Referéndum a la francesa
Prácticamente al comienzo de la película francesa “Mayo de 1940”, hay una escena especialmente deliciosa. Reunidas las fuerzas vivas de un pequeño pueblo en la zona de Arràs (en la frontera con Bélgica), el alcalde propone comprar un costosísimo aerogenerador para el que, según su información, podrían conseguir después ayudas del Estado. Tras su alegato, al principio de manera tímida, se va sucediendo alguna objeción, siendo la principal la que se refiere a que el comienzo de la hostilidades con Alemania parece inminente; en ese caso, argumenta un paisano, es difícil pensar que Francia vaya a dedicar recursos a otra cosa que no sea el esfuerzo bélico.
El alcalde replica que lo de la guerra es poco probable, pero lo cierto es que parece que la reunión se le va yendo de las manos y más voces critican la inversión. Asustado, decide cortar el debate y propone votar inmediatamente. Al vuelo, la pregunta que plantea a los reunidos es la siguiente:
- ¿Votáis por la modernidad, o por el contrario elegís el inmovilismo? El que vote por la modernidad, que levante primero la mano.
Sumidos en la perplejidad y sin capacidad de reaccionar, se van levantando las manos por “la modernidad”, también incluso por parte de aquellos que plantearon objeciones (a ver quién va a elegir “el inmovilismo”…). Así que se compra el artefacto. Solo unos meses después, la Wehrmacht ocupaba el pueblo y los vecinos salían huyendo hacia Dieppe.
La escena es un ejemplo maravilloso de los peligros que encierra el plebiscito como método para solucionar decisiones complejas. En esos términos, lo mismo hubiera sido que finalmente la guerra no estallara. La solución correcta ante una decisión de tamaña trascendencia, que hipotecaba a prácticamente todo el pueblo y que comportaba muchas variables a estudiar, es que el debate se hubiera prolongado y solo en última instancia, ante el mantenimiento de posturas claramente enfrentadas, se resolviera con plena información y consciencia por todas las partes.
Con esto no pretendo hacer una denuncia general del referéndum como herramienta, sino solo advertir que su aplicación no puede ser indiscriminada como método de resolución de conflictos. De hecho, es un método que todas las democracias avanzadas contemplan como excepcional (incluso aquellas que lo utilizan con más profusión) y que de alguna manera se contrapone filosóficamente con la vocación de componedora de los sistemas parlamentarios. En efecto, nuestros estados de derecho pretenden diseñar sociedades en las que mediante el acuerdo, se establezcan unas coordenadas básicas que permitan la convivencia pacífica entre filosofías y pensamientos radicalmente alejados.
Evidentemente, pretendo hablar de Catalunya (después de la proeza de no citar la palabra en la primera parte del escrito). Lo más rechazable del planteamiento de un referéndum de segregación es que, tras un tiempo irrelevante en términos históricos, hay quien haya decidido que la única salida para el conflicto es el todo o nada, la cara o la cruz; que en un panorama de crispación y complejidad como el que preside la sociedad catalana (y española), se abandone la posibilidad del acuerdo de forma absoluta. Es evidente que la torpeza política de la derecha española (que prácticamente la ha convertido en irrelevante en Catalunya) ha abonado el campo para que lleguemos a esta situación. Pero también es evidente que la contingencia de un eventual gobierno del PP en Madrid, no puede justificar por sí mismo una medida estructural como la segregación, que tiene difícil vuelta atrás. De hecho, parece haber resultado irrelevante para quienes dirigen “el procés” el que, tras las últimas elecciones, el PP se encuentre en minoría en el Congreso de los Diputados; como si eso no hubiese cambiado nada y no se dieran un cúmulo de posibilidades alternativas.
Es cierto que las encuestas muestran que hay una mayoría de catalanes/as que quieren votar, pero también es cierto que cuando se someten a consulta otras opciones que incluso contrapondrían la anterior (como una reforma federal), las mayorías favorables también son amplísimas. Y he aquí una de las trampas de la utilización del referéndum binario para solucionar una cuestión tan compleja como la que contemplamos (y que afecta a la convivencia de forma tan dramática como la que estamos viendo estos días). No digamos si ya, de forma unilateral, se rompe con la legalidad vigente y se desencadenan unas consecuencias de pesadilla, muchas de cuyas variables ya no están ni en la mano de ambos gobiernos. Lo que está sucediendo mientras escribo estas líneas es un ejemplo de lo que solo puede empeorar.
No estamos en Agosto de 1914, no hay ningún mecanismo que tenga un resultado final irreversible. Nunca es tarde para el diálogo y para parar máquinas, somos una sociedad digital avanzada que ejecuta decisiones en tiempo real. Es evidente que estamos ante un dilema político que no solucionarán ni los tribunales, ni la Guardia Civil, ni los Mossos, por lo tanto no tomemos decisiones que hagan que sea inevitable que estos cumplan con su cometido. El martes se ha constituido por amplísima mayoría una Comisión de Reforma Constitucional en el Congreso, que puede ser un espacio de reencuentro. Allí es tiempo de retomar los argumentos y abandonar las soflamas, allí tenemos una oportunidad.
Es obvio que hay un divorcio emocional entre Catalunya y el resto de España que hay que solucionar y que, tras la sentencia que anulaba artículos del Estatut de Catalunya, también hay un déficit de representatividad que solo se solucionará votando. Pero, como decía anteriormente, hay muchas maneras y cosas que se pueden votar. Somos los políticos los que no debemos abjurar de nuestra responsabilidad y ponernos de acuerdo en una reforma constitucional en la que las diferentes maneras de sentir la pertenencia, puedan sentirse con encaje. Y que sí, que finalmente ratifique (o no) el pueblo español y catalán en referéndum. ¿Antes de “apretar el botón nuclear”, no merece la pena intentarlo?