Llamemos negacionismo climático a la postura que rechaza que el cambio climático de origen humano esté ocurriendo. Llamemos retardismo climático a la postura que niega la necesidad de una acción urgente o agresiva para mitigar o adaptarse a los efectos de ese cambio climático, que no se niega. El negacionismo es una postura extrema, desagradable, que hoy en día ya se sabe perdedora a nivel histórico. Todavía tiene influencia y existe en la práctica, pero se muestra en público con poca confianza. El retardismo sin embargo es más complejo, más intuitivo, puede estar cargado de buenas razones y mejores intenciones en las que podemos vernos reflejados. Es, también, la forma que seguramente adopte el negacionismo en los próximos años, y es por lo tanto problemático y criticable. En esta contradicción aparente hay un problema que es importante explorar.
En el debate sobre el retardismo se encuentran dos fuerzas de signo contrario. Por una parte, la urgencia y la ferocidad del cambio climático, la necesidad de transformar y adaptar nuestras sociedades a gran velocidad para evitar efectos dramáticos, potencialmente catastróficos. Por otra parte, la realidad incómoda de que una transición veloz ocurrirá en buena medida en una sociedad muy parecida a la que conocemos. Una sociedad con sus injusticias, desigualdades, agravios y desconfianzas. Una sociedad imperfecta con una historia compleja. La fuerza del retardismo, condensado en el eslogan “renovables sí, pero no así”, es que en él se pueden unir esas dos fuerzas contrarias, simplificando un debate casi imposible en una petición aparentemente simple: “sí, el primer problema es grave; no, no pienso pasar por alto todas las cuestiones que me definen, aunque eso implique retrasar cualquier tipo de transición energética”.
Podría parecer que al hablar de simplificaciones estoy menospreciando una postura que me disgusta. Nada más lejos de la realidad. Las posturas políticas son poderosas precisamente cuando son capaces de aunar intereses diversos, incluso contradictorios, en un eslogan fácil de explicar y fácil de asumir. En el retardismo pueden confluir una infinidad de inquietudes, muchas de ellas no solo legítimas, sino fáciles de comprender y apoyar. Pienso en la preocupación por el impacto medioambiental, por la profundización de la desigualdad territorial, en la desconfianza hacia las empresas energéticas, el Estado, y en general a la intromisión en nuestras localidades o regiones de poderes ajenos; otras pueden tener menos gancho, pero ser capaces de movilizar a una cantidad importante de personas, como el impacto en intereses empresariales muy concretos, o el simple deseo de rechazar los costes de una transición energética sin rechazar sus beneficios. Finalmente hay unos intereses muy minoritarios que no debería ser complicado aislar, como el de continuar explotando energías fósiles o los de la mayoría de fuerzas reaccionarias, por poner un par de ejemplos. Insisto, porque creo que esto es fundamental: la cuestión no es que cada parte comparta los intereses de las otras, o que al verse involucrado en esa petición se “le haga el juego” a unos u otros. La cuestión es que en la medida en que el retardismo climático pueda articular toda esta diferencia en una voz común, aunque sea temporalmente, tendrá mucha fuerza.
Mi primera reflexión es que el retardismo climático comienza a ganar fuerza en el debate público porque la correlación de fuerzas en la transición energética comienza a decantarse del lado de una electrificación acelerada. Durante muchos años muchas personas temimos que el nudo de intereses del lado de las energías fósiles, todas las inercias de un capitalismo neoliberal bien asentado, harían casi imposible no solo una transición rápida, sino cualquier tipo de transición. Sin embargo el peso combinado de la crisis financiera, climática, pandémica y militar está empezando a formar nuevas mayorías a favor de un nuevo papel reforzado del Estado, a favor de cierta planificación industrial, a favor de cierta redistribución fiscal. Esto no es el socialismo, pero tampoco es el neoliberalismo de antaño. Por una parte, el peso del sector privado todavía es abrumador, la capacidad estatal muy débil, las alianzas políticas a favor de este cambio muy frágiles. Por otra parte, en pocos años hemos visto cambios políticos al más alto nivel que hasta hace muy poco parecían impensables. Las dos cosas son ciertas, y el resultado es que hoy en día quizás ya no esté en juego la transición energética en sí, sino su velocidad y lo justa que sea a nivel social.
Esto conecta con mi segunda reflexión. Nos enfrentamos a procesos que ya tienen una potencia global, una inercia descomunal. Puede que los cambios de época en el capitalismo sean convulsos, pero una vez que están en marcha son muy difíciles de resistir. Lo sabemos porque lo hemos vivido. Los que queremos trabajar por resoluciones más justas y emancipadoras para esta crisis solemos estar en minoría, tanto numérica como de medios. Tenemos que intervenir en situaciones desfavorables y conseguir mucho en muy poco tiempo. Ante esto es frecuente caer en la tentación del autoaislamiento, preferir la derrota honorable a la pequeñísima concesión conseguida in extremis. Aquí es donde quizás sea útil recordar la otra fuerza imparable que está en juego: una derrota general ante la crisis climática haría imposible la retirada honorable, la posibilidad de esperar a otro momento más favorable. No habrá piedra bajo la que esconderse.
¿Qué proponemos? Pensamos en un nuevo contrato social que haga partícipes a amplias mayorías del deseo de una transición ecológica justa. Quien viva en un territorio machacado históricamente necesitará la confianza de que se le recompensará adecuadamente por cualquier impacto adicional en su vida. Podemos pensar en compensaciones monetarias, inversiones en infraestructuras, eliminación de otros impactos onerosos en esas zonas, mayor peso político en la toma de decisiones, en un reconocimiento de sus intereses y su agencia política. Quien viva en zonas relativamente privilegiadas, como lo pueden ser algunas ciudades, tendrá que partir del compromiso por hacerlas más autosuficientes, reducir los consumos que puedan reducirse, transformar sus entornos para hacerlos más habitables y también menos dependientes de otros lugares, ya sean de su país o de otros países. Estamos exponiendo de nuevo una idea que ya tiene cierta trayectoria, la de un Green New Deal, pero haciendo hincapié en que la parte central es la del New Deal como nuevo contrato social. Esta solución sería más justa, más rápida, y menos conflictiva. También, dada nuestra historia atravesada por desigualdades y tensiones territoriales, podría ser el primer paso necesario de una suerte de New Deal a la española.
Sin embargo, solo enumerando esta lista de fantásticas ventajas nos damos cuenta del problema. Vivimos en una época escéptica, donde las grandes promesas de transformación social tienen poca credibilidad. Los mecanismos que las hacían creíbles a partir de nuestra experiencia vivida se han derrumbado, y cargamos a nuestras espaldas con demasiadas décadas de desengaño. Quizás un Green New Deal para esta época escéptica tenga que ser un poco más humilde, incluso un poco más antipático. Quizás sean preferible promesas más contenidas pero que podamos empezar a creer, y a tocar, en poco tiempo. Que hablemos claro de perdedores y ganadores, y señalemos sin rodeos quiénes deben perder al menos un poco para que todos los demás podamos sobrevivir y vivir mejor. Es posible que la vida no sea necesariamente un juego de suma cero, pero que varias décadas de neoliberalismo nos hayan hecho inmunes a otro tipo de propuesta política. Necesitamos cambios rápidos, justos y creíbles, y una alianza de intereses lo suficientemente poderosa para resistir todas las embestidas que seguro recibiremos. Si la izquierda tiene un papel en este siglo es prepararse para esta batalla, y prepararse para ganarla cueste lo que cueste.