Decía Machado que todo lo que se ignora, se desprecia. La mental es la dimensión de nuestra salud más ignorada, y por lo tanto la más invisibilizada y despreciada. Tanto como para que la renuncia en unos Juegos Olímpicos de la campeona Simone Biles por problemas de salud mental haya revolucionado a propios y extraños; los unos por identificación y los otros por pura ignorancia.
''Tengo que cuidarme. He priorizado mi salud mental por encima de cualquier campeonato''. ¿Alguien se imagina una sociedad que priorice el cuidado y la salud mental de sus ciudadanos por encima de otros intereses? Si esa sociedad existe, me temo que aún no está en nuestro horizonte. Si la renuncia de Biles hubiese sido por cualquier otro problema de salud, una fractura, un esguince, una rotura muscular, nadie estaría llamando débil a quien en sobradas ocasiones ha demostrado ser la más fuerte, también en esta ocasión. Nadie dudaría de que su fortaleza va más allá de su voluntad. A ningún paciente se le pide que ande con una fractura y sin embargo a las personas con una enfermedad mental se les pide que dejen de tenerla, que dejen de ser vulnerables, que dejen de victimizarse, que se escondan. Y como siempre, en tercera persona suena menos aterrador hasta que te llega el turno y te das cuenta de que todos somos esa persona a la que por desconocimiento le decíamos ''anímate mujer, si no tienes motivos para estar mal''.
Pero la salud mental ha empezado a conquistar el centro del debate y a salir del ámbito de lo íntimo, de lo oculto, de lo estigmatizante. Los más jóvenes han empezado a socializar y contar en alto sus miedos, sus angustias y sus debilidades. Hoy es Biles superada por la ansiedad, pero antes han sido Springsteen, mi querida y admirada Blanca Fernández Ochoa, la chavala que antes de suicidarse dejó un hilo póstumo en Twitter diciendo que el sistema no le había ayudado y que no podía más; es mi amiga Ana Ribera, que escribió el libro ''Los días iguales'' sobre los terribles meses que pasó conviviendo con una depresión mayor, es Javier Giner, autor de ''Yo adicto'' cuya vida fue atravesada por la adicción al alcohol y la cocaína; soy yo misma cuando a los 15 años me asomé al abismo de los trastornos de la alimentación sin llegar a caerme, es mi amiga de la facultad que un día nos contó que en el instituto estuvo deprimida y que no se lo contó a nadie; son las miles de mujeres que cargan sobre sus espaldas el peso de la responsabilidad y a las que, como sociedad, les hemos dado un orfidal y una palmada en esa misma sobrecargada espalda o son los cientos de jóvenes que no ven en el futuro un lugar habitable y a los que hemos estafado en un contrato social perverso que les ofrece incertidumbre y estrés; somos todos y todas en un momento de nuestras vidas. Es el Me Too que ha ido surgiendo tras la visibilización de un problema común y comunitario que requiere soluciones comunes y comunitarias. Porque la vulnerabilidad se ha socializado y ha traspasado la paredes de la individualidad y la privacidad. Y porque hay factores sobre los que podemos incidir como sociedad: factores previos que están ampliamente demostrados como los determinantes sociales de la salud (DSS), también ampliamente desconocidos y despreciados aunque ya en 1974 el ministro de salud canadiense Lalonde los identificara como los factores que más pueden incidir en la salud de una población. La desigualdad, la precariedad o la exclusión social que repercuten directamente en las enfermedades y en el aumento de los trastornos de salud mental. De hecho, de la crisis del 2008, la dimensión de la salud que más se vio afectada fue justo la mental. Y como sociedad también debemos hacernos cargo entre todos de esa vulnerabilidad de la que nadie nos libramos y que requiere de servicios públicos robustos que refuercen la red que nos sujetará cuando la vida no sigue el mismo guion que nos habíamos escrito. Necesitamos campañas que faciliten el entendimiento y la comprensión, lugares de escucha y espacios donde se pueda hablar en alto de los trastornos de salud mental.
Y la política tiene mucho que hacer a este respecto más allá de vendernos y condenarnos a una sociedad donde las penas se ahogan con cañas y la vulnerabilidad se castiga con desprecio. ¿O no es castigo y desprecio acaso que tu hijo o hija adolescente tenga que esperar meses para ver a un psiquiatra o un psicólogo en el sistema público de salud? ¿O que las urgencias por enfermedades de salud mental se hayan disparado y las plantillas se hayan mermado? ¿O que para pedir ayuda para recomponer los jirones de tu vida tengas inevitablemente que pasar por caja? Como diría Segismundo en La vida es sueño, ''qué delito cometí contra vosotros naciendo aunque si nací ya entiendo qué delito he cometido''; el delito de ser vulnerable, de ser diferente, de tener un mal momento, de no poder permitírmelo. Hace poco escuché a Enrique Aparicio (@esnorquel para los tuiteros) decir que una sola charla de educación afectivo sexual en el colegio que le hubiese contado que ser homosexual no era una rareza ni una enfermedad, le hubiera ahorrado dos años de terapia. Fíjense si desde la política se pueden ahorrar malestares y sufrimientos ajenos y propios.
Desde el ''¡vete al médico!'' escupido a Errejón al llevar este tema al Congreso de los diputados desde la bancada popular, hasta el ''de qué se quejará Biles si está forrada'', lo que hay es una línea de puntos que te lleva directo a la casilla de la ignorancia, a la falta de voluntad de conocer la realidad de las enfermedades mentales y, como diría Machado, al desprecio.
Queda mucho camino por recorrer, mucha empatía que despertar y mucha ignorancia que sacudir para poder enfrentar esta epidemia silente que cada vez afecta a más ''yos'': Sí, yo también tuve un trastorno de salud mental. Sí, yo también soy vulnerable.