Ahora está sedada, pero ella no quería morir así. No quería sufrir ni hacernos sufrir. No quería ver ni que viésemos cómo su cuerpo se iba colapsando mientras su cabeza la atrapaba entre la consciencia y el dolor. Tenía derecho a evitar todo eso. Teníamos derecho a ayudarle a evitarlo. Nadie tenía derecho a hurtarle esa decisión. Nadie tenía derecho a obligarnos a decirle que no. Nadie tiene derecho a imponer esa tortura a una persona en su momento más vulnerable.
En pleno postoperatorio, Raquel convenció a su equipo médico de que le dieran un alta de seis horas para poder ir a votar el 28 de abril, porque “esta vez es muy importante votar”. Raquel es socióloga. Dedicó su carrera profesional a la función pública en el Ministerio de Educación y parte importante de su juventud al activismo político. Eso sí sigue sosteniéndose: el andamiaje de lecturas en sus estanterías de madera, la cartelería setentera peleona en las paredes de su casa luminosa. Libertad de expresión, derechos civiles, feminismo, Nicaragua, aquella que un día fue sandinista.
Siento que les estamos fallando. A esa generación suya que nos construyó tantos derechos. Esta generación mía de europeos hiperformados e hipertrofiados. Qué rápido nos conformamos con definir el progreso como ni un paso atrás. No basta. Debemos hacer más por el futuro de nuestros pequeños. Y sobre todo le debemos más al presente de nuestros mayores. Pensionistas yayoflautas. Abuelas equilibristas.
Raquel quería agradecer públicamente los cuidados de médicas y enfermeros del Hospital de la Paz. Ella sabía -todos sabemos- que la sanidad pública funciona gracias a la dedicación de su personal y a pesar de lo demás. Intentaron primero insuflarle vida y después aliviarle dolor. En una medida lo consiguieron, pero hay enfermedades que la medicina no sabe curar y sufrimientos que los médicos no pueden evitar. La sociedad y los legisladores sí. Estén a la altura. Estemos a la altura todos.