Todo el trabajo es trabajo sexual
Sí, hemos captado tu atención y nos reafirmamos en el título. No es un artículo de clickbait, mantenemos que nuestra condición de sexo, ser mujer u hombre, condiciona nuestra actividad laboral transversalmente. Y transversalmente no es un decir, es ver el informe último de Intermón Oxfam con el que al inicio de esta semana se nos atragantaba el desayuno confirmando lo que ya sabemos: que, si las personas trabajadoras de este país lo tenemos crudo, las mujeres trabajadoras lo tenemos doblemente mal. Y ya si eres joven o si llevas una familia monomarental, para qué contarnos.
Porque esta reflexión no es nueva, el Grupo Confederal intenta promover, desde su llegada al Congreso, una legislación en materia de igualdad entre mujeres y hombres en el mundo del trabajo que ponga fin a una discriminación histórica y extensa, que afecta al mercado laboral, a la calidad de pensiones o prestaciones y, de forma indisoluble, a los cuidados y derechos vinculados con la crianza, la maternidad o la paternidad. Por decirlo con una expresión que puede sonar antigua, pero es, en realidad, cristalina: queremos erradicar la división sexual del trabajo productivo… y reproductivo, pues el feminismo nos ha enseñado que no puede entenderse el uno sin el otro.
¿Qué tienen que ver los salarios, las condiciones de las prestaciones por desempleo en el caso de haber trabajado a tiempo parcial y la igualación de permisos de maternidad y paternidad (proposiciones de leyes todas presentadas por nuestro grupo)? Sin querer solucionar un debate teórico de recorrido centenario, a nadie se le oculta que en todo el mundo somos las mujeres quienes asumimos una mayor parte de ese trabajo invisible, no contabilizado y que sostiene el sistema, relacionado con el mantenimiento de la vida. Somos cuidadoras de nuestras personas mayores, pero somos madres que padecemos, en el mundo del empleo remunerado, una penalización fortísima por decidirnos a tener hijas e hijos y pretender conciliar nuestra vida laboral con esa crianza. Somos, en todo caso, quienes asumimos de forma mayoritaria las horas dedicadas a las tareas del hogar incluso en parejas jóvenes y sin criaturas.
Uno de los temas recurrentes en las caricaturas que satirizan a las feministas desde el siglo XIX es presentarlas como malas madres. La forma de mostrar esta dejación de funciones supuestamente naturales es reiterativa: la sufragista con escarapela al pecho llega tarde a una casa donde un hombre trata de ocuparse de un bebé, la cena, la higiene elemental del espacio y, a ojos de quien satiriza, su propia masculinidad perdida. La diferente ocupación del espacio público -ellas a cuidar, ellos a gobernar-, sigue aún en nuestro imaginario por mucho que las legislaciones avancen o reconozcan la igualdad formal, pues incluso las propias mujeres padecemos muchas veces las consecuencias de una educación en la culpa y la entrega a las demás personas por encima de nuestro propio bienestar y dignidad personal. Así que las mujeres que son madres o las que tienen que cuidar a otras personas van de cabeza a torpedear el éxito de su carrera profesional, directamente al abandono del mercado laboral, y lo hacen optando mayoritariamente por estrategias que les hacen más fácil seguir ocupándose del cuidado: reducciones de jornada, permisos, excedencias u optar de forma escandalosamente mayoritaria por el empleo a tiempo parcial que, entre otras cosas y por el vigente sistema de cómputo, garantiza peor prestación por desempleo y, a futuro, peores pensiones.
Los estereotipos culturales por los cuales nosotras cuidamos mientras ellos “ganan el pan” son poderosos y tienen vigencia de siglos. Por eso, desmontarlos requiere una clara acción por parte de los gobiernos que se dicen democráticos. Que a día de hoy en España exista brecha salarial de género sólo se entiende si pensamos que para muchos varones en posiciones de poder político y económico -pero también para muchas personas inmersas en este injusto sistema patriarcal-, el trabajo de las mujeres es una “ayuda”, un “complemento”, porque es el empleo masculino el que tiene verdadero valor (además de la obligación simbólica de mantener a su familia) y porque implícitamente se valida que una mujer es, por encima de todo, “madre”, y en el momento en que decide tener criaturas cualquier reivindicación de derechos laborales o preferencias íntimas es poco menos que egoísmo socialmente punible.
Este peso del valor del empleo masculino está íntimamente ligado a la forma en que todavía hoy nos comportamos las mujeres que decidimos ser madres en el mercado de trabajo: privilegiando el salario masculino, que es mayor de forma perversa debido a esa brecha de género injusta, y siendo nosotras las que boicoteamos nuestra carrera profesional muchas veces con gusto o sin darle importancia: por amor, por criar a nuestras hijas e hijos, por lo que parece un acto de voluntad libre y autónoma. Y habrá casos, sin duda, y es muy necesario repensar las condiciones del trabajo asalariado y su centralidad por encima de la vida, el cuidado y otras formas de organización humana más libres y justas, pero cuando toda la estructura económica del Estado está diseñada para que nosotras cuidemos y ellos trabajen fuera de casa, la responsabilidad elemental de quienes tienen potestad legislativa es la corrección de esa injusticia flagrante que limita los alcances de la ciudadanía de mujeres y de hombres, por no hablar del rubor que da pronunciar la palabra democracia o la palabra justicia en estos casos.
Para dejar de ser trabajadoras de segunda, penalizadas por querer ser madres, empujadas fuera del mercado para que sigamos cuidando gratis (ese trabajo reproductivo no remunerado que sostiene, desde hace siglos, este sistema injusto), medidas como la vigilancia estatal de la igualdad salarial, acciones positivas que corrijan mecanismos que generan injusticias por razón de sexo en materia de derechos laborales y prestación por desempleo o la consideración de los permisos de maternidad y paternidad como iguales e intransferibles, equiparando a los sujetos que cuidan en el ámbito público además de en el privado, es fundamental.
Para el Grupo Confederal y los partidos que lo conforman, destruir los distintos sistemas de privilegios y castas que nos hacen una sociedad peor y que nos impiden un desarrollo justo y democrático como pueblo es una premisa de nuestra labor legislativa que tiene muy en cuenta la centralidad de las políticas públicas feministas en la agenda, no como asuntos apartados en un gueto rosa y tratados con menor empaque político, sino como elementos vertebradores de una justicia radical que afecta -como muestran estas tres iniciativas legislativas- al núcleo duro de la organización económica de un país, un continente, un mundo. Y es ponernos ya con esto, o seguir leyendo informes de Intermón Oxfam y de otras organizaciones, año tras año, en los que las mujeres seguiremos siendo las más perjudicadas por la desigualdad, hasta que quedemos relegadas a un limbo que ya no será ni empleo y sí únicamente el rostro de la pobreza.