Sexo, mentiras y elefantes blancos
Dice el historiador francés Henry Rousso que la historia del presente es “la historia desde la última catástrofe”. De ser así, habrá que convenir que, a la vista de la última década, la generación Z podría contar su pasado próximo por horas y minutos. Trascendiendo la anécdota y la inmediatez, se considera que la historia del presente abarca a las tres últimas generaciones vivas y que su hito de partida es, por definición, móvil. El académico francés fijó en su momento el arranque de la coetaneidad universal en el mundo salido de la Segunda Guerra Mundial. Esa frontera se ha ido desplazando y en la actualidad alza sus cantones en el parteaguas de entre siglos.
Para España, el jalón que en su día supusieron la guerra y la dictadura se ha movido hasta los orígenes de la transición a la democracia, cuyo arranque ha de buscarse en el último tranco del franquismo. En aquel contexto, la estampa del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en la Jefatura del Estado a título de rey y jurando los Principios Fundamentales del Movimiento ha ido perdiendo en los manuales escolares el lugar preminente que entonces le cupo en los medios y al que sin duda tiene derecho en esa biografía que, según el interesado, hay quien está empeñado en robarle.
Ungido por el dedo de un dictador de la estirpe de los nazi-fascismos –tal como caracterizó al régimen franquista la Asamblea General de la ONU en 1946–, la figura del rey se erigió en esperanza del cambio posible para una sociedad ahormada en la mansedumbre y el temor a la punición recidivante. El 23 de febrero de 1981 se dio un baño de legitimación democrática. Jorge Semprún, invocando a Bossuet, un teórico del poder absoluto, escribió en sus últimas memorias que en aquella ocasión el rey interpuso su cuerpo entre él y los golpistas. En lugar del “elefante blanco” que estos aguardaban, y como si le hubiera sido conferido el poder taumatúrgico de sus lejanos antepasados Capetos, habría sanado con la imposición de sus manos a un cuerpo nacional secularmente escindido en dos mitades hostiles e irreconciliables.
El viejo fantasma de la guerra civil quedaba definitivamente exorcizado. Pocos se preocuparon de señalar que el ambiente internacional de la época, al contrario del imperante en los años 30, no era proclive a los cuartelazos en Europa occidental y que en su familia –propia y coyunda– podía encontrar ejemplos de las nocivas consecuencias para el trono de la contemporización con juntas militares. Basta un recorrido por la web de la CIA para comprobar el nivel de preocupación de la inteligencia norteamericana, así como algunos apuntes inquietantes que solo la desclasificación de los fondos de sus espejos españoles podría aclarar:
“La complicidad militar en la planificación del golpe fue más generalizada de lo que parecía originalmente. Muchos más líderes militares clave aparentemente habrían apoyado el intento de golpe de no haber sido aplastado tan rápidamente. El modelo turco seguirá atrayendo a los militares en España, especialmente si las luchas políticas partidistas se vuelven más severas. El claro rechazo de Juan Carlos a la medida de los militares ha minado su posición entre algunos de los oficiales, y puede alienar a más de ellos si no logra frenar el terrorismo o el proceso de autonomía en España. El rey aparentemente ha prometido a los militares que instituirá la ley marcial en las provincias vascas si el terrorismo se sale de control, y también puede haber prometido que trabajará para limitar la autonomía regional, que los militares temen como destructiva para el estado español” (Director de la CIA, 26 de marzo, 1981).
“Aunque había sufrido algún daño en su relación con los militares, en particular debido a los rumores de que primero condonó y luego traicionó el intento de golpe, el Rey ha trabajado duro para reconstruir su relación. En sus búsquedas en ocasiones militares ha alentado a los militares a que le informen de sus frustraciones al mismo tiempo que les ha ordenado que mantengan la disciplina” (Julio, 1982)
“El juicio [a los golpistas] puede debilitar la capacidad del rey Juan Carlos para contener a los militares. Las afirmaciones de la defensa de que los conspiradores creían que tenían el consentimiento tácito del rey podrían implicar una traición por parte de Juan Carlos, que actuó enérgica y públicamente contra los conspiradores después de que el intento de asalto ya estaba en marcha. Tales acusaciones serían especialmente dañinas porque el rey había sido durante mucho tiempo cercano a Armada”. (16 de febrero, 1982)
Durante mucho tiempo, gobiernos, partidos sistémicos y medios de comunicación hegemónicos preservaron de toda crítica al hombre providencial y permitieron y teorizaron el uso abusivo del principio de irresponsabilidad del rey en el ejercicio de su función. Semejante nivel de idolatría no podía sino suscitar en el monarca una sensación de plenitud rayana en la de impunidad. Lo que los constituyentes de Cádiz concibieron como una forma de aliviar al monarca de las consecuencias derivadas de los actos que refrendaba, atribuyendo la responsabilidad a sus ministros, se convirtió entre 1977 y 2014 en patente de corso para la venalidad real y en guiños de complicidad que no dudaban en dar paso a una férrea omertá cuando de lo que se trataba era de sus reprochables acciones, tanto públicas como privadas. Una ley del silencio que empezó a agrietarse en 2011, al mismo tiempo que aparecían las primeras fisuras en el conjunto institucional que hasta entonces había funcionado como un motor bien engrasado, con su motor de dos cilindros alternos y su regio volante con dirección asistida.
Salvo los clásicos –y aun ellos mismos, sumidos en el desconocimiento escolar–, no quedan mitos a salvo de la erosión temporal. Han transcurrido ya casi dos generaciones desde aquel 23F. Para la mayor parte de la sociedad española, las andanzas del rey emérito pertenecen al jugoso mundo del salseo, y la banda sonora que las enmarca no es Pompa y circunstancia de Edward Elgar sino la cortinilla de un episodio de Benny Hill. Sus veleidades de alcoba o de chalet con circuito cerrado de filmación no añaden un ápice de crítica política a un cuestionamiento de la institución que puede y debe realizarse desde la filosofía política y las tribunas parlamentarias, no desde las tertulias rosas y el papel couché.
Los hitos fundacionales de la era transicional –la consolidación de las libertades, la modernización social y económica, la inserción de España en el concierto internacional–que una tradición hagiográfica hasta la cortesanía atribuyó a la figura providencial del “piloto del cambio” fueron acuñados para una cohorte demográfica hoy en rampa de salida. Conviene recordar que, tomando como base las cifras de población por edad del INE a fecha 1 de julio de 2024, España cuenta con 48.797.875 habitantes, de los que el 39.761.459 son españoles de nacimiento. Para dos de cada diez, Juan Carlos es historia ajena; entre los nacionales de origen, más de la mitad nació después de la promulgación de la Constitución de 1978 y el 82,7% de los actualmente mayores de edad no tuvo ocasión de refrendarla ni ha sido llamado a avalar reforma alguna con su voto.
Un 85% de la ciudadanía no tiene ya ninguna vinculación, ya sea geográfica o cronológica, con la figura del emérito. Los vivos, parafraseando al pensador radical Tom Payne, no tienen por qué pagar las deudas de los muertos. Queda el juicio de la historia. Para que esta cuente con evidencias, las democracias maduras no pueden permitirse que, como se decía de la Unión Soviética en tiempos de Stalin, su realidad sea “un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma”. En ello cumplen un papel fundamental los archivos y, dado que el asunto que nos ocupa afecta a un punto nodal de nuestra memoria democrática, sería exigible la desclasificación de los documentos que pongan de una vez, negro sobre blanco, la realidad de la intentona golpista del 23F, de sus precuelas y de sus epígonos. Para qué buscar elefantes en Bostwana cuando quizás los hay –y blancos– más cerca.
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