La sanidad española lleva años en un proceso de privatización más o menos encubierto. Para ello se han utilizado diversos instrumentos. El principal, los recortes en la financiación: según la OCDE el gasto sanitario público en España en 2018 fue del 6,27% del PIB. En 2019, descendió al 5,9% (0,37 puntos menos). Entre 2009 y 2017, el gasto público en salud como porcentaje del PIB se redujo en un 9,1%, mientras que el privado aumentó en un 18%, según la Estadística de Gasto Sanitario Público. El gasto sanitario privado ha crecido notablemente en la última década, pasando del 24,6% al 29,2% del total (OCDE 2018), como consecuencia de una bajada continuada de los presupuestos de la sanidad pública, que se contrajeron del 6,78% del PIB en 2009 al 6,23% en 2017. El gasto total actual representa un 9,1% del PIB, inferior al 9,9% del promedio de los países europeos. El gasto público de las comunidades autónomas –que tienen trasferidas estas competencias– no ha crecido nada en los últimos diez años: representa el 5,5% del PIB, muy inferior al 6,1% del 2009.
Esta falta de financiación ha minado de forma muy grave nuestro sistema público, originalmente basado en la accesibilidad y el carácter redistributivo. El objetivo de estos dos parámetros es evitar discriminaciones por motivos económicos, especialmente para las personas más vulnerables, que son las que necesitan mayor atención, dada la estrecha vinculación entre pobreza y salud. Frente a esto, los modelos basados en los seguros sanitarios vinculan el derecho a la atención a las cotizaciones y en todo caso, para aquellos sectores no asegurados ofrecen sistemas de beneficencia, con menor oferta de servicios y de menor calidad.
Otra barrera que dificulta una financiación sanitaria basada en impuestos como la nuestra es la elusión fiscal. Esta práctica, muy frecuente en las grandes empresas, es especialmente dañina en un país de baja presión impositiva como España, de casi 10 puntos menos que la media de los países de la Unión Europea (34% frente a 41%, 70.000 millones de euros anuales).
También ha ahondado en el enfoque anti-público el crecimiento de los copagos en medicamentos introducidos en 2012 con el RDL 16/2012. Como consecuencia de ellos, más de un millón cuatrocientas mil personas no retiran los medicamentos prescritos por problemas económicos.
Hay otras medidas más residuales pero no desdeñables, como las desgravaciones fiscales a los seguros complementarios, especialmente utilizados por las grandes empresas para su personal directivo, que desgravan alrededor del 30% de los mismos.
Empeorar el funcionamiento del sistema sanitario no es algo que ocurre porque sí. Como resultado de las listas de espera que crecieron desmesuradamente tras la época de los recortes, las empresas aseguradoras han aumentado su negocio exponencialmente. En 2018 superaron los 10 millones de asegurados, un crecimiento del 14,6% en tan solo 4 años. No ayuda el mantenimiento del modelo MUFACE por el que el Estado, paradójicamente, financia la asistencia sanitaria privada de los funcionarios públicos.
Los recortes y el empeoramiento de la calidad asistencial del sistema público han ido en paralelo al aumento de la concertación con el sector privado: la reducción del número de camas –que ha pasado de 365 por 100.000 habitantes en 2005, a 337 en 2019– y de personal han sido letales. Desde 2008, se contabilizan 25.000 efectivos menos, con los que la tasa de personal sanitario –3,9 médicos y 5,7 enfermer@s por cada 1.000 habitantes– se mantiene muy por debajo de otros países europeos como Alemania (4,3 y 12,9) o Austria (5,2 y 6,8). Mientras, los conciertos con el sector privado suponen el 11,2% del gasto público en salud. En 2017 suponían el 9,5%, con Cataluña (25,6%), Madrid (11,2%), Baleares (11,1%) y Canarias (9,6%) a la cabeza. La concertación supone la privatización de una parte de la asistencia sanitaria financiada con dinero público. Las dificultades en el acceso a la atención sanitaria en el sistema común también han favorecido el pago directo por asistencia de salud. Como consecuencia, el gasto de bolsillo de la ciudadanía en este ámbito pasó del 19,5% del gasto total en 2009 al 23,6 en 2018.
La colaboración público-privada ha sido utilizada en sus diferentes modalidades para construir y gestionar nuevos hospitales, gestionar servicios esenciales como historia clínica, receta electrónica, centrales de llamadas, logística o servicios de investigación sanitaria, para crear nuevas patentes con dinero público, experimentar tecnología, formar personal sanitario, etc. En todas se han dado los mismos problemas. Las fórmulas conocidas como PFI (Private Finance Initiative) para financiar y gestionar nuevos centros sanitarios han multiplicado entre 5 y 7 veces al coste de los mismos, reducido las camas, personal y equipamiento, y privatizado la parte no sanitaria de los hospitales. Para las empresas privadas implicadas –bancos, constructoras y empresas de servicios– esto representa una oportunidad comercial sumamente atractiva. Un solo contrato (generalmente suscrito por la propia administración pública) les proporciona una fuente de ingresos seguros y de alta rentabilidad durante muchos años.
Pero las consecuencias para la sociedad son nefastas: hipotecan y condicionan la política sanitaria, reducen la calidad de la construcción y equipamientos, disminuyen el número de camas y de personal sanitario, reducen personal no sanitario, empeoran las condiciones laborales, privatizan aspectos claves para el funcionamiento de los centros y la calidad de la asistencia. Y además, se ha constatado un notable aumento de los costes de estos centros. Aunque las PFI y las concesiones inicialmente se concedieron a empresas nacionales, estas han acabado vendiendo su participación a grandes multinacionales que hipotecan la soberanía en la prestación de un servicio público básico, empeoran la atención sanitaria al poner los intereses económicos y la rentabilidad por delante del derecho a la salud y son un primer paso para la privatización total del sistema. Otras formulas han sido los llamados clusters empresariales y las nuevas figuras para la adquisición de equipamiento sanitario, etc.
Adicionalmente en esta confusión entre lo que es de unos y lo que es de todos, figura la doble dedicación de algunos profesionales a la sanidad pública y privada. Gracias a este desdoblamiento, algunos profesionales facilitan la derivación de pacientes del sistema público al privado, utilizando así la sanidad pública para intereses particulares.
Resumiendo, a la infrafinanciación de la sanidad española se ha sumado una creciente derivación de recursos públicos para favorecer los negocios privados y la potenciación del aseguramiento privado y de los pagos directos de los usuarios, lo que ha debilitado el sistema sanitario común y fomentado la desigualdad y las barreras económicas al acceso de prestaciones sanitarias.
Todas estas debilidades se han visto aumentadas por la pandemia sufrida, por eso es precisa, ahora más que nunca, una financiación suficiente de la sanidad pública, incrementando su cuantía para homologarla en euros por habitante y año al promedio de la UE, garantizando una financiación equitativa de las comunidades autónomas y acabando con las privatizaciones a la vez que se inicia un proceso de recuperación de lo privatizado.