Si no limpiáramos nuestros hogares, no nos preocupásemos de lo que hay que comprar para que la nevera esté abastecida o no se cuidara a familiares dependientes, nuestras vidas colapsarían y la economía se desplomaría. La COVID y millones de personas intentando llevar a buen puerto la imposible tarea de trabajar mientras se atiende a niños y niñas sin cole, han servido para darnos cuenta de algo que no por obvio era menos invisible: sin trabajo de cuidados no hay nada. Y, por ende, sin las personas que los prestan, a pesar de lo minusvaloradas que están, el mundo se para.
La forma en la que repartimos los trabajos de cuidado en nuestra sociedad genera injusticias, desigualdad y pobreza. Su repercusión más obvia es la posición de desventaja de las mujeres en el mercado laboral: menos actividad, más paro, carreras laborales interrumpidas y una presencia desproporcionada en empleos con salarios bajos, en contratos a tiempo parcial o temporales. La penalización por cuidar se deja sentir si se intenta mantener el empleo y también si se renuncia totalmente a él en forma de pensiones más bajas.
Pero a esta injusticia se añade otra de la que se habla menos: la generación de un sector laboral en la sombra y lleno de vidas rotas; el sector laboral más precario de nuestro precario mercado laboral, las trabajadoras del hogar y cuidados empleadas directamente por las familias. Un colectivo que supone el 5% de todas las trabajadoras en España, nada más y nada menos que medio millón de mujeres.
Ante la ausencia de una respuesta por las Administraciones Públicas, las familias hemos externalizado a bajo coste el cuidado de nuestros hogares y de quienes más queremos en un modelo de reparto de estas tareas muy particular, prácticamente excepcional dentro de Europa. Según un informe de UGT, el 28% de todas las trabajadoras del hogar empleadas por un hogar particular en la UE trabajan en España.
En aquellos países donde el cuidado de, por ejemplo, personas dependientes o ancianos se ha puesto en manos de servicios públicos con una mucho mayor inversión, el número de trabajadoras del hogar se derrumba y sube con fuerza el de trabajadoras de servicios sociales. En España, unas 85.000 trabajadoras del hogar cuidan de adultos. Si, cumplidos los requisitos, pasaran a ser empleadas del sistema de atención a la dependencia, el número de trabajadoras de atención domiciliaria crecería casi un 50%. El ahorro en dependencia del Estado se sortea con el trabajo no remunerado de mujeres familiares de las personas dependientes y un colchón de trabajadoras ultra baratas.
Y aunque el valor del trabajo de estas mujeres es incalculable y las familias se gastaron antes del COVID, 7.250 millones en contratarlas, una de cada tres es pobre; pobreza que se proyecta en su protección social futura con las pensiones más bajas de todo el Sistema de Seguridad Social. Los cálculos de Oxfam en base a datos oficiales son dramáticos: multiplican casi por tres la pobreza laboral del conjunto de personas asalariadas y por 3,4 los retrasos en el pago del alquiler o hipoteca. Una de cada 6 vive en pobreza severa y, prácticamente todas aquellas que están empleadas como internas –unas 40.000-, declaran padecer problemas psicológicos de distinta gravedad: insomnio, ansiedad, estrés continuo, aislamiento…
Estas trabajadoras no tienen reconocidos los mismos derechos que el resto de las personas asalariadas y no es difícil relacionar estas carencias con la falta de valoración y reconocimiento social de su trabajo. Carecen de prevención de riesgos laborales, prestación por desempleo, protección ante el despido injustificado, negociación colectiva efectiva o enfermedades profesionales reconocidas. A la falta de reconocimiento formal de determinados derechos hay que añadir que son mucho más vulnerables a no ver cumplidos aquellos que, en teoría, sí tienen. No en vano son mujeres, algo más de la mitad migrantes -1 de cada 4 en situación irregular-, desempeñan su trabajo en soledad, en el espacio privado de los hogares de otros y sufren una alta dependencia económica. El 36% del trabajo del hogar se presta en la economía informal, sin cotizaciones, sin derechos, invisibles. Terreno abonado sobre el que llegó la pandemia con una especial incidencia: están entre los colectivos laborales que más han enfermado y más empleos han perdido.
Hace casi una década que entraron en vigor una serie de modificaciones en materia laboral y de seguridad social para las trabajadoras del hogar, con la idea de equiparar progresivamente sus derechos y obligaciones con las del resto de personas asalariadas, buscar vías para una protección por desempleo y alternativas al desistimiento (figura legal que permite el casi despido libre). Se fijó incluso un calendario para su incorporación en igualdad al Régimen General de la Seguridad Social. Sin embargo, cada vez que se acerca la fecha, ésta se pospone. Se mantiene sine die a un grupo amplio de mujeres en la precariedad y la pobreza para que sus salarios sean asequibles al resto de la población, poniéndose en tela de juicio nuestro compromiso y el de nuestra clase dirigente con la igualdad entre hombres y mujeres.
Si en otros países de nuestro entorno el reparto de los cuidados entre empresas más abiertas a la corresponsabilidad, hombres, mujeres y Estado no genera tal sufrimiento, es hora de que recorramos la misma senda. En primer lugar, es esencial contar con más servicios públicos de calidad que generen empleo de calidad. El recientemente iniciado refuerzo del sistema de atención a la dependencia debe dar lugar a que las mujeres que hoy cuidan empleadas por las familias pasen a hacerlo, previa acreditación de sus competencias, como trabajadoras de servicios públicos. En segundo lugar, la ratificación del Convenio 189 de la OIT de trabajo decente para las trabajadoras del hogar –incluida en el acuerdo de Coalición- debe conllevar una mejora sustancial de sus condiciones laborales, con el reconocimiento de derechos que ahora se les niega y la puesta en marcha de políticas que proactivamente eviten que el reconocimiento formal se quede en papel mojado.
No es de recibo que precisamente los trabajos más esenciales, aquellos sobre los que se asienta todo lo demás, sean precisamente los más precarios y los menos reconocidos socialmente.