Puigdemont, la amnistía y el regreso a la tierra prometida
Ya tenemos en el Parlamento la ley más esperada de los últimos tiempos. Y, para bien o para mal, las expectativas sobre su impacto no han defraudado. Hay entusiasmo en un lado, ante el previsible retorno de Puigdemont desde Waterloo a Barcelona, tras su travesía en el desierto, acompañado de las tablas de la ley de amnistía, gracias a la apertura casi milagrosa de las aguas por parte de los partidos rojos que forman ese Mar Rojo. En el otro lado, suenan las estridentes trompetas del Apocalipsis que anuncian la extinción del Estado de Derecho o incluso de la España eterna, con políticos conservadores enrabietados, togas enardecidas y hooligans futbolísticos en las calles.
A pesar de tanto fervor en el debate público, aún resulta posible intentar reflexionar con sosiego sobre la proposición de ley que se ha presentado. Y el aspecto más controvertido es el de su constitucionalidad. En abstracto, la figura jurídica de la amnistía parece compatible con nuestra Constitución, pues esta indica que se podrá “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley”. Es notorio en el ámbito jurídico que el término 'derecho de gracia' comprende tanto el indulto como la amnistía. Lo ha reiterado la jurisprudencia, se recoge esa dualidad en nuestras constituciones históricas, se define así por la RAE y lo podemos leer en cualquier manual de derecho. Todo ello implica que el constituyente decidió derivar al legislador la posibilidad de que se aprueben indultos y amnistías, como también se desprende de algunas resoluciones del Tribunal Constitucional.
Se ha objetado que la Constitución sí prohíbe los indultos generales. Pero un indulto general no es una amnistía, del mismo modo que los gatos y los perros son animales, pero diferentes. El indulto perdona una pena impuesta y es acordado por un decreto del Gobierno; sin embargo, la amnistía perdona el hecho delictivo, incluso aunque no haya pena, y es aprobada por ley por el Parlamento. Resulta comprensible limitar la acción del Gobierno y ampliar la del Parlamento, como poder estatal que es representante directo de la ciudadanía. De hecho, en nuestras constituciones históricas ha estado muy presente esa distinción en el pasado. Por ejemplo, en la Constitución de 1931 se reguló la aprobación de la amnistía por el Parlamento y quedaron prohibidos los indultos generales, como muestra evidente de que estamos ante dos figuras jurídicas distintas.
También suele repetirse que la amnistía afecta a la igualdad en la aplicación de la ley, a la actuación judicial y a la separación de poderes. Todo ello es cierto. Ocurre exactamente igual con los indultos. Esa excepcionalidad deriva del propio texto constitucional y es la particularidad más relevante del derecho de gracia. En nuestro país se ha indultado a miles de condenados por delitos graves, entre ellos a golpistas, torturadores o corruptos, que han contado con la suerte (a veces con la injusticia) de obtener la gracia gubernamental, mientras otras personas han cumplido resignadamente sus penas. Resulta llamativo que ahora con la amnistía se insista tanto en la desigualdad y en la limitación de la actuación judicial, como muestra de amnesia selectiva sobre lo ocurrido con los indultos. Lo cierto es que también el poder judicial está sometido al imperio de la ley. Debe respetarla cuando se aplica el derecho de gracia a través de indultos o amnistías, porque los jueces no contamos con bulas especiales.
Además, no debemos olvidar que la amnistía es una medida de gracia existente en los países de nuestro entorno, que cuenta con el aval de los tribunales europeos. Estados vecinos como Francia o Portugal han aprobado leyes de amnistía en las últimas décadas. Y esta medida de gracia se ha aplicado o forma parte del ordenamiento de países como Alemania, Suecia, Italia, Países Bajos o Reino Unido, entre otros. Estamos hablando de algunas de las democracias más avanzadas del mundo. Y por eso causa una perplejidad desconcertante escuchar que vamos hacia una dictadura si aplicamos así el derecho de gracia.
