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(Re)descubriendo la violencia policial

“Bilbao. Un chico con problemas psicológicos que estaba en la calle detenido y agredido por la policía a pesar de que su madre ha salido a explicarle a los agentes su situación. La madre del chico trata de explicar a los agentes pero estos responden agrediéndola y lo mantienen detenido. Los vecinos que están siendo testigos de la agresión protestan desde sus balcones”.

Se trata de una de las últimas agresiones policiales denunciada en redes sociales por el periodista valenciano Miquel Ramos, quien está haciendo una recopilación diaria de los abusos policiales durante el estado de alarma. Habla de una madre y su hijo magrebíes brutalmente reducidos en el bilbaíno barrio de San Francisco, tomado policialmente hace unos días y que, cuenta con un largo historial de violencia policial contra personas no blancas.

Es importante señalar esto último porque existe una violencia policial específica que se da contra unos cuerpos determinados, migrantes y racializados. Esta es la violencia policial racista que ubicamos dentro del racismo institucional en una sociedad donde el racismo es estructural.

Las redes sociales se han convertido estos días en un espacio de reacciones que demuestran que recién se está descubriendo este tipo de violencia. Es ahora, en una situación de excepcionalidad que lleva a un encierro forzado por coronavirus que visualizan desde sus balcones, y desde sus pantallas, cuán peligroso puede ser encontrarse con un agente de policía y cómo las consecuencias varían según cómo sea leída la persona por el agente, en términos raciales.

Hemos dicho antes, que ahora la población general puede entender como es vivir expuesto a las identificaciones por perfil racial, tan denunciadas y por las que este país ha sido condenado. No obstante, lo que para una persona blanca española puede ser algo anecdótico y molesto, para una persona migrante y racializada es una cotidianidad que puede acabar con un fatal desenlace, desde los abusos a la expulsión del país.

Para comprender esta actuación policial es fundamental entender que quienes la llevan a cabo no “son manzanas podridas dentro del cesto” que acaban dando “mala imagen al resto”, en una estructuralidad racista, el cuerpo policial como garante del orden, refuerza el orden establecido que no es otro que un orden racista. Como señala Ainhoa Nadia Douhaibi, educadora social e investigadora de los dispositivos racistas del Estado, este es un “cuerpo corporativo que actúa como representante de la seguridad determinando qué es y qué no es seguro, en base a mandatos políticos que garantizan el 'orden público' que los gobiernos determinan”.

El control policial racista es la extensión del control fronterizo, solo que se da dentro de las fronteras contra aquellos que han conseguido cruzarlas. La frontera la marcan aquí los cuerpos de las personas, por eso esta violencia contra las y los no blancos es extensible a la población gitana, a quienes se aplican los mismos dispositivos racistas. Selim Nadi explica que el Estado “a través de la experiencia de su violencia física organizada: ¡la policía! Los no blancos son las principales víctimas de la violencia y los homicidios policiales. Encerrándolos, reprimiéndolos cuando se manifiestan, controlándolos constantemente en las calles, el Estado cumple con su papel de coacción e impone a los sujetos post-coloniales una amenaza permanente que pretende su inmovilización política”.

Esta forma de proceder desde la institución lleva años siendo denunciada por personas migrantes y racializadas, y colectivos y asociaciones antirracistas que, a diario, reciben numerosas quejas y testimonios de abusos y atropellos por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Es ahora que una sociedad hipersensible a la cuestión, ve en estos abusos la posibilidad de ser aplicados sobre cualquiera, aunque en diferentes grados, porque la consecuencias no son iguales para todos. De la misma forma que, el cierre actual de fronteras no hará que la población blanca europea sienta en sus pieles lo que implica enfrentarse a las políticas de control migratorio, porque estas medidas son para proteger a una ciudadanía no para alterar el orden racista y colonial determinado por unas reglas que impone manu militari el Norte sobre el Sur Global.

Tenemos que insistir, los cuerpos afectados por el perfil racial son los cuerpos no blancos, que entran en esta relación de poder como sujetos sometidos a redadas, persecuciones y abusos construidos desde categorías sociales asociadas a la peligrosidad, el crimen y la delincuencia almacenada en nuestro imaginario social durante años y vinculadas a la idea de raza. Una idea que jerarquiza a personas y grupos sociales a los que atribuye unas características sociales, culturales y físicas compartidas, al tiempo que establece diferenciación con el resto de población blanca española. En el momento en el que se da esta asociación, se produce una racialización y entonces posibilita el uso de perfiles raciales, como sostiene Douhaibi, siguiendo a Gilroy en 'The myth of black criminality' y a Tania Patel en 'Race, Crime and Resistance'.

Llevamos tiempo asistiendo a esta criminalización, que alimenta y normaliza la discriminación. En consecuencia, se ha venido generando una indiferencia en el espectador, que con frecuencia se traduce en impunidad del agente por la normalidad de que identifique y actúe de forma abusiva contra unos cuerpos que son, según el imaginario social “los más peligrosos”. La exhibición de las paradas por perfil racial, han venido reforzando el estereotipo que tienen las personas blancas al asociar crimen con determinados grupos raciales. Mientras, las personas identificadas se hallan entre el miedo y soledad a pesar de verse rodeados de viandantes. Esta práctica que tiene lugar dentro de las fronteras españolas ha servido y sirve para recordarnos quién pertenece y quién no.

Además, la indefensión y el riesgo se incrementa cuando estas identificaciones se dan contra personas en situación administrativa irregular. En este último caso se observa con más claridad el funcionamiento del racismo institucional, donde las redadas y el uso del perfil racial son parte del engranaje que antecede ser encerrado en un CIE y después deportado.

Pongámonos en el supuesto de que una de esas actuaciones abusivas grabadas desde los balcones se dan contra una persona en situación irregular, nada nos garantiza que no se vayan a aplicar la expulsión del país en un contexto en el que el Gobierno español se niega a cerrar los CIE y parar los vuelos de deportación, cuando organizaciones como SOS Racismo Madrid señalan desde hace años que las personas que denuncian abusos en los CIE son expulsadas aprovechando su estatus administrativo.

Es momento de confrontar las violencias porque igual que el COVID-19 afecta de forma diferente según la clase social, afecta de forma desigual según la condición racial. Desde la plataforma Defender a quien Defiende han remitido al Ministerio de Interior una serie de abusos policiales documentados en los que piden que se investigue los abusos policiales cometidos en el marco de la crisis del coronavirus y recuerdan que el estado de alarma no es excusa para la violencia policial.

Otros colectivos como el Comité de Emergencia Antirracista y SOS Racismo Catalunya están lanzando campañas para denunciar y visibilizar en redes sociales a través de HT como #EmergenciaAntirracista y #QueSeVeaelRacismo. Al mismo tiempo, colectivos organizados contra el Antigitanismo, como Kale Amengue denuncian que el Estado de Alarma está sirviendo para aumentar la violencia hacia las personas racializadas, por lo que exigen a la población grabar las actuaciones policiales para su control. Para que ningún abuso quede impune.