Para qué sirve El Hematocrítico
La generación de Miguel López, Hemato, la nuestra, tiene la exclusividad de conocer por igual a un mundo con y sin Internet. Pasar de una juventud con un número de teléfono y una dirección de correos a una vida adulta con nickname y avatar. Preguntarnos ¿para qué sirve Internet? a una edad en la que técnicamente ya no eres joven.
Cada vez son más los que no conocen ese primer mundo. Esos tendrán que hacer un esfuerzo para imaginar cómo se gestionaban entonces las ganas de proyectarte, de demostrar que existes, de explicar qué piensas y qué puedes hacer. No digamos al mundo, sino a la persona que tienes delante. Y, tras toda una juventud de corto alcance, boom, Internet. Chats, foros, blogs. La muerte de la distancia. La muerte de la timidez. De repente se nos abre la posibilidad de existir a otra escala, de construir una nueva personalidad.
Una nueva generación de promesas pero también de catástrofes, claro. Porque a la pulsión de comunicarse se unen la necesidad de imponerse, las ansias de competición, las ganas de follar, la tentación del sadismo anónimo, la ilusión de impunidad. Durante los primeros quince años de Internet muchos pertenecientes a la “generación bisagra” cocieron a fuego lento una ruina reputacional que empañaría el resto de sus vidas. Todo por hacerse la pregunta ¿para qué sirve Internet? y considerar que la respuesta era la resurrección de una adolescencia que ya era lejana. Una segunda inmadurez por obra y gracia de una tecnología barata y accesible que permitía renovar las formas de flirteo, acoso y agresión. Una exhibición pública de complejos y rencores impensable en las distancias cortas.
Muchos adultos, algunos cultos y creativos, usaron Internet como una plataforma para la venganza contra el bullying sufrido años atrás y contra la frustración sexual en constante actualización. La nueva identidad resultante, un abusón 2.0 cada vez menos anónimo, cada vez más marginal, se convertiría en una condena. Nadie les alertó, ni a ellos ni a nadie, de que Internet podía tener un efecto devastador en nuestro futuro. Incluso en el de aquellos que la interpretaron como un espacio ilusorio de efecto inmediato y reversible, una mera sucesión de tragos de dopamina en forma de pecados portátiles.
La historia de Miguel es un anticuerpo contra todas las anteriores. Es la de un profesor de primaria gallego que con treinta y pico años se hace la misma pregunta. Para qué demonios sirve Internet. Y la respuesta que obtuvo por aquel entonces ya es leyenda a día de hoy.
Le imagino con las mismas debilidades y maldades de todo hijo de vecino. Pero desde el mismo momento en que se inventa un nick y se pone a Patricio de avatar se entrega al cien por cien a sus dos grandes pasiones benignas, la comedia y la curiosidad por el otro. Lo primero no necesita aclaración. Lo segundo explica cómo se comportó con sus alumnos, con sus amigos y con sus ídolos. Hemato nos conquistó a tantos, a tantísimos, desde la honesta curiosidad por nuestro trabajo y nuestros dilemas, da igual que fueras Berto Romero o un chaval de 20 años compartiendo listas de Spotify.
Permitidme añadir un dato personal. Conocí a Hematocrítico cuando era un forero desconocido que confeccionaba subtítulos en castellano para series de televisión inalcanzables por aquel entonces. Puedo considerarme su primer amigo con cierta presencia mediática. En los 16 años posteriores jamás hizo ningún mínimo movimiento de cara a instrumentalizar nuestra amistad, de sacarle algún tipo de partido profesional. Todas las veces que acabé colaborando con él, la última de todas durante los inolvidables meses en los que sacamos adelante “Los felices 20”, fue como resultado de un ofrecimiento nuestro, de todos los que admirábamos su inabarcable obra cómica en redes y su labor como escritor para niños.
