Tras la celebración de las elecciones generales del 26 de junio, el rey Felipe VI ha cumplido esta semana con su cometido constitucional de mantener las oportunas reuniones con los representantes designados por las fuerzas políticas con representación parlamentaria. El objetivo último de estos encuentros no es otro que el de proponer un candidato que intente obtener la confianza del Congreso de los Diputados para formar gobierno.
Tras esta primera ronda de consultas, el Jefe del Estado propuso ayer por la tarde a Mariano Rajoy como candidato. En rueda de prensa el presidente del Gobierno en funciones comunicó que había aceptado el encargo. La sorpresa generalizada emergió cuando, a la pregunta de los periodistas acreditados en Moncloa, Rajoy indicó que no aseguraba presentarse a una sesión de investidura. El supuesto de hecho en cuestión, inédito, merece un análisis de fondo.
En primer lugar, es oportuno recordar que nadie está obligado a afrontar la candidatura ofrecida por el Rey. La lógica del Derecho impone que ninguna persona deba postularse para un determinado cargo público contra su voluntad. La validez de este general enunciado vino ratificada el pasado mes de enero cuando el mismo Mariano Rajoy rechazó someterse en aquella ocasión al debate de investidura sin que ello generara discrepancias más allá de lo estrictamente político.
Admitida, pues, esta posibilidad, es imprescindible en segundo lugar comprender qué supone aceptar la candidatura. El artículo 99.2 de la Constitución es claro en este sentido: “El candidato propuesto expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara”. El precepto no consagra la posibilidad de que el candidato decida libremente la realización de este cometido, sino que describe en términos inequívocos el contenido del mandato asumido. Dicho de otro modo, el encargo no consiste en explorar la posibilidad de formar gobierno, sino en presentarse a una sesión de investidura. Esto no impide, claro está, que el candidato no tenga los números cerrados en el momento de aceptar. A fin de que pueda recabar los apoyos que aún le falten, el Reglamento del Congreso deja libertad al Presidente de la Cámara para fijar la fecha del pleno. Pero si llegado el día señalado el candidato no ha resultado exitoso en su búsqueda de aliados, ello no le habilita en modo alguno para eludir su responsabilidad.
De esta manera, la figura de una aceptación condicionada resulta ciertamente inverosímil. Ello no obsta para poder imaginar algunos supuestos en que el candidato pueda renunciar al encargo ya aceptado: la cláusula de fuerza mayor debe considerarse siempre abierta, de manera que en ocasiones graves (enfermedad, grave situación personal) no parece tener sentido obligar al candidato a culminar su mandato acudiendo a la investidura. Pero dejar en sus manos la determinación discrecional de cumplir o no el encargo según conveniencia política queda fuera del marco constitucional.
En tercer lugar, se atisban en el mensaje del candidato Rajoy elementos que bien podrían llevar a la conclusión de que la aceptación de la candidatura se produce con fines espurios. En su rueda de prensa repitió en varias ocasiones que seguiría negociando, “pero esta vez ya con el encargo del Rey”. Se daba a entender que su posición ahora estaba reforzada, queriendo de algún modo traspasar la presión a sus adversarios políticos. Esta posición, unida a la no confirmación de presentarse a la sesión de investidura, puede sugerir que el candidato ha asumido el encargo con el único fin de instrumentalizarlo con fines políticos, lo que supondría un fraude de ley (constitucional) extraordinario.
En cuarto y último lugar, caso de llegar a producirse la renuncia del candidato tras haber aceptado la propuesta del Rey, no puede desconocerse la dificultad de hilar consecuencias jurídicas a una actuación de este signo. No es imaginable la “ejecución forzosa” de la obligación de que el candidato deba presentarse en el pleno del Congreso para dar cumplimiento a su cometido. Esta dificultad, lejos de rebajar la gravedad del asunto, la intensifica enormemente. Con una actuación tal el candidato estaría poniendo contra las cuerdas el sistema y convirtiendo de algún modo en papel mojado el dictado constitucional al respecto.
Además, con su afirmación el candidato ha venido a generar una indeseable incertidumbre jurídica. Recuérdese que en el actual estado de cosas el plazo de dos meses para la convocatoria de nuevas elecciones empieza a correr a partir de la primera votación de investidura. Si finalmente no se celebrara la sesión, el reloj seguiría congelado y el país continuaría no solo sin gobierno sino también sin fecha prevista para una hipotética nueva convocatoria electoral. Dar tiempo al candidato para que pueda forjar acuerdos tiene todo el sentido del mundo: hay que facilitar al máximo la labor al representante que asume el reto. Pero ello pierde su razón de ser y pasa a convertirse en una nociva pérdida de tiempo si la aceptación del mismo no es incondicional.
Nadie ha impuesto a Mariano Rajoy aceptar el mandato. Pero, una vez asumido, la Constitución le impone una misión muy clara. Y debe cumplirla.