¿Todos somos Simone Biles?
No sigo la gimnasia. Soy de los que tendrían dificultades en nombrar a alguien más que Paloma del Río, Olga Korbut, Almudena Cid o Nadia Comăneci. Lo que más he visto de este deporte, varias veces por su poder hipnótico, es precisamente una sola y misma cosa: los ejercicios que le valieron a esta última una puntuación de 10 en Montreal’76. Cuando la deportista rumana acabó y vio la nota, hubo confusión. El reloj Omega marcaba 1,00. Solo estaba preparado para un dígito de números enteros, la perfección no era algo esperado. Consiguió seis dieces más en cinco días. A Comăneci el Time la sacó en una portada en la que se leía She’s perfect. Los vídeos están en esa biblioteca contemporánea que es YouTube. Os aconsejo verlos. Yo sigo sin acabar de explicarme, boquiabierto, muchos de esos movimientos.
De dónde había salido aquel torbellino de metro y medio era una de las preguntas que se debía hacer medio mundo. En parte, de un régimen de terror, pero eso lo hemos sabido mucho después. El del matrimonio de entrenadores Béla y Martha Károlyi, cuyos métodos han quedado expuestos desde esta misma primavera en las tiendas de Rumanía dentro del libro Nadia y la Securitate. En él, se recogen documentos que prueban que la policía política del país en la época era consciente del atroz disciplinamiento al que eran sometidas Comăneci y sus compañeras. “Las niñas reciben golpes tan fuertes que suelen sufrir hemorragias nasales” se lee. “Matar de hambre a las gimnastas es una práctica habitual de los Károlyi”, decía otro informe de la Securitate. Las gimnastas comían pasta de dientes antes de intentar dormir. Un médico aseguraba que “vacas” o “idiotas” eran parte del trato habitual. En la siguiente Olimpiada, la de Moscú’80, Nadia ganó dos oros y dos platas, pero una caída fue aprovechada por los lobos que la rondaban mientras la llamaban hada. “La niña se transformó en mujer. Veredicto: la magia se esfumó”, escribió Libération. Nadia Comăneci tenía en ese momento 18 años. 18, hay que volver a escribirlo.
Ese verano, Miguel Delibes estaba cerca de publicar Los santos inocentes. La risa no solo es, como tendemos a creer, catártica y liberadora. También puede ser una herramienta de dominación y maltrato según quién, cómo y por qué la lance contra otra persona. Es lo que retrata Delibes cuando escribe que al Azarías se le pone la carne de gallina tras pedirle atención médica para la milana al Señorito Iván y que este suelte una carcajada. Pues bien gastoso le sale el pajarraco. El señorito repite violencia contra Paco el Bajo. “Donde no hay voluntad no hay hombre”, “has de esforzarte aunque te duela” o “no te dejes”, le arroja al campesino cuando se rompe una pierna. “Maricón” es una de las palabras más repetidas en la novela. Basta imaginarse al amo siguiendo los Juegos Olímpicos de Tokio.
Como en la pintada de los vampiros, “Señorito Iván esiten” en 2021. Aunque gasten New Balance en vez de botrancas de caza y se les vea más por la terraza del Ramsés que por la herrumbrosa Diputación, un despacho que después de tanto servicio prestado, por otro lado, ahora molesta. Nadie hay más desagradecido que quien cree que el mundo le debe algo. Esos no caben bajo el sintagma “Todo somos Simone Biles”. No son ella, nunca podrían haber llegado tan alto, nunca podrían haber aguantado tanto para llegar tan alto. Son los que te animan a montar en una montaña rusa a la que ellos jamás se han subido y en la que echarían la cena al primer descenso. Son los que siempre han encontrado excusa para rajarse del tren de la bruja. Al contar una historia, una de las primeras decisiones es a quién dejamos fuera de tecla o plano. No les concedamos eso a quienes intentan hacer pasar por apolítica, neutra, técnica, la militancia en pro del dolor siempre ajeno. A ellos nunca les cae encima ni un carro ni una carreta que aguantar, ellos no son Biles. Ellos son de hecho parte de lo que la ha obligado a parar.
Obligada a parar. Es muy discutible que la tomada por la gimnasta haya sido una decisión libre. Cuesta mucho verlo como una lección. ¿Una lección para quién? ¿De nuevo la tentación de meter a verdugos y supervivientes en el mismo saco? ¿Qué es esta fiebre del reflexionarlo todo, hasta aquello a lo que nos empujan y violentan? Lo sucedido en Tokio se parece más a una cabronada, a un recurso de urgencia. Podemos hablar del trasfondo de zarpazo patriarcal de los abusos masivos del exentrenador Larry Nassar. De los twisties. De la entrevista en la que, solo una semana antes de partir hacia los Juegos, le preguntaron a Biles cuál había sido el momento más feliz de su carrera y respondió que “con sinceridad, tal vez mi tiempo libre”. Del tatuaje con un verso de Maya Angelou -“y aun así me levanto”- que lleva. De cómo Biles ha contado que pasó por lo mismo que otros deportistas de élite como el futbolista belga Romelu Lukaku: desayunar cereales con agua porque no había para leche. “Soy más que mis resultados y mi gimnasia, nunca lo creí”, ha dicho ahora Biles. La ola de comprensión y apoyo que ha desatado el frenazo de la estadounidense se ha merendado a la burla de los apóstoles del maltrato y es algo a celebrar, pero también la noticia sigue dejando ángulos muertos en la siempre delicada cuestión del equilibrio emocional y el sufrimiento psíquico.