Menciono esto en relación a un aspecto de Hematocrítico que se ha revelado a lo largo de esta amarga semana. Testimonios del historietista Mauro Entrialgo, el columnista Gerardo Tecé o el periodista y escritor Noel Ceballos, su más íntima pareja artística, sumados a los de otros cómplices suyos como Rubén “Muerte Horrible” Ajau, confirman que el frenesí creativo de Miguel estaba desvinculado del interés económico o el capital social (gran parte de su obra en redes es anónima). Se enfrentaba a sus proyectos, inventados por él o no, desde el más puro anhelo de aventura y diversión, como una prolongación de las tardes entre amigos que se desvanecen en la vida adulta.
Quiero insistir en este aspecto de su retrato porque si Hematocrítico representó en sus comienzos la posibilidad de una Internet sana y generosa frente a la toxicidad ocasional, en los últimos años su figura se convirtió en otro contrapunto, uno más relevante y necesario a estas alturas.
Si hace quince años las redes sociales eran un territorio difuso donde uno no sabía a ciencia cierta cómo y hasta qué punto vender personalidad, a día de hoy es un espacio marcado por la posibilidad de monetizar cada punto y coma. La cultura del emprendimiento es omnipresente en el espacio digital, infestado por gurús del crecimiento económico y cursillos orientados a construir y mejorar nuestra “marca” y sacar el máximo rendimiento económico a nuestro “contenido” (o el robo del ajeno). Incluso los que nos sentimos ajenos a esta cultura vivimos infectados por ciertas percepciones sobre cómo se posibilita el éxito y se interpreta el fracaso. Qué tipo de personalidad hay que forzar y a qué saraos no se puede faltar si uno quiere ganarse los contactos adecuados. En qué ciudades hay que vivir y hasta qué punto tienes que condicionar tu ética, tus maneras y hasta tus hábitos diarios a una idea muy específica de lo que consideramos triunfo.
El Hematocrítico, años antes de su fallecimiento, ya había alcanzado todo aquello que los gurús antes mencionados prometen al final de sus charlas. La holgura económica, el reconocimiento masivo y la abundancia de proyectos. Consiguió tener una vida cómoda y trabajar dentro del marco estricto de su vocación y sus pasiones. Pero su trayecto es la negación frontal, casi activista, de eso que llaman “mentalidad de tiburón”. Miguel jamás abandonó Coruña, nunca se adaptó a eso que llamamos “el mercado” y jamás jerarquizó sus relaciones en función del beneficio social o económico. El rastro que ha dejado tras de sí no está repleto de cabezas pisoteadas, sino del mismo amor y admiración que estallaron desde el mismísimo fatídico día de su fallecimiento. En resumidas cuentas, gracias a Miguel contamos con un modelo, una narrrativa aspiracional diametralmente opuesta a la deshumanización maquillada de audacia que se vende con insistencia a las jóvenes generaciones.
He leído muchos comentarios frecuentes cada vez que alguien muere joven, en un parpadeo. Todos nos enfrentamos de golpe a nuestra propia mortalidad, recordamos que cada día que vivimos puede ser el último. Y nos aconsejamos exprimir la vida segundo a segundo, celebrar a nuestros seres queridos, y todo lo que podamos ser para ellos. Vivir el presente como el regalo definitivo que, en definitiva, es. De todas las personas que he conocido, Miguel era precisamente el único representante viviente absoluto de esa filosofía, como puede atestiguar desde su pareja, la escritora Ledicia Costas, hasta el enésimo de sus followers.
A partir de este dato podemos pensar que su muerte ha sido especialmente cruel. También podemos pensar lo contrario, que al irse ha redondeado la lección. Que si vives como Hemato no necesitas 70 años para dejar atrás una obra, una huella, una cicatriz triunfal en la memoria.
Eso son los deberes que nos dejas, profe. Tenemos de plazo el resto de nuestras vidas. Que desde el pasado lunes nos parece tiempo de sobra.
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