Decía Marx que cuando la historia se repite suele hacerlo en forma de comedia. Esperemos que no sea así con las y los millones de refugiados que vendrán de Ucrania a la Unión Europea a causa de la guerra desatada por el último dictador que queda en Europa; y que, de una vez, establezcamos un sistema justo y solidario de protección internacional en el espacio Schengen.
Los refugiados que hace 70 años cruzaban el “telón de acero” – como lo llamó Churchill – eran acogidos inmediatamente en Europa occidental. Para ellos se creó el Convenio de Ginebra de 1951 (completado luego con el Protocolo de Nueva York de 1967). Las guerras producen muertes y refugiados, esencialmente. La II Guerra Mundial lo hizo. Dividió Europa en dos y hubo que crear un ordenamiento jurídico para quienes podían escapar de la zona dominada por la Unión Soviética. No fueron muchos.
El sistema de protección de 1951 es bastante claro. Si una persona llega a la frontera de un país firmante del Convenio solicitando acogida porque el Estado del que huye no le proporciona protección, o le persigue por razón de nacionalidad, raza, género, creencias, ideas políticas u orientación sexual, tiene derecho a obtener asilo. En todo caso, hay un principio fundamental que está en el corazón de la legislación de asilo: el de “non refoulement”. Es decir, no se puede rechazar o devolver a una persona a otro país en el que su vida o integridad física corra peligro real. Es un principio sagrado. Que ningún gobierno debe transgredir.
En España lo anterior se expresa en la vigente Ley de Asilo de 2009, a la que aún le falta un Reglamento que la desarrolle.
Esto es la teoría. La práctica ha resultado ser más difícil. Desde 1951, hasta hoy, los miles de solicitantes de asilo provenientes de países en conflicto, especialmente de África o Asia, han encontrado dificultades para entrar en los países desarrollados y democráticos del continente europeo.
La Unión Europea tiene algunas atribuciones en materia de inmigración o asilo, según los Tratados. Pero a lo más que ha llegado en la realidad es al llamado Reglamento de Dublín II. Según éste, el primer Estado al que llegue un solicitante de asilo está obligado a examinar y decidir sobre esa solicitud y, en su caso, a aceptarlo en el territorio del Estado en cuestión. Con la consecuencia de que la carga más alta al respecto la vienen soportando los países mediterráneos, España entre ellos, sin posibilidad de distribuirla solidariamente con otros países miembros de la Unión Europea.
Hubo un momento crítico en 2015, cuando, a causa de la guerra civil en Siria, presentaron demanda de asilo en Europa más de un millón de refugiados. Se pudo afrontar el desafío gracias a la decisión generosa de Angela Merkel, pero, a la vez, acordando que había que “externalizar” el asilo en Turquía, que ahora acepta varios millones de refugiados a cambio de 6.000 millones de euros. Un remedio inestable e injusto.
Pero era inevitable, porque los países del llamado grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) sencillamente se negaban, y se niegan, a abrir sus fronteras, ni a inmigrantes ni a solicitantes de asilo. Y también se niegan a compartir cargas con los países del sur de la UE.
¿Qué sucederá ahora? Pues que Polonia va a recibir – y afortunadamente, a aceptar- las decenas de miles de hombres, mujeres, niños y niñas ucranianos que tratan de huir de la violenta entrada del ejército ruso en su patria. Lo mismo harán otros países del este de la Unión Europea hasta ahora cerrados al asilo. La historia, pues, se repite. De nuevo llaman a la puerta de la Europa democrática millones de personas que quieren atravesar el telón de acero reconstruido virtualmente por Putin al convertirlo en objetivo político nuclear (nunca mejor dicho).
La Unión Europea debe dar acogida a esas personas que huyen de la guerra y darles protección internacional, invocando la hasta ahora inaplicada Directiva del 2001. Pero no se debe quedar ahí. Es el momento de edificar un verdadero Pacto de migración y asilo europeo. Un Pacto que esté, no sólo abierto a quienes pidan protección a un país de la Unión, sino también creador de una arquitectura de reparto de las cargas (y beneficios) que implican las migraciones, a través de reubicaciones y reasentamientos entre otras cosas. Si no se hace así, habrá refugiados de primera (los que vienen huyendo del nuevo “telón de acero”), y de segunda, los que vienen en pateras desde África.
Será un paso hacia delante – que hasta ahora ha dividido a los Estados miembros de la Unión y a los partidos políticos europeos- para proteger por igual a quienes piden asilo, sean quienes sean, y vengan de donde vengan.