Thomas Hobbes, atemorizado por los acontecimientos que se habían desencadenado durante la guerra civil inglesa, escapó a Francia. Fue allí donde alumbró su gran obra, El Leviatán. La reflexión que se inicia allí cambió nuestra comprensión de la política. T. Hobbes nos hace descender al corazón mismo de lo político. Un fondo donde únicamente encuentra tiniebla. El fundamento de lo político es el miedo al Otro. La relación entre las personas está mediada por el crimen. Una condición dramática que hace que no escapemos al sentimiento constante de amenaza existencial. Una realidad tozuda y patética que activa en el ser humano el instinto de supervivencia. La solución que propone Hobbes es enajenar libremente nuestra libertad para conquistar seguridad. Un súper lobo creado a través de un pacto social con el cual poner fin a nuestra primitiva condición. Ese lobo entre lobos es el Estado.
Eugenio Trías, en su libro, La política y su sombra, recupera precisamente el pensamiento político de T. Hobbes para dar cuenta de los peligros que entraña el canje de libertad por seguridad. El exceso de seguridad se constituye como sombra amenazante de la democracia. Un valor que se nutre del temor de las personas. Su expansión sin límites termina devorando de forma caníbal el resto de valores que componen el tejido moral de nuestras sociedades democráticas. La entronización absoluta de la seguridad prepara el camino hacia el autoritarismo. Ese es su destino funesto. E. Trías alzaba esta reflexión después de que se produjeran los fatídicos atentados de las torres gemelas. El milenio se inició con sangre. Unos acontecimientos terribles que avivaron ese miedo al Otro en el corazón de la gran súperpotencia mundial. Aquello dio paso a una administración política que comenzó a recortar libertades en nombre de la Seguridad.
El miedo es una emoción presocial y universal. Su fuerza hace cautiva la libertad de espíritu de las personas. Podría decirse que es la emoción más poderosa en política, lo que la convierte en un factor amenazante para la democracia. Sin embargo, no es la única emoción poderosa. El sociólogo Manuel Castells sugiere que la esperanza es el otro gran motor afectivo de los social. Una emoción positiva y constructiva. Lo que no cabe duda es que las emociones son fundamentales para comprender la conducta social de las personas. De hecho, en las últimas décadas la neurociencia ha confirmado que nuestro cerebro político es emocional. No somos el sujeto libre de pasiones con el que soñaba la Ilustración, sino un amasijo de pulsiones complejas. Las emociones forman parte de nuestro proceso reflexivo. Y el miedo es una de las más importantes. Está en nuestra naturaleza. Evitamos a toda costa aquello que consideramos una amenaza. Sea real o ficticia.
La pandemia que estamos experimentando está provocando una oleada de temor. Una crisis existencial. En una doble acepción, como miedo a perder la vida y como pérdida de sentido. Una cuestión que fue ampliamente abordada por la filosofía existencialista, hoy demodé, pero que nos interpela de manera directa en el presente. Y es que el virus ha provocado un temor difuso. Es un agente imperceptible. Ni siquiera el síntoma permite determinar quién está infectado. Los asintomáticos nos recuerdan que potencialmente puede estar alojado en cada uno de nosotros. Nos convertimos sin saberlo en guadañas de la muerte. Esto ha generado de nuevo ese miedo al Otro que con sombría lucidez supo ver T. Hobbes. Un miedo radical, difuso, desparramado y sin fronteras. No importa el color de piel ni la clase social. Todas las personas se vuelven objeto de sospecha. Un temor que podría provocar una erosión de los lazos comunitarios. El recelo como principio de las relaciones sociales.
A lo largo de la historia las reacciones autoritarias se han servido del miedo que se aloja en el fondo de las sociedades. El populismo es uno de esos agentes que instrumentalizan el temor. Sabemos por la evidencia disponible que los populismos aprovechan las coyunturas de crisis para medrar políticamente. Su estrategia pasa por dividir de forma dicotómica las sociedades. Profundizan en la herida social sobre la que nacen. Extreman las diferencias trazando una frontera moral entre la élite y el pueblo. Una labor que la realizan líderes con cierta densidad carismática. Líderes fuertes que acuden al rescate de la ciudadanía con grandes promesas, hipertrofiando de manera narcisista la autoestima dañada del pueblo. Buscan satisfacer las demandas de certeza trabajando sobre un sustrato emocional cargado de toda clase de ansiedades. Y como si de nuevos mesías seculares se trataran, prometen un regreso a una edad de oro que nunca existió. Una seguridad ficticia.
El chamán populista prospera en tiempos límite. Se nutre de la inseguridad de las personas. Lo mismo que el fascismo. La última experiencia es reciente. Tras la Gran Recesión se produjo un verdadero estallido populista en Europa. Sobre todo, en su versión más sórdida, el populismo de derechas. Una variante que proyecta la bilis social sobre el eslabón más débil, el inmigrante. Un odio hacia la diferencia que emplean para soldar una identidad nacional granítica y excluyente. Esta resaca populista está lejos de haber terminado. Es presumible pensar que la nueva crisis existencial podría revitalizar a las fuerzas populistas. Más cuando la lucha contra la pandemia mutará necesariamente en una crisis económica sin precedentes. Cabe esperar una gran demanda de seguridad. Ya estamos viendo las soluciones que proponen los nacional-populistas. Levantar fronteras. Cerrar el espacio Schengen. Culpar a los inmigrantes. Una pasión nacionalista que no hay que tratar con suficiencia cosmopolita.
Paradójicamente, en España el populismo de extrema derecha no se ha comportado del mismo modo. En lo único que coincide es en el uso sistemático de la mentira y en una retórica nacionalista hiperbólica y agresiva. Por lo demás, está intentando capitalizar parte del descontento social demandando libertad. Una idea que tiene una enorme fuerza evocadora y sentimental. Vox la está usando como un arma arrojadiza contra el Gobierno. Busca que la ciudadanía perciba al Ejecutivo como un agente del mal. Una representación del autoritarismo. Poco importa que las medidas contra la pandemia hayan seguido todos los cauces y procedimientos democráticos. Ellos niegan su legitimidad. Lo que empezó como una revuelta de las clases altas madrileñas está comenzando a extenderse a otras capas sociales. Vox lo sabe. No está jugando la carta del temor existencial, sino la del miedo económico de parte de aquellos sectores sociales que perciben la posibilidad del descenso social. Tras la reivindicación de libertad podría esconderse un motivo concreto: preparar el terreno para una revuelta fiscal.
Habrá que estar atentos al después de la pandemia. El confinamiento nos ha arrojado a otra vida. Estamos fuera de la cotidianeidad. Vivimos un paréntesis lleno de dudas. Es imposible determinar qué va a pasar después. No sabemos cuáles van a ser con exactitud las consecuencias espirituales y materiales. Todos estamos escribiendo esta historia. Pero hay que estar atentos a la seducción populista. El miedo al Otro hobbesiano podría dar paso a una nueva forma de leviatán populista.