Primera tesis: los impuestos sostienen la sanidad pública
Resulta usual y hasta casi manido justificar la existencia de los impuestos por la necesidad de financiar los servicios básicos de la comunidad, de cuya enumeración, a cualquiera de nosotros se nos pasarán por la cabeza, por delante de todos los demás, la sanidad y la educación.
No siempre se vio así. Fue en la década de 1880 cuando Bismarck introdujo en Alemania un sistema de pensiones públicas y seguro social como primera formulación de lo que, sobre la base de las ideas de Lorenz von Stein, se llamaría Estado social. Expresión que, nunca está de más recordar para tantas otras veces que se olvida, define al Estado español en el artículo primero de la Constitución de 1978. Hasta ese momento, el liberalismo clásico, bien es cierto que con significativas excepciones, no admitía otro destino a los recursos públicos que el sostenimiento de la estructura básica del Estado: defensa, orden público y justicia.
Ya en el siglo XX, y a raíz de la publicación en 1944 de la obra Camino de servidumbre por el economista austriaco Friedrich Hayek, fue abriéndose camino la idea de que el mercado era capaz por sí mismo de asignar todos los recursos de la forma más eficiente si no era perturbado por intromisión alguna del Estado, cuya intervención suponía, siempre y en toda circunstancia, una amenaza a la libertad individual. Se abomina de toda planificación pública de la economía y se propugna la restricción al máximo de la provisión de servicios y ayudas por el Estado y, desde luego, de los impuestos.
Para comprender en tal contexto el trasfondo ideológico de la permanente invocación a la libertad hecha por determinados dirigentes de la derecha, conviene tener en mente la afirmación de Hayek de que la libertad de elección ha de ejercerse antes en el mercado que en las urnas, aseveración que otorga plena coherencia a su entusiasta defensa de la dictadura de Pinochet en Chile como representativa, precisamente, de la libertad. O, en otras palabras, la democracia se convierte en un lastre para la libertad individual entendida a la manera de Hayek.
Sin embargo, en el campo de la política, dado que se precisa del respaldo del voto, resulta muy excepcional que se reconozca abiertamente el propósito de desmantelar servicios públicos que son esenciales para la vida de la inmensa mayoría de la población. Por encima de todos ellos, naturalmente, el cuidado de nuestra salud. De modo que se hablará de la conveniencia de abrir espacios de colaboración entre el sector público y el sector privado. O se asegurará que es posible mejorar la calidad de los servicios suprimiendo gastos superfluos, recortando beneficios éticamente poco presentables de políticos y gestores públicos u organizando de forma más eficiente los recursos existentes. ¿Quién podría rechazar que el sector privado ayudase a mejorar nuestra existencia o que se organizaran mejor las cosas?
Las personas que manejan el presupuesto saben, no obstante, que no es verdad. Aun después de mejorar la organización, que ha de ser mejorada, y aunque se eliminen gastos superfluos, que han de ser eliminados, la prestación de tales servicios a toda la población exige de un enorme volumen de recursos que únicamente puede proporcionar un sólido sistema tributario. De otra parte, en la práctica la colaboración público privada usualmente es una forma en exceso piadosa de denominar a un intercambio desigual, en el que el sector público corre con los costes y el sector privado cosecha los beneficios. Lo que se verifica de la forma más trágica en el área de la sanidad, en la que grupos empresariales privados aprovechan infraestructuras sufragadas con dinero de todos los contribuyentes, absorben clientela cautiva proporcionada por la Administración y ensanchan su demanda en la medida en que mengua la capacidad de atención y se colapsan los centros públicos.
Sólo un sistema tributario progresivo puede sostener la financiación de un sistema sanitario universal y de calidad. De otra forma es sencillamente imposible. La progresividad supone una exigencia no sólo de justicia económica, sino también de suficiencia. Resulta imprescindible que el porcentaje que cada ciudadano aporta al fondo común crezca a medida que lo hace su capacidad económica para que los ingresos totales permitan prestar a toda la ciudadanía servicios que la inmensa mayoría no podría pagar nunca en el mercado privado.
El aumento de ingresos tributarios propiciado por la inflación, aparte de nutrir un peligroso espejismo económico, se está usando como excusa para un mensaje bastante cínico: devuélvase el excedente a la sociedad, se dice. Pero si lo que se propone es suprimir el pago del Impuesto sobre Patrimonio y el de Sucesiones y rebajar los marginales más elevados de IRPF achatando aún más su progresividad, lo que en realidad se quiere es entregar lo que es de toda la sociedad a una minoría. Invertir en una mejora sustancial de la sanidad pública sí sería usar los recursos en beneficio de toda la sociedad.
Segunda tesis: la sanidad pública sostiene los impuestos
Ahora bien, si los ingresos tributarios resultan imprescindibles para mantener una sanidad pública universal y de calidad, la relación también puede y debe establecerse a la inversa: es el sostenimiento de servicios como la sanidad y la educación lo que legitima la existencia de los impuestos.
Y en este punto, a mi juicio, la izquierda no debería seguir despistándose. El Estado social no es una oficina de mera transferencia de rentas. Resulta por supuesto obligado socorrer económicamente a las personas y familias de menos recursos, porque éticamente es inaceptable para una sociedad moderna dejar a nadie en la estacada. Pero el grueso de la ciudadanía que sostiene fiscalmente el Estado debe percibir en su existencia cotidiana que para sus propias vidas merece la pena contribuir con una porción sustancial de sus ingresos al sostenimiento del bien común.
Un gravamen medio cercano al 20% en IRPF que con facilidad alcanza cualquier persona de ingresos corrientes no es tan poca cosa. Pero compensará si uno es atendido al día o a los dos días por un buen médico de cabecera en caso de necesitarlo, si cuenta con un buen servicio de urgencias hospitalarias en los supuestos más graves, si dispone de un transporte público rápido que le acerque a su lugar de trabajo y sus hijos reciben una enseñanza de calidad en escuelas públicas. Si sus necesidades fundamentales, en suma, quedan satisfactoriamente cubiertas. Pero si la cita en atención primaria tarda casi un mes, se deteriora la enseñanza de sus hijos o ha de pagar en un centro privado una prueba médica para lograr a tiempo un diagnóstico que le salve la vida, ninguna ayuda económica o descuento en precios públicos evitará el desapego generalizado tanto por los servicios públicos como por los impuestos.
O somos capaces de sostener el conjunto de servicios públicos o la totalidad del entramado de solidaridad en que ha de encarnarse el Estado social se vendrá abajo.
Para dicha de quienes por ello buscan lucrarse. El sistema nacional de sanidad lleva tiempo despedazándose y ofreciéndose por piezas como negocio sobre el que recuperar su tasa de ganancia a los mismos sectores empresariales especulativos que hundieron la economía hace más de una década.
De nuevo se expande en prensa y tertulias la falaz e interesada afirmación de que el sector privado puede prestar los servicios a menor coste y de modo más eficaz que el sector público. Jamás dejará de sorprenderme la altura a la que puede ascender en este país la indecencia intelectual. Porque precisamente España es la más digna prueba por la experiencia de lo contrario. Hemos disfrutado de un sistema sanitario público envidiado en el mundo entero que se ha ido desmoronando exactamente al ritmo que se privatizaba. Ni más ni menos.
La salud es, sin duda, el bien más precioso de nuestras vidas. Y ahora el valor de su cuidado alcanza incluso más allá de lo que de por sí la salud vale, que es mucho. En la reconstrucción del sistema sanitario público se ha de concentrar hoy el mayor de nuestros esfuerzos y en ella se cifrará la más grande de nuestras esperanzas.