“Cuando yo era estudiante, la economía vulgar se hallaba en un estado particularmente vulgar. Por un lado, el desempleo británico no bajaba de un millón; por otro, mi tutor me enseñaba que es lógicamente imposible que haya desempleo debido a la Ley de Say”. Son palabras escritas a mediados de siglo pasado por la economista británica Joan Robinson en su 'Carta de una economista keynesiana a un marxista' y denuncian el mayor defecto de la doctrina económica dominante cuando ella comenzó sus estudios en la Universidad de Cambridge y, para nuestra desgracia, aún en nuestros días: el divorcio de la realidad.
Da igual cuántas veces sea desmentida por los acontecimientos a la vista de legos y doctos, la teoría se erige en una especie de teología y subsiste inalterable en lo sustancial e impermeable a la gravedad de los hechos, sean éstos el paro y la pobreza de millones de personas, la ruina de miles de negocios, la hambruna o la guerra.
La Ley de las salidas de Say enunciaba, en esencia, que en el capitalismo la producción de bienes generaba demanda agregada efectiva suficiente para absorber la totalidad de la oferta, salvados fugaces periodos de desajuste sectorial que el mercado reequilibraría por sí solo puliendo los precios, de tal modo que la sobreproducción y la desocupación generalizadas resultaban imposibles. En los años 20, en los que Joan Robinson era estudiante y según ella misma relató, la gran síntesis de los Principios de Alfred Marshall era reverenciada como si de la Biblia se tratase, y se dibujaba en la enseñanza de la economía un modelo atemporal de equilibrio en un mercado de competencia perfecta.
El problema radicaba, entonces como ahora, en la realidad. Por asombroso que parezca, para la doctrina económica convencional la Gran Depresión nunca pudo ocurrir. Tras el colosal y terrible baño de realidad que la Segunda Guerra mundial supuso, tal fe cayó en desgracia frente a la preeminencia institucional del pensamiento de Keynes, pero fue recobrando la hegemonía a raíz de la crisis de los 70. En el final del siglo pasado y el principio del presente, a partir de la derogación en Estados Unidos de la conocida como Ley Glass-Steagall, reguladora de los mercados financieros, se extendió en los principales países industrializados el desmantelamiento de los controles públicos de la economía. Las heridas de la catástrofe que siguió aún supuran en millones de familias y vidas rotas en todo el mundo. Y, sin embargo, las quiebras bancarias conocidas estas semanas y la persistencia en el error de entidades como el Banco Central Europeo prueban que la capacidad de aprendizaje de las élites políticas y económicas resulta ser estremecedoramente pobre.
Joan Robinson, para muchos, entre quienes me cuento, la economista de mayor talento del siglo XX, hizo más que nadie por someter a crítica y desvelar las fragilidades del mítico edificio en que la teoría económica se había convertido. Tuvo la oportunidad de participar en el selecto círculo de economistas (el Circus) que discutió la elaboración de la Teoría general de Keynes con el mismísimo maestro, para lo que fue convocada por el economista italiano Sraffa, quien en un celebrado artículo que había visto la luz en 1925 ya había cuestionado el paradigma de la competencia. Ella desarrolló la teoría de la competencia imperfecta desde Cambridge casi simultáneamente a la publicación en Harvard por Edward Chamberlin de su trabajo acerca de la competencia monopolista.
Todavía en aquella obra se sirvió de las herramientas de la ortodoxia neoclásica, pero más adelante rompió las costuras de Marshall y Pigou, e incluso rebasó la frontera de la revolución keynesiana, después de haber ejercido como su más concienzuda divulgadora. Se convirtió en la principal figura de la corriente poskeynesiana (de keynesiana de izquierdas se calificó ella desde muy pronto) con motivo de la polémica acerca de la medición del capital como factor de producción y su influencia en la distribución de la renta. Se suele aludir a ella como la “controversia de las dos Cambridge”, por referencia a la Universidad de Cambridge en el Reino Unido, por un lado, y al Instituto Tecnológico de Massachusetts (en Cambridge, Estados Unidos), de la parte de los promotores de la síntesis neoclásica Samuelson y Solow.
