El procés independentista catalán de este siglo - que tiene sin duda raíces populares de carácter cultural e histórico - estalló en 2012 impulsado por dos circunstancias hábilmente explotadas por sus impulsores: la gran recesión económica que comenzó en 2008 y alcanzó en 2012 su momento más álgido, y el fracaso del Estatuto de autonomía de 2006 recortado por el Tribunal Constitucional en 2010, después de haber sido aprobado en referéndum por los ciudadanos catalanes. El líder histórico del nacionalismo catalán, Jordi Pujol, había sido sustituido en 2004 por Artur Mas, que accedió a la presidencia de la Generalitat en 2010 - después de dos presidentes socialistas - y dio el paso clave de llevar a la burguesía catalana desde el nacionalismo hasta el soberanismo independentista. En 2016, Mas – contaminado por ciertas sospechas relacionadas con corrupción económica - fue sustituido por el entonces alcalde de Girona, Carles Puigdemont, que culminó el proceso con una la declaración unilateral de independencia en 2017, cuyo único efecto fue la suspensión temporal de las instituciones catalanas por la aplicación que hizo el gobierno del Partido Popular del artículo 155 de la Constitución Española, y a la huida de Puigdemont a Bélgica, mientras otros implicados en la aventura independentista eran juzgados y encarcelados.
El independentismo nunca tuvo una mayoría absoluta de votos en Cataluña, aunque el sistema electoral le permitió tener sucesivas mayorías en el Parlament entre los tres partidos que lo representaban. La ausencia de reconocimiento internacional - ningún país del mundo reconoció la declaración de independencia -, y sobre todo la constatación de que no habría sitio en la Unión Europea para una Cataluña independiente, unida a la mejora de la economía española - y catalana - y, sobre todo, al cansancio de la población de promesas, proyectos y declaraciones puramente retóricas, que no llevaban a ningún resultado real, llevó al independentismo a una progresiva decadencia que ha culminado con la pérdida de su mayoría en el Parlament en las elecciones de mayo, y con la investidura como presidente de la Generalitat, el jueves 8 de agosto, del socialista Salvador Illa, apoyado por Esquerra Republicana , a cambio de una discutible soberanía fiscal cuya aplicación no será fácil. El apoyo de Esquerra a Illa implica la división del soberanismo y - en definitiva - el final del proceso independentista tal como se ha desarrollado en la última década.
Puigdemont, que ha intentado ejercer un gobierno paralelo - o al menos condicionar la política catalana - desde su exilio en Waterloo, ha tratado de evitar desesperadamente este final, presionando a ERC y obstaculizando la investidura de Illa, primero declarando que presentaría su propia candidatura a presidir la Generalitat, para forzar una decisión de los republicanos, y después - comprobado que no tenía votos suficientes - que asistiría a la investidura fuera quien fuera el candidato, para lo que volvería a España a riesgo de ser detenido, dado que el Tribunal Supremo había excluido sorprendentemente el delito de malversación - del que se le acusa - de la ley de amnistía aprobada por las Cortes Generales.
Muchas veces había prometido Puigdemont volver, y nunca lo había hecho. Pero esta vez sí que entro en España, no se sabe cómo, y apareció en Barcelona el mismo día en que se votaba la investidura de Illa, pero no para asistir a la votación, ni mucho menos para dejarse detener. Su fugaz aparición se limitó a dar un breve discurso - cinco minutos - ante un grupo no demasiado numeroso de sus seguidores, y acto seguido escapar de nuevo, al parecer con la colaboración de algunos mossos, para volver inmediatamente, según el secretario general de su partido, Jordi Turull, a su residencia de Waterloo, en Bélgica.
Es ridículo criticar a la Guardia Civil o a la Policía Nacional por no haber impedido la entrada en España del expresidente, cuando es evidente que es imposible controlar de forma permanente el paso de La Jonquera, entre Francia y España, donde no existe ninguna frontera física y por donde pasan cada día, en verano, decenas de miles de vehículos, sin contar otras muchas posibilidades de entrada. Más ridículo aún es tratar de exculpar a los cuerpos policiales para intentar no enfrentarse con ellos, y acusar al gobierno español de haber dado instrucciones políticas para permitir esa entrada, o hacer la vista gorda, porque esas instrucciones, para ser efectivas, habrían tenido que llegar hasta los niveles operativos más bajos, y se hubieran conocido enseguida, ya que es notorio que un cierto número de componentes de ambos cuerpos no sienten ninguna simpatía por el gobierno actual, y hay algunos medios que harían lo que fuera por conseguir una información en ese sentido.
