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El secuestro de la calle Ferraz

Personas congregadas junto a la sede del PSOE en Ferraz.

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Desde finales de octubre vivir en la calle Ferraz de Madrid es un calvario. El peor momento fue noviembre, cuando hordas fascistas de todo pelaje, con banderas nazis, franquistas, carlistas y falangistas, nos hicieron la vida imposible. Durante semanas, realizar cualquier gestión en el barrio por las tardes se convertía en un deporte de riesgo. De repente, gritos de energúmenos con banderas amenazantes te dificultaban comprar fruta, ir a la tintorería o acudir al centro de salud de la calle Quintana. Hubo muchos días sin poder sacar la basura, sin tirar el vidrio ni el papel a los contenedores, que fueron quemados en intolerables acciones violentas. No se podían meter los vehículos en los garajes, tampoco se podían sacar. Los cortes de tráfico en la calle y en las vías adyacentes fueron continuos. Los autobuses no llegaban a su destino. Las furgonetas de las unidades policiales eran el paisaje habitual. Los antidisturbios empezaban la tarde con las gorras, luego se colocaban los cascos y a continuación se bajaban las viseras antes de actuar. Hacía tiempo que no veía tanto efectivo policial.

Eran días en los que había que enseñar el DNI para acceder a tu domicilio. Durante más de un mes no hubo papeleras, aunque el alcalde Martínez-Almeida dijo que apenas eran unos desperfectos. El vandalismo también afectó a los coches aparcados, marquesinas, paredes con pintadas y pegatinas. Después de irse las masas vociferantes y violentas que insultaban sin parar a Pedro Sánchez, al Gobierno, al PSOE y a Carles Puigdemont, la calle olía a pólvora. Las cargas policiales sonaban de manera contundente, como un estruendo seco, en la noche. Tampoco se veía por la niebla de los botes de humo. Se oían los helicópteros sobrevolar la zona, drones, tambores, golpes a señales de tráfico, lanzamiento de botellas, vallas metálicas y piedras. Desde mi balcón presencié cómo individuos, escondidos en contenedores, atacaban a la policía con todo tipo de objetos porque las fuerzas de seguridad también eran cómplices, según sus consignas. No se libró ni el jefe del Estado de sus ataques. El hecho es que la vida cotidiana se convirtió en un infierno en el apacible barrio de Argüelles por decisión de unos extremistas.

Luego vinieron los rezos y los rosarios delante de la iglesia de la calle Ferraz con Marqués de Urquijo, pero no cesaron los insultos. Tras los escandalosos avemarías con megáfonos, seguían los improperios. Se oía “dios te salve María” y a continuación se acordaban de la madre del presidente del Gobierno. Todo muy cristiano, católico y apostólico. Tengo tatuado en la memoria todo el repertorio de insultos y barbaridades. Muchos fines de semana, estos autoproclamados patriotas empalmaban desde por la mañana hasta la noche; hacían a veces relevos, sobre todo si coincidía con alguna movilización del Partido Popular o de Vox. Soy perfectamente consciente de que muchos vecinos participaron de este aquelarre, pero no todos somos así. Ya han pasado más de ocho meses, y aunque ha bajado el soufflé, todos los días con lluvia y frío, incluidos sábados, domingos y festivos, y hasta en vacaciones nos siguen torturando. Incluso el sábado pasado con la final de la Champions los gritos se mezclaban con los rezos y los insultos a Pedro Sánchez. Ningún acontecimiento nos ha librado de los gritos de estas gentes que lanzan abiertamente proclamas golpistas. Sin olvidar el himno con letra de Pemán y el Cara al sol, que suele ser el colofón de la noche.

Y, encima, ahora el Tribunal Superior de Justicia de Madrid contribuye a esta feria autorizando el rosario en la jornada de reflexión, el 8 de junio, antes de las elecciones europeas. ¡Basta ya! Me gustaría saber qué pasaría si esto estuviera sucediendo en la calle Génova, cerca de la sede del Partido Popular, desde finales de octubre. No polemizaré sobre si estas protestas ya se habrían acabado si el cariz ideológico fuera diferente; ya se ha escrito mucho al respecto.

Me consta que muchas de estas protestas si hicieron sin autorización. No sé si ahora son legales, me da igual. Este espectáculo lamentable no pude continuar ni un día más. Es una calle de Madrid, no un descampado o un polígono de las afueras, donde no molesten a nadie. El ministro de Interior –o el delegado del Gobierno o quien corresponda– debe acabar con estas ocupaciones del espacio público. Esto no es una manifestación, ni un escrache puntual, es una pesadilla diaria. Un grupo extremista de antidemócratas, llenos de odio, han secuestrado impunemente una calle de una ciudad para esparcir su odio. Algo no funciona bien en nuestra democracia para que esto esté pasando.

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