero en otras ciudades no corren la misma suerte. La incertidumbre es mayúscula. Nadie nos ha informado, pero estamos tranquilas. Nuestras conciencias también.
Pasamos una a una a una habitación en la que un policía nos lee nuestros derechos y a continuación los cargos que nos imputan: “delito de daños” a un “edificio singular protegido” y “delito de daños a las instituciones del Estado” por “alterar de forma notoria la sesión que se estaba celebrando en el Congreso”. Resulta que “ir a declarar” es en realidad una detención en toda regla, pero sin pasar por el calabozo.
Decido no declarar en comisaría y hacerlo más tarde ante un juez. Esperamos en un patio del recinto y entramos a un sótano donde nos identifican: nos hacen fotos de frente, de perfil, de los tatuajes, y nos toman las huellas dactilares. Han pasado más de dos horas, casi tres. Finalmente, dos policías completan un formulario antes de que me pueda marchar y leen en voz alta: “próximo destino: en libertad con cargos”, como si de una estación de metro se tratara. Me río por no llorar, aunque me invade la rabia. Se les olvida que también estamos luchando por su futuro.
Pero volvamos a los delitos de los que se nos acusa. 14 personas hemos sido imputadas por el supuesto de cometer daños contra un edificio singular protegido y contra las instituciones del Estado. Esto significa que hay un proceso penal abierto contra todas nosotras, y que éste podría derivar en multas de miles de euros e incluso en penas de cárcel por unas acusaciones que son falsas. Y explico por qué.
En primer lugar, el material utilizado fue una mezcla biodegradable a base de agua y remolacha que se limpió con agua a presión en menos de quince minutos. Aun así, las autoridades alegan que provocamos daños por valor de 3.306,69 euros. En segundo lugar, tal y como han afirmado diferentes diputados y diputadas de Unidas Podemos, ERC, Bildu y Más País-Equo, la sesión del Pleno transcurrió con total normalidad y no fue interrumpida. Para haberla interrumpido, tendríamos que haber entrado al interior del edificio y esto sencillamente no ocurrió.
Resulta cuanto menos vergonzoso -y muy preocupante para el ejercicio de nuestros derechos- que el Secretario General del Congreso de los Diputados fuese capaz de emitir un informe con tales falacias al Cuerpo Nacional de Policía. Pero si todavía queda un poco de cordura en estos tiempos que corren, Meritxell Batet -presidenta del Congreso- podrá recordar rápidamente lo que realmente pasó en la Cámara. Y si le falla la memoria, tan solo haría falta consultar el vídeo de la sesión de control de aquel célebre día.
Dicho esto, es importante dejar claro que empleamos la desobediencia civil no violenta para llamar la atención sobre un problema que no admite más retrasos, ante la Cámara que ostenta el poder y el deber de llevar a cabo cambios legislativos profundos y decisivos para garantizar la seguridad ciudadana. Ejercemos nuestro derecho a la protesta sabiendo que vivimos en un país en el que reina la mordaza y en el que reivindicar un planeta sano para las generaciones presentes y futuras a través de acciones pacíficas ya es calificado de “ecologismo radical violento”. Algo que se traduce, como bien describe Azahara Palomeque, en que los colectivos ecologistas que luchamos por la protección de las personas y el planeta están siendo equiparados y rebajados al mismo nivel que grupos de extrema derecha que promulgan delitos de odio contra colectivos que sufren discriminación, como el LGTBI o las identidades racializadas.
Alzamos la voz porque estamos en la década decisiva y nos lo jugamos todo. Nos responsabilizamos de nuestras acciones y asumimos las consecuencias, pero no sin antes recordar algunos hechos.
Un verano para recordar
Hoy han pasado más de cinco meses desde aquella acción frente al Congreso que generó empatía y enfado a partes casi iguales. Y, difícilmente podremos olvidarlos: olas de calor, incendios, sequías. Más olas de calor, incendios y sequías. La imagen del Mediterráneo de color negro-granate en el telediario. Granizos de 10 cm de diámetro en pleno agosto. Inundaciones nunca antes vistas. Más olas de calor, más incendios, más sequías. Doñana sedienta y sus lagunas muertas.
El verano de 2022 ha sido el más caluroso desde que hay registros y probablemente será el más fresco del resto de nuestras vidas. Las sucesivas olas de calor a escala planetaria han sido mucho más que las noches pegajosas sin dormir de tiempos anteriores: nos han dejado un manto de cenizas y dolor a su paso.
Las temperaturas han batido récords en intensidad, extensión y duración en todo el planeta: desde Europa a la Antártida, China, EE.UU o Sudamérica. En España las temperaturas han superado los 40 ºC en gran parte del territorio, dando lugar a un incremento de más de 2,2ºC por encima de lo normal durante los meses de junio, julio y agosto. Una cifra escalofriante para un país especialmente vulnerable a los efectos de la crisis climática que repercute en todas las esferas de la vida, digan lo que digan los y las lumbreras negacionistas que impregnan la política y los medios. Y no hay más que mirar el número de muertes registradas a causa de las altas temperaturas en España: 4.700 entre finales de abril y comienzos de septiembre -tres veces más que la media de los últimos cinco años- según los datos del Instituto de Salud Carlos III.
