Apuntaba el frankfurtiano Walter Benjamin que detrás del auge de la extrema derecha siempre estaba algún fracaso de la izquierda. La mera existencia de una izquierda con fuerza siempre asusta a las élites, de manera que, si amagan y no golpean, van a sufrir el castigo de los poderosos sin siquiera haber sido capaces de atenuar el golpe poniendo al pueblo de su lado. Es lo que pasó en Italia con el ascenso del fascismo, con un partido socialista muy vocinglero y poco ejecutivo, y también en Alemania, donde de nuevo la socialdemocracia no quiso coger las armas para frenar a los nazis cuando disolvieron el Land de Prusia, antes de su ascenso al poder.
Si la discusión sobre el futuro del espacio a la izquierda de la socialdemocracia se quiere ver en el desencuentro entre Sumar y Podemos, a nadie debe extrañarle el notable crecimiento de la extrema derecha. Porque una conclusión, a vista de pájaro, de las elecciones europeas da una izquierda dividida y sin éxito en casi todos lados y una derecha dividida -o no- pero con éxito en casi todos los países.
La crisis de 2008, como todas las grandes crisis del capitalismo, salió principalmente por la izquierda, especialmente en España, donde el 15M se entremezcló con el regeneracionismo tan propio de un país, España, con “demasiados retrocesos” en su historia. Como buen país católico, somos muy irreverentes y muy obedientes, pero cuando saltamos lo hacemos dando manotazos que pueden ser más o menos virtuosos. Igual montamos una acampada hermosa en la puerta del Sol de Madrid o pedimos armas al gobierno de la República que votamos al Cobra, a Chikilicuatre o a Alvise Pérez.
El auge de la extrema derecha lo hemos explicado en muchos lugares: en los setenta el neoliberalismo aprovecha la crisis del keynesianismo para ejecutar su “venganza de los ricos”. La crisis de 2008 les dejó sin argumentos y ante el enfado popular decidieron, asustados por un regreso de la izquierda, dar una vuelta más de tuerca. Es cuando cuajan los Trump, los Bolsonaro, los Kast, las Cayetanas y Ayusos, Abascal, el negro de Vox y la dipsomanía de algún eurodiputado de malas digestiones. Con la paradoja de que la izquierda empezó a defender la democracia liberal que le impedía desarrollar su programa, mientras la derecha, que se beneficiaba de ese marco, pateaba las constituciones con fake news, jueces corruptos, empresarios canallas, medios vendidos y policías dizque patrióticos.
En España, el 15M asombró al mundo y pilló a la izquierda con el pie cambiado. El PSOE empezó una deriva terrible que acabó, de la mano de Pérez Rubalcaba, ejecutando al que luego, con el viento de cola de las plazas, sería su Secretario General. Izquierda Unida no entendía que el asunto no era el “programa, programa, programa”, sino que sus siglas y sus líderes parecían de otro siglo. Surgió entonces Podemos, una fuerza telúrica que llegó a sumar –entonces sí– cinco millones de votos. Como partido con tintes posmodernos, Podemos pensó que le bastaban las televisiones para romper la pana. Ni a Errejón, que siempre soñó en su mundo paralelo ser un Perón de Aravaca, ni a Iglesias, que siempre repite, hablando en tercera persona, que Podemos era él saliendo en televisión en prime time, algo parecido a un partido les sobraba. Y ese desprecio al territorio, junto a los brutales ataques del régimen del 78, más la paranoia que se le inyectó a su dirigencia hizo el resto (la verdad es que fundamentada, que algunos hemos tenido hasta quince juicios y querellas y Montero e Iglesias sufrieron un año a los fascistas en la puerta de su casa). Las traiciones desde dentro o cerca, terminaron robándole un cero a una fuerza de cinco millones de votos convirtiéndola en otra de apenas quinientos mil. Lo que no pudo hacer el régimen del 78 lo hicieron Errejón y Yolanda Díaz.
