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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Putin en el diván

Vladímir Putin en un acto por la anexión de Crimea, en marzo de 2022
15 de abril de 2022 21:46 h

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La política exterior rusa del siglo XX y la guerra de Ucrania de 2022 no pueden entenderse sin tener en cuenta la particular personalidad del presidente Putin, un político vanidoso, engreído, arrogante y autoritario, sin duda, pero que sabe dominar el discurso de la “cultura profunda” rusa, y que puede encauzarla hacia sus propósitos particulares, que igualmente están vinculados a una manera específica de entender el mundo desde un periscopio del Kremlin, y sin descuidar en ningún momento su interpretación respecto a la historia de Rusia y de la URSS. Si se analizan sus discursos, pueden encontrarse unos patrones bastantes claros, que aumentan o disminuyen en intensidad según el momento y las circunstancias.

En este sentido, Putin entiende que Lenin cometió un grave error al contrariar el plan de Stalin de construir el país sobre los principios de la autonomía, y, en cambio, hacer concesiones a los nacionalistas, a quienes llamó “independientes” en aquel momento, pues tenía en mente hacer un acuerdo estatal confederativo, que finalmente fue lo que quedó consagrado en la Constitución de 1924.

Putin, indignado con Lenin, se lamenta de que a los territorios que formaron la URSS se les diera de facto el estatus y la forma de entidades estatales nacionales, un “regalo demasiado generoso” e innecesario, pues eso daba a las repúblicas el derecho a separarse del Estado unificado sin ninguna condición.

En palabras de Putin, “cuando se trata del destino histórico de Rusia y sus pueblos, los principios de Lenin sobre el desarrollo del Estado no fueron solamente un error; fueron peores que un error”. Así, pues, y de forma más despectiva, para Putin, la Ucrania soviética es el resultado de los bolcheviques “y puede llamarse legítimamente 'la Ucrania de Vladimir Lenin'. Fue su creador y arquitecto”. Eso incluye las instrucciones leninistas con respecto a la región del Dombás, que fue empujada a Ucrania. Y, es más: para Putin, la población ucraniana es ahora tan desagradecida que ha derribado las efigies de Lenin, en un proceso que llaman “descomunización”. Pero Putin, muy sagaz, advierte que “el virus de las ambiciones nacionalistas todavía está con nosotros”.

Esta observación vale para todo el territorio que formó parte de la URSS, y que, en 1989, en una decisión del Comité Central del PCUS, que Putin denomina como “fatal”, fue la causante de la desintegración del imperio que tanto añora, pues las repúblicas se arrogaron con el derecho a proclamarse soberanas, algo que Putin no acaba de perdonar, por lo que afirma que “la desintegración de nuestro país fue provocada por errores históricos y estratégicos por parte de los líderes bolcheviques y la dirección del PCUS”. Además de ser un error, para Putin fue también injusto, pues la nueva Rusia se comprometió a pagar todas las deudas de las nuevas repúblicas, algo que se estima ascendió a 100.000 millones de dólares.

En marzo de 2014, y para justificar la anexión de Crimea, apeló a una historia y orgullo comunes, haciendo referencia a donde fue bautizado el Santo Príncipe Vladimir. Para Putin, “su hazaña espiritual, la apelación a la ortodoxia, predeterminó la base cultural, de valor y civilización común que une a los pueblos de Rusia, Ucrania y Belarús… Cada uno de estos lugares es sagrado para nosotros, son símbolos de la gloria militar rusa y un valor sin procedentes.”

En el pensamiento de Putin, Crimea siempre ha sido y sigue siendo una parte integral de Rusia, a pesar de que los bolcheviques tuvieran la mala idea de incluir a Ucrania partes territoriales del sur histórico de Rusia, y que Kruschev tomara la decisión de transferir Crimea a Ucrania en 1954, con el único propósito, según Putin, de obtener el apoyo de la nomenklatura ucraniana y enmendar las represiones estalinistas. En su opinión, cuando llegó al poder en el 2000 esperó que Ucrania fuera un buen vecino y se respetaran los derechos de los rusos que vivían en algunas zonas del país.

