El rey y la separación de poderes
La semana pasada hemos asistido al último conflicto entre el poder ejecutivo y el judicial a propósito de la ausencia del Rey en el acto de entrega de despachos a la última promoción de juezas y jueces en la Escuela Judicial sita en Barcelona.
Como es sabido, la separación de poderes, al tiempo que evita su concentración, articula un sistema de frenos y contrapesos entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, sin intromisiones ni relaciones de supremacía entre ellos, con el fin último de asegurar el funcionamiento autónomo de cada uno.
En la formulación original de Montesquieu la división de poderes se erigía en una garantía de libertad frente a un poder real expansivo. Actualmente, en nuestra Constitución, nada tiene que ver el Rey con los poderes autocráticos del anterior Jefe de Estado. Privado de potestas, nuestro monarca ejerce unas funciones simbólica, arbitral y representativa. Y de hecho, para la validez de sus actos precisa de su refrendo pero no por motivos meramente formales sino porque el Rey no puede actuar de forma autónoma. Sus actos están refrendados porque su persona es inviolable. De sus actos serán responsables las personas que los refrenden. Y así, en la Ley del Gobierno se especifica, entre las funciones de los ministros, refrendar, en su caso, los actos del Rey en materia de su competencia.
Recuerda Luigi Ferrajoli que la independencia judicial y la separación de poderes fueron proclamadas en las constituciones liberales europeas como los elementos fundacionales de la organización moderna de la función jurisdiccional. Pero respondían esencialmente a un fin legitimador, asociado a la pretensión de neutralidad judicial ante las cuestiones de naturaleza política.
De ahí que la Ley Orgánica del Poder Judicial, de una parte, imponga la obligación general (poderes públicos incluidos) de respetar la independencia de los Jueces y Magistrados, arbitrando al efecto medios para garantizarla. Independencia judicial tan denostada de siempre por nuestros responsables políticos. De otra parte, prohíbe a aquellos dirigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos o corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos. Prohibición destinada a que los miembros de la Judicatura respeten el ámbito de actuación que le es propio a los otros poderes del Estado.
La decisión, no explicada lo suficiente, de impedir la presencia del Rey en el acto de entrega de despachos corresponde en exclusiva al Gobierno de la Nación que es a quien compete refrendar dicha actuación. En modo alguno supone una injerencia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Dicha decisión se basa en criterios de oportunidad política que se podrán o no compartir y de la que deberá rendir cuentas el Gobierno ante el tercer poder en liza, el Legislativo, y en última instancia, ante los electores. De ahí que, en virtud del principio de separación de poderes, era de esperar la neutralidad judicial (y de su órgano de gobierno) ante una decisión incuestionablemente política. Esa neutralidad es, por lo demás, la base de la necesaria confianza de la ciudadanía en los Tribunales de Justicia.
Se ha desatado una crisis institucional innecesaria en estos momentos de una grave emergencia sanitaria y económica. Y lo que es peor, la disputa política generada pone nuevamente el foco sobre la institución de la Monarquía tan tocada por las revelaciones conocidas en los últimos meses sobre el comportamiento de alguno de sus miembros. Además, la función integradora que realiza el Rey, acorde con su posición estructural en la cúspide del Estado, se aviene mal con los intentos de algunas formaciones políticas, con la inestimable colaboración de algunos de sus oponentes, de apropiarse de su figura metiéndolo de lleno en la contienda partidista.
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