Ayudaría que el deporte pase a las grandes ligas de los medios de comunicación. En los más críticos, está directamente ausente. En otros generalistas, sigue condenado con excepción de algunas firmas a una anticuada primacía de la forma sobre el fondo, lejos de salpicaduras no estrictamente deportivas. De los especializados fluye una miasma tan tóxica como infantil. Necesitamos una cobertura que vaya más allá del gran evento o noticia puntual, que no defienda con agencias o perfiles de refrito, que sepa contar emocionada logros increíbles sin separarlos -mutilarlos- de su contexto social. Que nos acompañe en su interpretación. No vamos a disfrutar menos de las Olimpiadas disimulando que son un videojuego. El deporte, en especial el de élite, lleva décadas actuando de ariete ideológico competitivo -resiste, aprieta, aguanta, supera, sufre, gana- con bastante que decir en lo que respecta a esta epidemia de malestar colectivo.
Es buena ocasión también para que no se vaya de rositas como acostumbra la cultura del héroe o la heroína. Esa que carga un peso, responsabilidad, presión desproporcionados, a veces absurdos, en hombros humanos. En La Vida de Brian, este, bastante hasta el gorro, trata de convencer a sus seguidores de que no es el Mesías. Entonces aquellos le contestan que nanai, que solo el verdadero Mesías negaría humilde su divinidad. Biles ya ha sido poco menos que coronada como referente absoluto, mito, reina, písame la cara, máquina del autocuidado. Humano es. Paradójico también. Esas lógicas son también parte de lo que nos ha traído hasta aquí.
Sin embargo, esa proyección de ilusiones y frustraciones en las vidas de otros que gozan de mayor capacidad de agencia -¿ha sido acaso otra cosa la prensa del corazón?- se entiende bien cuando vamos al hueso del asunto. Si todos fuéramos Simone Biles más allá de lo simbólico, significaría que podemos frenar. Desesperados, bajo una coacción monstruosa, pero podríamos. “Lo hacemos y ya vemos”, insistían en la peli La llamada. No es así casi nunca para la mayoría. Es ahí donde está el nudo, en politizar el malestar. No es “si hasta los deportistas de élite dan el paso, yo también debería”, ni tampoco seguir permitiendo que la gente cargue el peso de ocultar o compartir su dolor, o de jugarse un puesto de trabajo por ello. El de tener miedo a decir no, tenerlo a desaparecer. El escenario hacia el que avanzar debería ser el que permite un tabú roto, sí, pero no tanto para hablar de ello, porque podemos pasarnos así toda la vida, sino para hacer algo al respecto. Aliviar de ese pesado foco a las personas sufrientes y llevarlo hacia las leyes, por ejemplo. Elevar drásticamente el presupuesto en atención a la salud mental, aumentar ratios de profesionales, garantizar su cobertura gratuita (problemática la solución de la terapia gastando un cuarto del sueldo al mes), pero también blindar los derechos laborales vallando el precipicio que existe en forma de desempleo, contratación intermitente o bajo el chantaje perpetuo del ahí está la puerta.
El reto mayúsculo seguramente pase por lograr aterrizar una idea en el sentido común. La de que la presión deportiva que pueda sentir un atleta no es tan diferente, en proporción, de la laboral, habitacional, de salud o crianza que pueda sentir, sostenida en el tiempo, una buena parte de nosotros en la Olimpiada diaria. Es una línea que debe unir el “tirando” de nuestras abuelas, que tantísimo quería decir, con nuestro “no me da la vida”. Prometedor sería también quebrar el relato obsesionado con la fortaleza. Ese que insiste en que romperte es humano y que reconocerlo te hace más fuerte. Romperte suele ser peligroso, horrible y no una fase vital de la que sacar valiosas conclusiones. Mucho menos si, en lugar de romperte, te han roto. No juguemos con esas cartas marcadas. Paremos de repetir que hay que normalizar estar mal porque, aun bienintencionado, suena demasiado a asumirlo. Que la consigna “primero estar bien” deje de ser consigna y filtre, si puede ser en el BOE además de en lo comunicativo, allí donde parar no es una opción.
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