Los superincendios forestales han sido una de las caras más duras del verano. 290.000 hectáreas devoradas por el fuego en todo el país en lo que va de año, la peor cifra en casi tres décadas. Ardió la Sierra de la Culebra en Zamora, ardió la Sierra Bermeja en Málaga, ardió el Parque Nacional de Monfragüe en Cáceres, ardió la Sierra de Bejís y el Vall d´Ebo en Alicante, y lloré su pérdida. Bosques devastados, pueblos enteros desalojados, medios de vida aniquilados, vidas perdidas. Es la cristalización de lo que nos deparará la crisis climática si no actuamos ya.
En el otro extremo de la devastación, la sequía ha azotado fuerte en el corazón de Europa. En España, mientras la escasez de agua ha obligado a implantar planes de racionamiento de este recurso vital en algunas regiones, se nos olvida que hace un año Iberdrola vació alrededor del 30 % de la capacidad de los embalses del centro y norte del país con el fin de obtener más beneficios y permanece impune. La desaparición de la última laguna de agua dulce permanente en el Parque Nacional de Doñana representa el culmen de un fenómeno exacerbado por la crisis climática, cuya razón de ser tiene que ver en realidad con una cultura del agua basada en el despilfarro, los chanchullos y la corrupción en beneficio de sectores privados como el regadío para la agricultura industrial o los campos de golf.
Más allá de nuestras fronteras, donde los medios mainstream apenas se hacen eco de lo que ocurre, el desastre es mayúsculo. Las tremendas inundaciones ocurridas en Pakistán a finales de agosto son el claro ejemplo de la injusticia climática que atraviesa un modelo de producción y consumo capitalista alienado que pone al servicio del Norte Global los territorios y las vidas del Sur Global. Pakistán solo produce el 0,4 % de las emisiones mundiales de CO2 y sin embargo es uno de los países más vulnerables al calentamiento global. Los datos hablan por sí solos: un tercio de la superficie del país está bajo el agua, más de 1.400 personas han muerto, un millón de casas han sido destruidas y al menos 33 millones de personas se han visto afectadas de un modo u otro.
Para colmo, la muerte de la que fuera Reina de Inglaterra ha tapado una noticia que debería haber infestado las portadas y telediarios de todo el mundo: la activación de cinco puntos de inflexión clave para el mantenimiento de un clima estable a nivel global. Hablamos del colapso de los glaciares de Groenlandia y Antártida, la pérdida del permafrost boreal, la muerte de los corales tropicales y la desestabilización de las corrientes del Mar de Labrador. Lo que podría conducir a “impactos abruptos, irreversibles y peligrosos con serias implicaciones para la humanidad”, incluso bajo un umbral de aumento de la temperatura de 1 ºC. Pero es que a este paso vamos camino de alcanzar los 2 o 3 ºC.
Y con esto, no podemos olvidar que la dimensión energética lo atraviesa todo. La adicción a los combustibles fósiles de un sistema económico que pretende crecer de forma infinita en un planeta finito y la influencia de los lobbies para que que se continúe inyectando oxígeno y capital en la burbuja fósil son, junto a la acción insuficiente -o debería decir inacción- de nuestros gobernantes, responsables de la deriva en la que, nos guste o no, estamos embarcadas.
¿Un edificio singular o un planeta singular?
Muchas personas se indignaron cuando manchamos de rojo las escalinatas del Congreso durante unos míseros 20 minutos. Incluso nos tacharon de terroristas. Algunos decían entender el fondo, pero no la forma. Tras un verano que parece sacado de una película de ciencia ficción, y a las puertas de un invierno en el que la crisis energética va a estallar aún más, la pregunta es: ¿qué más necesitamos para actuar ante lo que realmente importa?
Y digo yo, si el Congreso de los Diputados es un edificio singular protegido que no merece ser manchado de agua y remolacha, entonces el planeta Tierra es nuestro templo, el más singular y preciado que tenemos, y éste debería ser protegido, cueste lo que cueste. Paradójicamente mis 13 compañeras y yo nos encontramos en libertad con cargos, esperando un desenlace que por ahora se dibuja incierto, precisamente por reclamar políticas ambiciosas que caminen en esa dirección. Y mientras, los culpables de esta crisis multiplican sus beneficios de forma exponencial. ¿Recuerdas la noticia de cómo las tres grandes eléctricas –Naturgy, Endesa e Iberdrola- han aumentado sus ganancias en un 24 % durante la primera mitad del 2022 mientras la ciudadanía paga una factura de la luz cada vez más cara?
Una cosa es clara: el movimiento ecologista –integrado por grupos veteranos como Ecologistas en Acción, Amigos de la Tierra o Greenpeace, y colectivos emergentes como Fridays for Future, Rebelión por el Clima, Extinction Rebellion o Rebelión Científica (el grupo artífice de la acción del 6 de abril)- vamos a seguir peleando.
Este otoño, cuyo inicio el 23 de septiembre estará marcado por una Acción Global por la democratización de la energía, las calles de nuestro país y el mundo entero se impregnarán con la fuerza y el amor de una oleada de movimientos -diversos y hermanados a partes iguales- que luchan por la justicia climática en un planeta en el que todas las personas podamos vivir dignamente e imaginar un futuro bello.
Únete. Nos necesitamos.