No es pandemia para viejos. Esta es una frase que de un modo u otro mucha gente tiene en mente en estos tiempos inéditos y agitados. El maldito virus ataca a todo el mundo, pero se ceba particularmente con las personas mayores, cuya mortalidad es insufriblemente alta. Y, por si eso fuera poco, vienen los expertos de las UCI y de los comités de bioética a rematar la faena planteando la exclusión de los ancianos ante la escasez de ventiladores que han dejado estos años de cuestionables recortes sanitarios. Véanse, por ejemplo, las Recomendaciones éticas para esta pandemia de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias, y la respuesta del Comité de Bioética de España de 25 de marzo.
A falta de la ansiada pero todavía lejana vacuna, el confinamiento y el distanciamiento social son las únicas medidas sociales que pueden paliar una tragedia mayor, convirtiendo a la solidaridad en una feliz aliada de la suerte de los mayores. Pero incluso este último y desesperado aliento social tiene los días contados. La sociedad no puede o no está dispuesta a soportar por más semanas la parálisis económica. Y no solo porque el poder del dinero esté enseñando sus afiladas garras, sino sobre todo porque no se puede enjaular durante mucho tiempo la vitalidad de la juventud y su legítima necesidad de abrirse paso en la vida. En medio de la precariedad laboral en que vivimos, muchas familias jóvenes son pobres o rozan la pobreza y, si no llevan pronto el sustento a sus casas, miles de niños descenderán aún más en el abismo de la miseria. Estos días, hemos avanzado éticamente al haber sustituido el egoísmo individual de los tiempos de normalidad por la solidaridad social, pero esta tiene sus límites. En la nueva normalidad, tenemos que buscar un equilibrio entre la energía de los que están aún construyendo su proyecto vital y la tranquilidad de los mayores. La salud pública no puede estar por encima del conjunto del bienestar social, ni puede ignorar que determinadas medidas salubristas a corto plazo pueden incrementar las desigualdades sociales, provocando, a medio y largo plazo, mayores crisis de salud pública que hoy parecen invisibles a los ojos de la inmediatez.
Hay muchas formas de entender éticamente esta pandemia, y una de ellas sin duda es a partir del conflicto generacional. ¿Qué deben en justicia los jóvenes a los viejos, y estos a aquellos? Es una pregunta difícil que hoy sobrevuela indirectamente la mente de la ciudadanía y de las personas que toman decisiones cruciales, tanto en la política como en los centros sanitarios. La salud pública tiene como objetivo la buena salud de todos y todas. Presupone con acierto que, en general, la buena salud comunitaria mejora las expectativas individuales de salud. Pero los salubristas no tienen una respuesta médica al conflicto intergeneracional si hay que elegir entre la salud de los mayores y la de los más jóvenes. No la tiene porque lo que está en juego es el bienestar de la comunidad, que es un concepto más amplio que el de la simple salud, porque la definición del bienestar es un asunto filosófico, y porque el conflicto generacional sobre la salud y el bienestar que se está dirimiendo en esta pandemia solo se puede resolver con decisiones éticas sobre lo que es más justo, sobre lo que debería ser una sociedad justa. Y, a todo esto, ¿no deberíamos preguntar a la ciudadanía? En democracia, los conflictos hondos de valor no los deben resolver los expertos, sino todos los afectados en condiciones de igualdad. La ciudadanía necesita a la ciencia tanto como esta a la ciudadanía. Y los políticos deben dejar de vociferar por una vez y escuchar a ambos con humildad y voluntad de servicio, que para eso deberían estar.