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UE: que la guerra no nos cambie

Volodimir Zelenski, presidente de Ucrania, recibe en Kiev a Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, en una imagen de archivo.

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El tiempo que dura una guerra es siempre una eternidad. 

Desde luego en Ucrania, donde el coste humano y material del conflicto armado desatado por la ilegal invasión rusa hace doce meses es dantesco: las decenas de miles de combatientes y civiles muertos o heridos, los millones de refugiados y desplazados y una destrucción cifrada en cientos de miles de millones de euros son argumentos trágicamente evidentes para trabajar por el restablecimiento de la paz sobre la base del cumplimiento del derecho internacional.

Como ciudadanos de la UE debemos sentirnos especialmente concernidos por una catástrofe que tiene lugar en nuestro continente y siega la vida y los proyectos de europeos como nosotros. La Unión ha sido contundente en su reacción a la invasión a través del apoyo político, económico y militar a Ucrania, por un lado, y de las sanciones a la Federación Rusa, de otro. Correcto. Pero, al mismo tiempo, tiene que reflexionar profundamente sobre cuatro implicaciones de esta guerra para su presente y su futuro, evitando que la guerra cambie su naturaleza o su posición de fondo.

La primera implicación, sobre su identidad: la respuesta a esta guerra no debe modificar lo que representa la UE como proyecto de paz, alejada de convertirse en una potencia clásica que base su influencia internacional en el poderío militar. Tenemos que seguir siendo un poder global relevante por la capacidad de atracción de nuestro modelo -democracia y solidaridad- y nuestra colaboración política y económica de carácter abierto y universal, con una política exterior centrada en la prevención de conflictos y la gestión de crisis y un gasto en defensa suficiente y eficaz para garantizar nuestra seguridad. No somos una alianza militar.

La segunda, sobre su autonomía estratégica: la UE debe tener plena capacidad de decisión en todos sus ámbitos de competencia, estableciendo sus objetivos y los medios para alcanzarlos con independencia de criterio. Tener aliados y socios es imprescindible, pero siempre en pie de igualdad y teniendo antes que nada en cuenta los intereses de su ciudadanía y sus Estados miembro. La Unión es una realidad política y jurídica bien definida, en profundización y ampliación permanentes: confundirla con conceptos geopolíticos abstractos -sobre todo de cara a otros continentes- no es precisamente una buena idea.

La tercera, sobre la seguridad en Europa: construir un marco compartido por todos los países europeos, con vías efectivas de solución de diferencias y orientado al desarme -empezando por el nuclear y siguiendo por el convencional- es imprescindible. Conformar un esquema de seguridad dinámico desde el Atlántico a los Urales sigue siendo una tarea pendiente que la UE debería incluir entre sus prioridades. Apostar por uno excluyente sería un error impropio de la visión europea.

La cuarta, sobre su relación global: la UE es exactamente lo opuesto a lo que Europa representó para buena parte del mundo durante siglos, es decir, el colonialismo. Bien al contrario, debe ser percibida como una parte del Norte rico y desarrollado -esa es la realidad- empeñada en promover relaciones estables de respeto e igualdad con el resto del Planeta para la consecución de objetivos compartidos como el desarrollo sostenible y la lucha contra el cambio climático, a través del libre comercio y la cooperación. Considerar al Sur global como un socio y buscar la convergencia con sus legítimas aspiraciones es la opción europea. Ni la división del mundo en bloques -en una suerte de retorno a la Guerra Fría- ni el unilateralismo casan con la identidad de la UE.

Si somos capaces al tiempo de ayudar a Ucrania y de mantener nítidos los perfiles propios de la UE -que están en sus orígenes, su historia y, no lo olvidemos, sus Tratados-, habremos conseguido cumplir con nuestras obligaciones y dar una nefasta noticia a cuantos autócratas gobiernan en el mundo, empezando por el que ha provocado esta guerra: Vladímir Putin.

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