Sin embargo, insiste Putin, “se privaron a los rusos de la memoria histórica, y a veces de su lengua materna, para convertirlos en objeto de asimilación forzada”.

Unos años más tarde, durante las revueltas del Maidán, en realidad “se ejecutó un golpe de Estado por parte de los nacionalistas, neonazis, rusófobos y antisemitas”, cree Putin. Las nuevas autoridades, además, presentaron un proyecto de ley, después archivado, sobre revisión de la política lingüística, que infringía directamente los derechos de las minorías nacionales. Eso es lo que motivó la intervención de Rusia, amparándose en la doctrina que amparó la independencia de Kosovo. 

Las críticas a las autoridades ucranianas, excepto las pro-rusas, son permanentes en los discursos de Putin, llamando “parásitos” a los funcionarios de Kiev, que “comenzaron a construir su condición de Estado sobre la negación de todo lo que nos unía, tratando de distorsionar la realidad histórica de millones de personas”. Esto explicaría, en su opinión, el auge del “nacionalismo neandertal y agresivo” de extrema derecha, que rápidamente se convirtió en una rusofobia agresiva y un neonazismo, con participación de grupos terroristas del Cáucaso Norte, fuerzas externas que utilizan redes de ONG y servicios especiales.

Como conclusión, para Putin Ucrania nunca tuvo tradiciones estables de Estado real. Es más bien una ficción, pues optó por emular modelos extranjeros, sin ninguna relación con su propia historia, ajustándose a los intereses egoístas de varios clanes y oligarcas, que hicieron una elección civilizatoria pro-occidental, y con políticos radicales “infectados con el virus del nacionalismo y la corrupción”, lo que ha dejado a Ucrania en la pobreza, la falta de oportunidades y la pérdida de potencial industrial y tecnológico, además de quedar bajo el control de manos externas, en particular de Estados Unidos, sin soberanía real y “reducida a una colonia con un régimen títere”.

En abril de 2021, en el discurso anual que Putin realiza ante la Asamblea Federal, insistió en la capacidad resiliente del pueblo ruso, que “a lo largo de la historia ha salido victorioso y ha superado las pruebas gracias a la unidad”. Un aspecto donde Putin le gusta poner el acento discursivo es en lo relativo a los valores espirituales y morales, que, aunque en su opinión ya están siendo olvidados en algunos países, en Rusia ha fortalecido al pueblo y ha protegido a la institución familiar, un recurso argumental muy efectivo, y que le permite señalar la importancia de que “nuestros jóvenes miren y se inspiren en los logros y victorias de nuestros antepasados y contemporáneos sobresalientes”. 

El desmedido patriotismo de Putin es lo que lo hace admirar a un escritor como Rudyard Kipling, tan propenso a glorificar el colonialismo, y que se vanaglorie de ello, pues Putin no deja de ser un político en busca de rehacer el viejo imperio. Este detalle, pura anécdota, sirve de entrada para señalar que el discurso de Putin tiene muy presente las engañosas promesas que se le hicieron a la nueva Rusia tras la disolución de la URSS, como la no ampliación de la OTAN, y que de ahí haya surgido, no solo un justificado resentimiento tras los incumplimientos y una crítica hacia las actitudes que considera despectivas y desdeñosas sobre los intereses y demanda de Rusia, que considera legítimas, sino también la total convicción de que Rusia está asediada, en “una rutina indecorosa en la que atacan a Rusia por cualquier razón, en una especie de deporte nuevo de quién grita más fuerte”.

Putin no olvida, y en eso hay que prestar atención, que, al desintegrarse la URSS y el Tratado de Varsovia, siendo un momento de oportunidades para crear una Europa sin bloques, por el contrario “vimos un estado de euforia creada por el sentimiento de superioridad absoluta”, la arrogancia de Occidente, que “trató de apretarnos definitivamente, acabar con nosotros y destruirnos por completo”, que para Putin incluye también los valores tradicionales, lo que “conduce directamente a la degradación y la degeneración, porque son contrarios a la naturaleza humana”.