Sumar empezó mal y tenía que terminar mal. En Verdades a la cara, Pablo Iglesias cuenta cómo fue la operación de Yolanda Díaz de regalarle a una persona que no tenía carnet de Podemos y sin Asamblea mediante, la vicepresidencia y la dirección del espacio político a la izquierda del PSOE. Dice en ese libro que sólo a un servidor le pareció mal. Ese episodio merece todavía una pensada. Apenas una semana después de que saliera el libro a la calle a él tampoco le pareció la mejor de las ideas –ya se había reunido Yolanda Díaz en Valencia con todas las líderes de la izquierda salvo Belarra o Montero– y aprovechó su enorme capacidad mediática para señalar a Díaz como rea alevosa de traición personal. Un problema de una fuerza joven como Podemos es que todo se lee siempre en clave personal. Cuando nos llegó la ley de hierro de la oligarquía, el destrozo, con esas claves, fue enorme.
Yolanda Díaz se creyó, con una ingenuidad enternecedora, que alguna vez iba a sustituir a Pedro Sánchez. Por eso mimetizó su discurso con el del PSOE y necesitaba dar por muerto a Podemos -aquí le salió la crueldad-. En ambos cometidos, obviamente, tuvo el incalculable apoyo del periodismo de raza -de raza corrompida- que le hizo vivir también a ella en un mundo paralelo. Permitirse el lujo de vetar a compañeros, de ningunearles en el parlamento y hasta de dejar que les empujaran para que no salieran en la foto -como ocurrió en la Feria de Sevilla- fue clavando los clavos de su ataúd político.
Izquierda Unida acompañó a Díaz pensando que iba a ganar la centralidad que tenía antes de Unidas Podemos. Pese a toda su experiencia terminaron siendo representados por Errejón –que abandonó Podemos diciendo que apestaba la relación de los morados con los comunistas de IU– y por Ernest Urtasun, que a los comunistas solo los tolera, salvo caso de fuerza mayor, en las fotos en blanco y negro de una exposición de Salgado en algún museo pijo. Colocar de número 4 al candidato de IU era una humillación. Humillar a las dos principales fuerzas a la izquierda del PSOE ha sido el principal legado de Yolanda Díaz fuera del Ministerio de Trabajo.
Díaz ha dimitido de Sumar, pero no lo ha hecho de la vicepresidencia. Debiera recordar que Iglesias le dejó la vicepresidencia para que rearticulara el espacio de esa izquierda que, muy al contrario, ha dinamitado. No parece nada coherente. Le doy este dato por si le sirve.
Alvise, el community manager de Toni Cantó, y sobre la base de bulos, ha sacado casi los votos de Sumar y más que Podemos. Por ir divididos, la tercera fuerza política ha vuelto a ser VOX. La unidad en la izquierda –que debiera ser de las bases, no de los dirigentes– es ahora mismo imposible. Los militantes de Podemos están sangrando por las heridas de las humillaciones y la ira que se tienen entre sí los líderes de los diferentes partiditos hace parecer imposible cualquier diálogo.
Podemos tiene en su mano no volver a equivocarse. Es el espacio que nace del movimiento de las calles –como en su día le pasó a IU– y su responsabilidad es mayor que la de cualquier otro partido. Por eso debe obrar desde la generosidad e intentar volver a ser la nave nodriza de la izquierda (Iván Redondo, que es más joven, lo llama “motor Podemos”). Es bueno que la gente airada cambie de aires y que la gente sensata y dialogante -Ione Belarra lo es- haga un llamado tanto a los que se fueron como a los que tienen que venir y, por supuesto, a los que pueden acercarse, aunque solo sea para caminar cerca. Es evidente que algunos no van a querer ni sentarse a dialogar: que lo sepa el pueblo. Y mientras tanto, y sabiendo que la noche del fascismo está cayendo sobre Europa, se trata de activar el ánimo de recomenzar y volver a ser esa fuerza política que asaltó los cielos de la política sonriendo, haciendo ruido y movilizando a millones.
Otras opiniones sobre la dimisión de Yolanda Díaz:
Templanza, que la situación es grave, por Alberto Garzón
Lo político y el desencanto, por Elisabeth Duval