La maduración más completa de sus ideas se concentra en La acumulación de capital, la más notable de sus obras, aquélla que la propia autora siguió considerando hasta el final de su vida como su mayor contribución a la teoría económica, aun reconociendo que se trataba de un texto de lectura difícil. El título coincidía con el del principal trabajo económico de Rosa Luxemburg, por quien Joan Robinson sentía profunda admiración y en quien encontró inspiradoras ideas para el estudio del desarrollo del capitalismo. También en Marx. A pesar de todas las diferencias, entendió que el progreso de la economía dependería de su esfuerzo por resolver los problemas que Marx había planteado. A él dedicó un ensayo que le granjeó la ira de no pocos devotos de una y otra escuela.
Su reproche principal a la teoría hegemónica apuntó siempre al árido formalismo de modelos estáticos que ignoraban la dinámica real de la economía, y que dejaban a aquella al margen de los verdaderos problemas de la sociedad a la que la teoría debía servir. De entre ellos, sobre todo el de intentar comprender de qué modo se distribuye el producto social entre las diferentes clases sociales.
La enumeración, incluso somera, de sus obras, de sus aportaciones y del sinnúmero de polémicas en las que intervino, siempre con tanta vehemencia como apertura de miras, rebasa en mucho la extensión de un artículo. Del juicio que mereció a los más ilustres economistas de su tiempo quedó constancia en las palabras de muchos de ellos. Keynes la tuvo por la más seria y brillante de sus discípulos. Schumpeter alabó su genuina originalidad y utilizó su primera obra, La economía de la competencia imperfecta, como libro de texto. El Nobel Amartya Kumar Sen, en cuyos estudios sobre las causas de la pobreza y del desarrollo humano puede rastrearse la huella de Joan Robinson, supervisora además de la tesis doctoral del economista indio, la definió como “totalmente brillante, pero vigorosamente intolerante”. Expresión esta última que alude con seguridad a un temperamento enérgico del que también quedaron numerosos testimonios, así como a la fuerza de sus convicciones, señales de su honestidad intelectual ajena a cualquier dogmatismo.
“Desearía que dejaran de halagarme y en su lugar respondieran a las cuestiones que planteo”, espetó en su madurez a sus colegas de profesión, en un periodo en el que comenzó a cuestionarse el propio modelo de crecimiento económico. Son el rigor con el que afronta los problemas económicos, su férreo realismo y su capacidad para captar las ideas útiles sin mirar tribu de procedencia -virtud de ella que sedujo a Galbraith- los rasgos que hacen imprescindible, para comprender nuestro turbulento presente, recuperar el legado de Joan Robinson.
Por supuesto, por su condición de mujer, en un terreno de tan escasísima presencia femenina en su época como la economía, y por su permanente crítica a las ideas dominantes pagó un alto precio. Su genio fue tan manifiesto que no quedó otro remedio que reconocerlo. Pero en Cambridge sólo se la contrató como profesora ayudante, sin que se le concediera la cátedra hasta los 62 años de edad. Se barajó su nombre como candidata al Nobel que, por supuesto, jamás se le concedió. Y aún hoy es tarea imposible encontrar ninguno de sus libros en español, salvo viejos ejemplares de segunda mano de ediciones hace mucho descatalogadas, incomprensible injusticia que algún editor audaz debería atreverse a remediar.
Joan Robinson habla a nuestro presente y su voz va más allá de las fronteras de la academia (hay que estudiar economía para “evitar ser engañados por los economistas”, dijo). Ella puso sobre la mesa los problemas cruciales que siguen siendo los nuestros. “¿Quién se atreve a negar que el futuro es incierto…?”, se preguntó en un delicioso librito titulado Herejías económicas. “Incluso si las crisis que están apareciendo se superaran y estuviéramos frente a una nueva era de prosperidad, todavía persistirían los problemas más profundos”.
Ella dedicó su vida a afrontarlos. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.