Esta “geofilosofía” del pensamiento de Putin tiene muchos seguidores en Rusia, donde ha calado la percepción, y lo digo con palabras del propio Putin, de que “el problema es que, en los territorios adyacentes a Rusia, que tengo que señalar es nuestra tierra histórica, está tomando forma una ”antirrusa“ hostil”, por lo que “para nuestro país, es una cuestión de vida o muerte, una cuestión de nuestro futuro histórico como nación. No es solo una amenaza muy real para nuestros intereses, son para la existencia misma de nuestro Estado y para su soberanía”. Esta percepción puede ayudar a entender los motivos por los cuales Putin hace alusión a un “peligro existencial”, que para él podría justificar, incluso, la utilización del armamento nuclear.

En febrero de 2022, ya con la situación de Ucrania desbocada, y para justificar lo que llamó “operación especial”, su discurso fue muy vehemente en que Ucrania era una “parte inalienable de la propia historia, cultura y espacio espiritual” de Rusia. Putin se refería a la necesidad de actuar “como un todo único, a pesar de la existencia de fronteras estatales”.

En un célebre discurso del 24 de febrero de 2022, terminó diciendo que “la cultura y los valores, la experiencia y las tradiciones de nuestros antepasados invariablemente proporcionaron una poderosa base para el bienestar y la existencia misma de estados y naciones enteras, su éxito y viabilidad”.

A pesar de este discurso y de empezar ya a bombardearlos, describió a los ucranianos como “nuestros camaradas, los más queridos para nosotros, también parientes, personas unidas por la sangre, por lazos familiares”, y refiriéndose a las personas que habitan en el suroeste, desde tiempos inmemoriales “se han llamado a sí mismas rusos y cristianos ortodoxos”. Pero, al mismo tiempo, infantilizaba a la ciudadanía ucrania al considerar que se había convertido en una colonia extranjera y con un Estado privatizado que, además, a su juicio, intenta erradicar el idioma ruso, promueve la asimilación, e intenta destruir la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú. 

A mediados de marzo de 2022, con serios problemas militares en Ucrania y un boicot nunca visto por parte de la UE y los países de la OTAN, el discurso crítico de Putin cambió de guion para mostrarse más bien paranoico, utilizando un lenguaje soez, seguramente reflejo de su desesperación al verse atacado por tantos frentes.

En sus palabras, “Occidente tratará de confiar en la llamada quinta columna, en los traidores nacionales, en aquellos que ganan dinero aquí con nosotros, pero viven allí… Esas personas que, por su propia naturaleza, están mentalmente ubicadas allí, y no aquí, no están con nuestra gente, no con Rusia… No pueden vivir sin ostras y libertad de género. Pero cualquier pueblo, y aún más el pueblo ruso, siempre podrá distinguir a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores, y simplemente escupirlos como un mosquito, que accidentalmente voló hacia sus bocas, escupirlos en el pavimiento. Estoy convencido de que una autopurificación tan natural y necesaria de la sociedad, solo fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, cohesión y disposición para responder a cualquier desafío”.

Este lenguaje, que fue acompañado por frases como “el país no ha visto una unidad como esta en mucho tiempo”, o las permanentes referencias a que se debía llevar a cabo la “operación especial” para detener el “genocidio” contra la población rusa de Ucrania, iba acompañado con un elogio a los militares engañados y enviados al matadero, con la frase bíblica de “no hay amor más grande que renunciar al alma por los amigos”, una curiosa cita para momentos en que se bombardeaba a la población civil.

En una entrevista televisada en aquellos días, se leyó la poesía paneslavista de Fiódor Tyutchev, cuyos versos advirtieron a los rusos que los europeos los considerarían esclavos de la Ilustración. En suma, Putin había ya traspasado todos los peldaños del proceso de creación de imágenes de enemigo, yendo más allá de la dicotomía “nosotros/ellos” y “los de fuera/los de dentro”, y partiendo de los agravios históricos y de las amenazas del presente, acabó pasando al estadio de justificar la destrucción total del enemigo, ya deshumanizado y convertido en animal –mosquito–, al que hay que fumigar para lograr la autopurificación social, paradójicamente en un lenguaje muy propio del nazismo que pretendía desterrar de Ucrania.

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