Justo hace tres años, en nuestra añorada normalidad prepandémica, viajaba a Venecia para hacer una estancia investigadora. La experiencia me permitió entrar en contacto con su realidad y entender que tras la Venecia turística hay una ciudad en la que sus residentes intentan llevar adelante su vida cotidiana de la mejor manera posible en cada uno de los sestieri (los seis barrios en los que está estructurada).
En las conversaciones sobre la ciudad, con personas muy diferentes, muchas de ellas me señalaban que trabajan allí, pero vivían en alguno de los municipios del entorno. Una buena parte había vivido durante un periodo en Venecia, pero finalmente había decidido mudarse para tener una cotidianeidad más fácil y económicamente más asequible.
Entre los que todavía habitaban la ciudad, me llamó la atención que en algún momento de nuestras conversaciones señalaban siempre que vivir y habitar Venecia se había convertido para ellos en una cuestión de “resistencia”: Si querían seguir allí, donde estaba su vida, no les quedaba otra posibilidad que resistir, haciendo renuncias ante la creciente turistificación que les venía dejando sin dotaciones, espacio público, comercio de proximidad, vivienda y ocio asequible, etc. El cariz que había tomado la política local también les había dejado sin la posibilidad de participar respecto a las decisiones sobre el desarrollo de la ciudad, incluso sobre las más locales, relativas a los sestieri. A esta situación es a la que autores como Salvatore Settis se refieren cuando hablan de la agonía de Venecia.
Todo esto ha vuelto a mi cabeza de manera recurrente a lo largo de los últimos años, al no poder evitar ver paralelismos entre el proceso que observé y me referían en Venecia y lo que se está verificando en el Distrito Centro de Madrid. Se trata de dos ámbitos y ciudades muy diferentes pero que, como tantas otras, presentan similitudes en relación a los procesos económicos que las están transformando. Vivir en el Distrito Centro se está convirtiendo también en una cuestión de “resistencia”, de vivir haciendo renuncias para hacer frente a una vida cotidiana que va haciéndose más difícil en base a las dinámicas que lo están transformando.
El Distrito lleva tiempo inmerso en una creciente turistificación que hasta hace unos años no era preocupante, al convivir de manera más o menos equilibrada con el uso predominantemente residencial y el modelo basado en barrios de proximidad que ha venido caracterizando al Centro. Sin embargo, este proceso se ha seguido potenciando, o al menos no se ha limitado, habiendo dado lugar poco a poco a áreas cada vez mayores que dejan de funcionar como ámbitos de proximidad y cotidianeidad para los residentes. Aunque la cuestión tiene consecuencias para todos, las personas mayores, los niños, y quienes realizan los cuidados son los colectivos que sufren en mayor medida los efectos de este cambio.
El Distrito está siendo objeto de una dinámica compleja de transformación, no siempre explícita, donde los factores más visibles de turistificación vienen de la mano de la proliferación de las viviendas de uso turístico y de la falta de decisión institucional a la hora de limitar su número y aplicar la regulación vigente, así como de la continua conversión de edificios de otros usos (muchos de uso residencial) en hoteles o edificios de viviendas de alquiler turístico.
La concentración de oferta de hospedaje en el Distrito, y en concreto en algunas zonas del mismo, no es neutral y está teniendo efectos en el carácter del espacio público, así como en la desaparición del comercio y el ocio de proximidad, y del encarecimiento del que queda. La oferta que existía se está sustituyendo por comercio, servicios y ocio orientados a los turistas a un nivel ya inasumible para todos aquellos que quieren y necesitan hacer vida de barrio.
Esta tendencia se recrudece al sumarse a ella un modelo de Distrito Centro ya consolidado y muy orientado desde hace años al ocio a escala de ciudad. Zonas enteras de los barrios del Centro han visto en los últimos 15-20 años cómo iban perdiendo la mezcla comercial y de servicios que ofrecían sus locales de planta baja para convertirse en áreas monouso orientadas a la restauración.
