Si en una noche de verano un viajero… a Kiev
Esa es la primera consigna que recibimos por parte de las dos revisoras y encargadas del vagón del tren que nos va a llevar a Kiev. Un tren que cabalga a oscuras la noche ucraniana, casi la única forma de entrada y de salida del país. Bajar los estores como protección de nuestras vidas y no ser vistos en marcha. Mientras me adormezco, llego a pensar en que nos alcance un misil.
Entramos en un país agredido desde la estación de Przemysl tras dos horas y media de coche desde Cracovia. Nos acomodamos en nuestro vagón, con dos camas individuales, en el que viajamos un diputado cristianodemócrata austríaco -el que se encargó, entre otras muchas cosas, de la organización de la Eurocopa ganada en Austria- y yo, como representante socialdemócrata.
Acabamos de cruzar el control de pasaportes con el actor americano Sean Penn, que va a la capital por tercera vez para su documental sobre la situación en el país. No me puedo resistir y le pido por favor que haga algún otro filme con Terrence Malick. Adoré La delgada línea roja y El árbol de la vida. La breve conversación -me dice que Malick es un director fantástico-, me hace olvidar pedirle una foto con él. Demasiado tarde. Estamos en vagones separados y salimos con mucho retraso -casi dos horas y media sobre el horario previsto- de la ciudad polaca que nos recibe con muchas mujeres que parecen volver a su país.
En la cola para pasar el control de pasaportes, un señor mayor ucraniano nos pregunta en inglés si hemos perdido la cabeza. Que vuelvan ellos, de acuerdo, nos dice. Pero, “ustedes, extranjeros, no pongan en riesgo su vida, no viajen, ¿han perdido la cabeza?”. No contestamos, la presidenta de la Asamblea Parlamentaria de la Organización para la Seguridad en Europa (OSCE), Margareta Cederfeld, simplemente asiente y observa. Sabemos que ha habido bombardeos el mismo día del viaje en Kiev, pero los servicios de seguridad decidirán a nuestra llegada a la frontera de Ucrania si seguimos o nos quedamos en el camino.
Saliendo de la estación de tren, al anochecer, cruzamos un cementerio polaco iluminado con cientos de velas. A la llegada a la frontera ucraniana, suben diversos militares que nos escoltarán todo el viaje, hasta nuestra vuelta de nuevo a Polonia. Tras el control de pasaportes, esperan cerca de 20 horas de tren nocturno entre la ida y la vuelta.
Kiev nos acoge puntuales a las 09.21 de la mañana, pese a la salida con retraso. Durante la noche hemos recuperado tiempo y a la llegada se suma una segunda escolta con dos furgonetas, una ambulancia y diversos militares que nos acompañan. Kiev parece una ciudad normalizada, pero con poco tráfico y ningún tipo de avión comercial que sobrevuele la ciudad. Hay bares con hamacas chill out, puestos de kebab abiertos y taxis amarillos y autobuses que circulan a toda velocidad. Hay check points en algunas zonas de la ciudad, que nos han pedido que no publiquemos si fotografiamos, y la Rada (el parlamento ucraniano) y las oficinas del primer ministro están totalmente aisladas y blindadas.
Es curioso: pago un capuccino con tarjeta en el Cao Cao, muy cerca del Parlamento, y también he podido salir del hotel y circular por un país que está en guerra. Un país con millones de personas que han tenido que dejarlo atrás, en una agresión durante la que se han cometido violaciones del derecho internacional y brechas de derechos humanos y de las Convenciones de Ginebra. Las autoridades acusan a Rusia de genocidio.
En Bucha e Irpin visitamos el horror de las masacres contra población inocente de la pasada primavera y vemos con nuestros propios ojos la capacidad de destrucción indiscriminada de viviendas civiles. Sus representantes políticos nos expresan su desolación por la intencionalidad de acabar con la vida de cientos de personas inocentes, y advierten que en ambas poblaciones todavía no ha vuelto más que el 40 o el 50 % de los antiguos residentes.
Hace muchísimo calor, más de 30 grados, y de vuelta a Kiev nos preparamos para las reuniones oficiales con el presidente de la Rada, el primer ministro ucraniano y diversos altos representantes de Exteriores y Defensa. Nos reciben por separado, con vestimenta militar, en edificios bunkerizados. Acaban de ser aceptados este fin de semana como candidatos a la adhesión de la Unión Europea junto a Moldavia, y son conscientes de que necesitan más ayuda por parte de Europa: ayuda internacional ante los ataques rusos, el éxodo de su población y los crímenes cometidos contra ella. Piden la expulsión de Rusia de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), órgano al que represento en este viaje y en el que conviven 57 países y 323 parlamentarios, y al que los rusos siguen perteneciendo, aunque no podrán participar en la Asamblea que empieza este viernes en Birmingham.
El presidente de la Rada, Stefanchuck, nos hace visitar el Parlamento. Está distendido, sonríe y hace bromas. Supongo que lo demás va por dentro. Nos explica que han votado más de una vez con un ojo en el botón y otro en el cielo ante el ruido de las sirenas. Nos pide valentía en las sanciones y que reconozcamos los delitos de genocidio que está cometiendo, según ellos, la Federación Rusa. El nombre de Putin no se menciona ni una sola vez. Tampoco en la reunión que mantenemos con el primer ministro, Shmyhal, y altos cargos de diferentes ministerios ucranianos.
Salimos de las reuniones con el sol escapando de Ucrania y besando a las cúpulas doradas de sus maravillosas iglesias ortodoxas. Pasamos por Maidan y entramos en un pequeño y céntrico supermercado para comprar algunas cosas para el viaje de regreso. Hemos comprado, para las doce horas de vuelta, unos boxes de comida que nos facilita el hotel en el que hemos estado. La capital parece escapar de la guerra. Tenemos wifi en el hotel y en el tren de vuelta cenamos salmón y ensalada que nos han preparado.
Me doy cuenta de que con nosotros solo viajan mujeres, niñas y niños adolescentes y otros muy pequeños, que están pegados a sus pantallas. Los hombres se quedaron en los andenes de Kiev. Esa podría ser una de las historias de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino. Sin embargo, es la realidad de nuestro maldito siglo XXI. En pleno 2022 experimentamos una normalidad paradójica, que en realidad no es tal. Hoy no caen bombas, pero se vive una calma tensa; hay poca gente por la calle y mucho silencio. No hemos escuchado sirenas en esta zona centro, acordonada, en la que nos hemos hospedado. Al final del día nos alejamos en tren de la capital y nos piden de nuevo que cerremos las ventanas y bajemos los estores.
Mientras estábamos en la capital, han bombardeado un centro comercial. Kiev es hoy símbolo de Europa, una Europa que tiene sus valores amenazados. No son solo los ucranianos los que están amenazados. Somos nosotros y nuestras democracias.
Hemos tomado un tren que nos va a llevar a Polonia y luego a nuestras casas, si hiciéramos unas vías imaginarias. Porque llevamos un poco de esas guerras a cuestas. Es también nuestra guerra. La amenaza, la sensación más fuerte que he sentido en este viaje está delante de nosotros. Y eso hace todavía más importante recordar que si queremos preservar nuestros valores y nuestra democracia, incluso en los momentos más complejos, debemos recordar que, como europeos, hemos de ser garantes de la libertad y la democracia como valores universales. Y que, por eso, defender esos valores en Kiev también supone defenderlos en las fronteras que bordean con el sur, con nuestra hermana África, en cualquier lugar. Si no lo conseguimos, si cedemos a la barbarie, tampoco habremos conseguido lo que buscamos dando apoyo a Ucrania.
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