Más que ríos, océanos de tinta se están vertiendo sobre el atentado a la democracia que se sigue produciendo, como consecuencia del comportamiento de unos vocales del Consejo del Poder Judicial ante el bloqueo e incumplimiento de una ley aprobada por el Parlamento.
No entraré por ello en las consecuencias que para el buen funcionamiento de las instituciones está generando la fétida consolidación de un órgano llamado a ser modelo de normalidad de un poder del Estado, aun cuando, como es sabido, no ostenta directamente ese poder, por mucho que lo venga condicionando con la colocación de los afines, amigos y bienhechores, en los puestos relevantes del poder Judicial, esa parte tan mollar de las competencias provisionalmente suspendidas, razón por la que se ha levantado en armas para poder recuperarlas.
Sin embargo, son muchas las preguntas que no van a tener una fácil respuesta, en relación con el funcionamiento del órgano, su naturaleza, su viabilidad, su necesidad, su composición o su funcionamiento, pero a otros corresponde resolver el entuerto, visto lo visto.
El secuestro de la legalidad no ha hecho más que evidenciar la degradación de un sistema arbitrario de funcionamiento y designaciones, vinculado a intereses corporativo-partidarios. ¿Sentido de Estado o trilerismo constitucional?
La pregunta que hoy se me suscita tiene que ver con la legitimidad con la que algunos de los miembros del Consejo van a retornar al ejercicio de la potestad jurisdiccional. Es evidente que se han convertido en incumplidores, rebeldes frente al poder que otorga el sistema democrático al Parlamento de la nación, sin autoridad moral ni personal para ordenar el cumplimiento de las leyes a todos aquellos ciudadanos que, de una u otra manera, la hayan incumplido.
El acuerdo firmado por todos los partidos políticos con representación parlamentaria que Fundación por la Justicia elaboró en 2015, junto con un extenso colectivo de expertos en diversas materias, ahora se descubre que fue insuficiente. La limitación para regresar a la jurisdicción penal o contencioso-administrativa y a puestos de representación se ha quedado corta. Es que no hay jurisdicción alguna en la que puedan dar la cara para hacer cumplir la ley a otros que no merezca que se la partan, para sonrojo propio y de quiénes les acompañan en el tribunal donde estén.
Más valdría que tuvieran la dignidad de marcharse por un tiempo a reflexionar y disfrutar de la Gran Cruz, la de Honor o la Distinguida, que se acostumbra a regalar a los cesantes del Consejo, presumiblemente por la crucifixión padecida o los méritos contraídos en tan larga estancia, antes de que a cualquier fiscal se le ocurra iniciar los trámites por su renuente negativa a cumplir la ley, por cierto, como ya ha ocurrido con otros representantes políticos incumplidores, enjuiciados y condenados.