La intensidad de esta tendencia ha aumentado durante la pandemia, debido a que gran parte de esa actividad hostelera se ha trasladado al sanctasanctórum de la ciudad: el espacio público. Los beneficios que ofrece el exterior para evitar los contagios han hecho que muchas aceras y plazas se hayan ocupado con terrazas al servicio de bares y restaurantes en muchas áreas de la ciudad. En el caso del Distrito Centro esta cuestión ha tenido menos resonancia mediática que en el caso otras áreas, mientras que el efecto está siendo especialmente negativo, debido a que ya era un enclave con una parte relevante de su espacio público dedicado a esta actividad (partiendo de una situación cercana a la saturación). A esto se suma un tejido urbano formado por calles y plazas de pequeño tamaño donde falta espacio para el desplazamiento de los peatones, la estancia y la socialización, el juego y recreo de niños y mayores, etc.
La aparición de las denominadas terrazas-COVID se asumió por los vecindarios en el peor momento de la pandemia. Hoy siguen presentes y hay una gran incertidumbre sobre si realmente se desmontarán a partir del 31 de enero (plazo dado por el Ayuntamiento para aprobar la nueva ordenanza que regulará la cuestión). Si se mantienen serán uno de los factores que acelerarán la pérdida de calidad de vida de los residentes del Distrito, debido a que además de ocupar el espacio público, producen un volumen inasumible de ruido, incluso dentro de las viviendas, en un ámbito que ya antes de la pandemia había sido objeto de una ordenanza específica de protección acústica por la relevancia de este problema.
Todas estas transformaciones en curso están cambiando la forma en la que los residentes usan y sienten el Distrito. No solo se está viendo afectando su acceso objetivo a comercio, servicios y espacio público. Lo verdaderamente preocupante es que también se está viendo afectado su acceso subjetivo: lugares totalmente copados por actividades hosteleras de gran intensidad (sobre todo los fines de semana) van siendo descartados poco a poco por los residentes, quienes dejan de usarlos. Todo esto es solo una parte de las transformaciones que refieren y viven los vecinos y vecinas del Centro (podríamos sumar el precio de la vivienda y la gentrificación ligada al mismo, el encarecimiento de la cesta de la compra en los barrios, cuestiones relativas al tráfico y el aparcamiento, los problemas de conectividad que están planteando algunas peatonalizaciones, etc.).
La transformación que se está dando en esta parte de la ciudad pone de relieve que la situación del Distrito no es un problema estrictamente local, sino reflejo de un problema de mayor escala: un problema de modelo de ciudad, e incluso de calado metropolitano que va atrás en el tiempo. En el modelo vigente el casco histórico se está híper-especializando en el ocio y el turismo, renunciándose a dotarle de una base económica más diversa y a distribuir esas actividades también en otros distritos de la ciudad que se beneficiarían de la aparición de hoteles, de viviendas de uso turístico, de locales de ocio y restauración (que animasen sus plazas y calles, y llevaran actividad económica complementaria a la existente).
Se trata de una visión que permitiría avanzar en una ciudad verdaderamente policéntrica, más cohesionada social y económicamente, que restituyera la atención hacia ámbitos y elementos de valor social, paisajístico y simbólico de los diferentes barrios madrileños que presentan gran potencial y atractivo. Difícil implementar este enfoque si no se inicia una reflexión integrada y participativa sobre esta problemática y se actúa, porque el Distrito Centro está cercano a su punto de no retorno.
Sin embargo, no es imposible si se intenta, y es necesario para avanzar en los objetivos de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible y la Nueva Agenda Urbana de Naciones Unidas, así como de la Agenda Urbana para la Unión Europea, con los que el Ayuntamiento de Madrid se ha comprometido. Una ciudad, un distrito, no puede ser sostenible si no es capaz de sostener la vida cotidiana de sus residentes, si los lleva a mudarse por falta de calidad de vida o no les deja otra opción que vivir “resistiendo”.