El debate sobre la privatización de servicios básicos, como los de agua y saneamiento, más allá de lo ideológico, es un debate de coherencia, eficacia y eficiencia en la consecución de los objetivos marcados. Y ello sin pretender difuminar la trascendencia del necesario debate ideológico, distinguiendo, eso sí, ideología de dogmatismo.
En materia de agua hablamos de servicios vinculados a derechos humanos y ciudadanos que, por su naturaleza, deben estar garantizados para todo el mundo, lo que obliga a que tales servicios sean de acceso universal. Conviene recordar que Naciones Unidas en 2010 estableció como derechos humanos tanto el acceso al agua potable como a servicios de saneamiento. El debate por tanto debería partir de si la herramienta del mercado es o no la adecuada para gestionar este tipo de derechos y si es coherente tratar a la ciudadanía como simple clientela a la hora de gestionarlos. La respuesta, a nuestro entender, más allá de diferencias ideológicas, resulta evidente. Quizás por eso, sectores importantes de la derecha europea, como ocurre en Holanda o incluso en el País Vasco, rechaza la privatización de estos servicios.
Otra cuestión clave a debate está en los pretendidos incentivos de eficiencia que genera la competencia por el mercado, que es la que, en el mejor de los casos, se da cuando se privatiza la gestión de estos servicios. Así como nadie niega la eficacia que puede llegar a tener la competencia en el mercado a la hora de incentivar la eficiencia, bajo adecuadas condiciones, la competencia por el mercado en absoluto genera tales incentivos. En este caso, al tratarse de un monopolio natural, tan sólo se puede establecer un proceso de competencia en el momento del concurso público; luego, una vez adjudicada la gestión, generalmente por largos periodos de hasta 40 años, no existe competencia alguna.
El modelo de privatización que se impone es el conocido como modelo “francés” o “europeo”, diseñado por los grandes operadores galos que dominan el escenario global en este frente. No se trata de privatizar el recurso en sí mismo, como establece la ley chilena de aguas, aprobada por Pinochet, que luego se encargó de perpetuar vinculándola a la Constitución al negociar la transición a la democracia; ni de privatizar las infraestructuras de agua y saneamiento, como hizo Margaret Thatcher en Gran Bretaña. El modelo francés busca privatizar la gestión, ofreciendo incluso la creación de empresas público-privadas en las que las instituciones públicas pueden tener una mayoría accionarial (generalmente un 51%). La clave está en las cláusulas que establecen, en nombre del know how o del savoir faire, que la gestión quede en manos del socio minoritario, por ser quien se supone tiene las capacidades pertinentes. El control de la empresa queda así en manos del socio minoritario, a través del monopolio efectivo de la información, mientras el Ayuntamiento, la Diputación o el Gobierno Autónomo, según casos, suele exhibir su mayoría accionarial de cara a la galería política. Otra cláusula suele amarrar lo que se denomina el “blindaje del mercado de inputs secundarios”, al establecer que sea la dirección de la empresa mixta quien decida sobre compras, contrataciones y subcontrataciones, sin pasar por concursos públicos. De esta forma, en nombre de la libre competencia, desaparece la competencia en esos concursos durante décadas, y los contratos se adjudican directamente a empresas asociadas, dependientes del concesionario. Ello supone un encarecimiento de compras y contrataciones, pero sin riesgos para la empresa, en la medida que otra cláusula prevé cargar los costes en la tarifa que pagan los ciudadanos. Así, la mayor parte de los beneficios del grupo empresarial, no emergen en el capítulo de beneficios de la empresa mixta, sino que se esconden en su apartado de costes.
Los contratos suelen firmarse por largos periodos, de hasta 40 y 50 años. De esta forma, más allá de garantizar el negocio por más tiempo, se asegura la irreversibilidad de la operación. Si una futura corporación pretendiera recuperar la gestión del servicio, el concesionario no sólo podría exigir la reversión de las inversiones realizadas, con sus intereses, lo que es natural y justo, sino que tendría derecho a demandar el “lucro esperado” en todo el periodo de concesión, lo que suele suponer indemnizaciones impagables.
La última clave del modelo, y al tiempo la más decisiva e inmoral, es el llamado canon concesional; una importante suma de dinero, de libre disposición para la Alcaldía, que el concesionario adelanta, a modo de crédito, a recuperar en la tarifa durante el periodo de concesión. Y todo ello en el marco, aún vigente, de anorexización de las finanzas municipales, impuesto desde las llamadas estrategias de austeridad. En este contexto, inversiones tan ineludibles como construir una planta de saneamiento, que cualquier banco financiaría con el aval de las tarifas del servicio, quedan bloqueadas por ley. Sin embargo, sí se permite que el Ayuntamiento encomiende la construcción y gestión de la planta a un concesionario privado que, además, pasa a ejercer funciones de banquero, con el canon concesional y otros préstamos o deudas consentidas, a cambio de esa privatización.
Hoy, en torno al 60% de la población en España tiene sus servicios de agua y saneamiento privatizados. Tales procesos de privatización nunca fueron propuestas electorales, ni se sometieron a consulta popular alguna. Simplemente, una vez ganada la alcaldía, se decidieron como forma de aliviar las finanzas municipales, en el mejor de los casos. Y decimos en el mejor de los casos porque los escándalos de presunta corrupción han estallado por todo el país en torno a estas operaciones de privatización, poniendo en cuestión no sólo la honestidad de decenas de alcaldes y concejales de diversos partidos, sino también la de empresas tan importantes como Aguas de Barcelona, Aguas de Valencia..., en procesos judiciales de una enorme envergadura, como el destapado por la operación POKEMON. Mientras, en Francia, país en el que se diseñó esta estrategia privatizadora, la nueva ley anticorrupción ha ilegalizado el canon concesional al considerar que genera prácticas oscuras que favorecen la corrupción.
Tras el estallido de la pandemia, el poderoso grupo de presión de esos concesionarios privados ha abierto una ambiciosa operación de lobby sobre el Gobierno central Gobiernos Autónomos y Ayuntamientos, reclamando compensaciones económicas por el descenso del consumo (al cerrar bares, restaurantes…) y prórrogas de los tiempos de concesión. La patronal de la sanidad privada realiza movimientos similares, reclamando parte de los fondos europeos que se anuncian; pero lo hace de forma sumamente discreta, en la medida que siente la presión social en pro de la sanidad pública, como servicio de interés general, accesible a todos y sin ánimo de lucro.
Llegados a este punto, la pregunta es: ¿no deberíamos considerar los servicios de agua y saneamiento como pieza clave del sistema público de salud, y darles el tratamiento que reivindicamos para nuestra sanidad pública? La pandemia ha destapado la insensatez que supone hacer del cuidado de nuestros mayores un simple espacio de negocio, en el que incluso las residencias públicas, en su mayoría, son gestionadas por empresas privadas que concursan a la baja y luego rebajan costes, degradando la calidad del servicio y las condiciones laborales de quienes allí trabajan. Hoy, la dolorosa catástrofe que han supuesto las decenas de miles de muertos por la COVID-19 en las residencias, está abriendo el debate sobre si el cuidado de nuestros mayores debe gestionarse bajo la lógica del mercado o no. Sin embargo, en la medida que este virus se transmite por vía respiratoria, el debate sobre la privatización de los servicios de agua y saneamiento es menos relevante. ¿Tendremos que esperar a que la siguiente pandemia se transmita por vía digestiva para afrontar la cuestión?