En cuanto a los mossos, es evidente que entre ellos hay un número - difícil de determinar - que comparten la ideología independentista. Es lógico si se piensa que es la ideología de un buen número de catalanes (cerca de la mitad de los que votan), y que en Cataluña ha habido durante 14 años un gobierno dirigido por independentistas. También lo es que algunos de ellos - una cantidad afortunadamente mucho menor - están dispuestos a poner su ideología por delante de su deber como policías al servicio de la ley, y de las resoluciones que dicten los jueces en su función de policía judicial. Pero, piensen lo que piensen, si Puigdemont hubiera hecho lo que se esperaba de él - y él mismo había anunciado -, es decir, dirigirse al Parlament para intentar entrar y asistir a la sesión de investidura, lo habrían detenido, con mayor o menor entusiasmo, pero sin ninguna duda.
Si el expresidente hubiera dado ese paso, la sesión de investidura se habría aplazado - o suspendido si ya hubiese comenzado - y su detención, y posible prisión provisional, habría producido una movilización en Cataluña mucho más importante que los aproximadamente 3.000 seguidores que acudieron a su convocatoria en el Parc de la Ciutadella, con las consiguientes repercusiones políticas, incluido un reforzamiento importante del ánimo de los independentistas decepcionados por la investidura de un presidente de la Generalitat socialista, y habría dado también un impulso más necesario que nunca a Junts, en horas bajas por la división del independentismo y su exclusión del gobierno catalán.
El precio que hubiera tenido que pagar Puigdemont no era tan alto. Nadie pretendía fusilarlo. Como máximo, apenas unos meses de cárcel - mucho menos de lo que sufrieron sus compañeros de aventura en octubre de 2017 - hasta que el ineludible recurso al Tribunal Constitucional hubiese obligado a éste a pronunciarse en contra de la absurda y sesgada interpretación que pretende dar el Tribunal Supremo a la inclusión o no del delito de malversación en una ley de amnistía perfectamente clara en este punto, y aprobada por las Cortes Generales en representación exclusiva de la soberanía popular. Lo que a su vez habría tenido consecuencias positivas para otros posibles implicados en supuestos similares.
Pero el expresident no ha querido, no ha podido, o -lo más probable- no ha tenido el valor suficiente para hacerlo, y eso ha sido sin duda una decepción para sus seguidores y seguramente para la mayoría de los independentistas. Lo que los más fanáticos se empeñarán en calificar de astucia o de burla al gobierno de Madrid, ha sido en realidad el resultado inevitable de la debilidad y tal vez la cobardía de un personaje que nunca ha sido capaz de enfrentarse a las consecuencias de sus actos. El expresident ha sustituido lo que se pretendía un acto político trascendente por una farsa que solo ha servido para dar algún argumento más a la oposición al gobierno en Madrid, pero que en Cataluña ha debilitado aún más su opción política, y ha dado una clara imagen del final de su liderazgo.
Puigdemont está definitivamente acabado. Su atropellado discurso junto al Arco del Triunfo de Barcelona: “no sé cuándo volveremos a vernos...” ha sido el canto del cisne de un político que nunca ha tenido la altura suficiente para liderar un movimiento tan diverso y complicado como el independentista, nacido y nutrido de una mezcla de materialismo interesado y de épica patriótica, que hubiera requerido a su frente a un estadista sólido, a un hombre honorable e íntegro, consecuente con sus ideas y compromisos.
Él mismo declaró que, si en esta ocasión no accedía a la presidencia de la Generalitat, abandonaría la política. No se puede creer en sus palabras, que tantas veces ha traicionado con sus hechos, pero - lo quiera o no - su carrera política toca a su fin. Ha dejado de ser un valor del soberanismo catalán, para convertirse en un lastre en el camino de su inevitable regreso a posiciones más pragmáticas.
La patética imagen de su abogado, Gonzalo Boye, cogiéndolo por el brazo para empujarlo hacia la huida por la puerta trasera de la tribuna en la que había dado su brevísimo mitin, y su propia expresión facial - entre el miedo y el desconcierto -, no se borrará fácilmente del recuerdo de muchos catalanes independentistas, que necesitaban un héroe para revitalizar su declinante movimiento, y se han encontrado con un individuo pusilánime, incapaz de hacer un mínimo sacrificio personal por las ideas que defiende y por las personas que creen en ellas. El independentismo no muere políticamente con él, tampoco Junts, pero queda sin duda seriamente tocado y deberá replantearse seriamente su futuro.