Ahora bien, que la amnistía sea una figura jurídica compatible con nuestra Constitución no significa necesariamente que esta ley sea constitucional. Se trata de una medida excepcional. Su validez estará muy relacionada con su motivación y con que el perdón acordado no sea arbitrario y responda a fines de interés general.
Es interesante conocer el criterio del Tribunal Constitucional Federal de Alemania, pues en su Constitución no estaba contemplada la amnistía, pero se consideró que el legislador era competente para acordarla, a partir de sus atribuciones en materia penal. La medida de gracia así concebida suponía una derogación retroactiva favorable de la ley penal, acotada a determinadas personas y durante un tiempo concreto. Para no vulnerar la igualdad en la aplicación de la ley, el alto tribunal alemán estableció una serie de requisitos, entre ellos la justificación del trato desigual, la proporcionalidad y la interdicción de la arbitrariedad.
Con bastante seguridad, nuestro Tribunal Constitucional va a efectuar una ponderación similar a partir de esos principios. Y lo cierto es que la proposición de Ley de Amnistía se ha esforzado por cumplirlos. El texto está bien trabajado en sus aspectos técnicos. Ciertamente, es bastante mejor que el documento del pacto político, incluso en su estilo literario. La proposición motiva ampliamente el interés general de la amnistía, que basa en la normalización institucional, política y social de Catalunya, así como en la necesidad de recuperar la concordia perdida durante el conflicto. También subraya la importancia del cumplimiento del Estado de Derecho y del acatamiento del ordenamiento jurídico, lo cual representa implícitamente el abandono de la vía unilateral.
Por otro lado, la proposición de ley elude los riesgos de arbitrariedad a través de una mirada inclusiva y de una perspectiva restrictiva. En primer lugar, la inclusión permite la exoneración de todos los afectados del procés que están incursos en causas judiciales, como los miembros de las fuerzas de seguridad, los políticos, los empleados públicos o los ciudadanos que participaron en protestas que acabaron en disturbios. La medida de gracia no se centra en que Puigdemont regrese a la tierra prometida, sino que incluye a centenares de personas, lo cual propiciará el retorno a la concordia en sus entornos sociales. En segundo lugar, de forma acertada, se esquiva otro riesgo de arbitrariedad a través de la restricción de no incluir en la medida de gracia causas judiciales relacionadas con casos de corrupción, porque nada tienen que ver con el procés.
A partir de ahí, el Tribunal Constitucional habrá de valorar los recursos, impugnaciones y cuestiones que se le puedan elevar. Y, posiblemente, habrá de pronunciarse sobre uno de los aspectos más dudosos de la proposición de ley, en referencia al problema de que exista arbitrariedad en la amnistía, al estar mezclados los decisores y los beneficiarios de la medida de gracia.
En todo caso, parece muy posible que el Tribunal Constitucional se incline por el valor preferente del interés público que se esgrime como motivación de la ley. Esas razones pueden no compartirse, pero están ahí. La principal es finalizar la situación anómala de la representación política en Catalunya, sin olvidar que cerca de la mitad de la población catalana llegó a respaldar el incumplimiento del ordenamiento vigente, por lo que resultará muy positivo el cierre de esa etapa. Lo cierto es que la ley de amnistía no está planteada como un regalo a Puigdemont, sino como una apuesta bastante articulada para clausurar un conflicto muy intenso, que durante años ha causado indudables traumas en nuestro país.
La fórmula elegida puede ser discutida, pero eso es lógico en una sociedad plural. Estas discrepancias deben resolverse democráticamente en el Parlamento, que es la sede de la soberanía popular. Si hubieran obtenido mayoría absoluta los partidos que se opusieron al indulto a Junqueras y otros dirigentes independentistas, ahora no sería posible aprobar una ley de amnistía. Pero en las elecciones de julio la ciudadanía optó libremente por configurar otra mayoría. Y eso implica recordar que la aceptación del resultado de las elecciones y del sistema de mayorías parlamentarias es la base de la democracia, sin perjuicio de los recursos que correspondan ante los tribunales competentes. Ser demócratas implica adoptar esa actitud. Hay que saber ganar y hay que saber perder.
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