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La universalidad de Timoteo Mendieta

Timoteo Mendieta y su esposa, María

Ana Messuti

Abogada de la Querella Argentina contra el Franquismo —

Una gran desproporción: por una parte, un ser humano, despojado de todo, hasta de la vida, y por la otra, la justicia, pero no cualquier justicia, sino nada menos que la justicia universal. Un hombre, que ni siquiera tiene lo mínimo que puede tener, la vida, y la justicia, con todo lo que resuena en el vocablo, pero que además pretende ser para el universo entero.

De Timoteo Mendieta, nos han quedado los huesos, que permitieron armar su esqueleto destruido. Los huesos de Timoteo, lo único que los nietos y la hija pudieron recuperar de él, huesos callados, silenciosos, pero tan elocuentes que permitieron identificarlo, es decir, nombrarlo. Volver a reunir un cuerpo, o lo que queda de un cuerpo, y su nombre… Con todo lo que se cifra en un nombre.

No hay nada tan material, tan físico, en un ser humano como los huesos. No hay nada tan abstracto, tan etéreo, en el derecho, como la justicia; incluso hablamos de la idea de justicia.

Para establecer esa conexión entre Timoteo Mendieta y la justicia universal, muchos han intervenido: su familia, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, una jueza argentina, varios jueces de Guadalajara…

Lo universal, la universalidad de la justicia parece referirse, a primera vista, a lo espacial, a lo geográfico, a que ha sido una jueza argentina, es decir, de otro país, quien ordenó la exhumación de Timoteo. Pero la universalidad de la justicia que llega a Timoteo es más una cuestión de tiempo que de espacio. Es una justicia que de tanto atraso que lleva podría calificarse de intemporal: llega a ocuparse de alguien que ha desaparecido hace casi 80 años…

Pero me atrevo a decir que la justicia no es universal sólo por el espacio y por el tiempo, sino por haber podido llegar a Timoteo y los que con él se encontraban en la fosa a la que fueron arrojados, o en la que se les dejó caer, en un acto más que deliberado de negligencia y abandono, descuido, desprecio. A todos ellos se los habían llevado sin decir qué destino finalmente les darían, convirtiendo en víctimas del mismo crimen a sus familias: un crimen que despoja a los asesinados no sólo de la vida, sino de su nombre e identidad, y a los familiares, de sus muertos, a quienes no saben dónde ir a llorar… y que en algunos casos ni siquiera saben si tienen muertos que llorar. Esto es propio de los crímenes cometidos en España durante el franquismo, y en la Argentina durante la última dictadura cívico militar, (aunque  en la Argentina actual también hay que lamentar la desaparición del joven Santiago Maldonado): no sólo se mata; se oculta, se borra todo rastro, para que ni siquiera se sepa si hay que llorar ni dónde.  

Este es otro aspecto de la universalidad de la justicia que ha amparado la búsqueda de Timoteo: el crimen comparte nombre con un crimen bautizado hace relativamente poco, en otro país, en otra época: la desaparición forzada. Se da un nombre nuevo a un crimen antiguo, se extiende ese nombre que se ha dado a los crímenes cometidos en otro continente, pero que en realidad son los mismos crímenes. Hay en la desaparición forzada una universalidad espacial, demostrada por las Convenciones sobre esta materia existentes en el ámbito internacional, y una universalidad temporal, al aplicarse a los crímenes cometidos antes de que tuvieran ese nombre.

Porque en la justicia universal, el nombre no hace al crimen, sino que lo reconoce, define a un crimen que ya existía. Sin embargo, las mejores definiciones de la desaparición forzada las dan las víctimas, los familiares. Por ejemplo, Ascensión Mendieta, la hija de Timoteo, ante los primeros huesos que supuestamente eran de su padre, con profundo dolor decía: “Pobre padre mío, se ha pasado casi toda la vida bajo tierra”. Porque para Ascensión, como para todos los familiares de desaparecidos, su padre sólo estaba muerto cuando lo pudo ver, constatar su muerte.

Y sólo en el momento del entierro, pudo Ascensión manifestar todo el dolor acumulado, sólo allí, cuando finalmente se despedía de él, pudo llorar a su padre, y todos los presentes lloramos con ella. Por ello la desaparición forzada es un crimen tan especialmente cruel: mantiene vivo un dolor que se alimenta de incertidumbre, y la incertidumbre no hace sino acentuar el dolor. La desaparición forzada es uno de los crímenes contra la humanidad.

En los crímenes contra la humanidad, la justicia es universal porque, si bien se ocupa de los grandes crímenes que interesan a todo el mundo, se ocupa al mismo tiempo de las víctimas más humildes, más vulnerables, sin exclusión alguna. Llega a esas víctimas, las busca por toda la tierra, y debajo de toda la tierra. Así se ha encontrado a Timoteo.

Timoteo era un hombre humilde, un hombre que aunque era bien conocido en su pueblo, Sacedón, estaba muy lejos de la fama mundial. Ahora no cabe duda de que Timoteo se ha universalizado. Podemos decir que queda mucho más de Timoteo que sus restos mortales ahora recuperados. Hay imágenes de Timoteo vivo y muerto, de su esqueleto, innumerables fotos de su hija Ascensión, de sus nietos, hay un “universo Timoteo Mendieta”, que se ha abierto en los relatos actuales de los medios de todo el mundo,  

Pero para que alcanzase esa notoriedad Timoteo Mendieta, se ha debido pagar un precio muy alto. La gravedad del crimen es el puente entre la muerte de Timoteo y la justicia universal. Porque la muerte de Timoteo ha sido una de las muchas, muchísimas muertes, asesinatos, que se perpetraron en esa época. Y es el hecho de que la muerte de Timoteo haya sido acompañada de otras muertes, como lo prueban, sin ir más lejos en las fosas donde lo buscaron y finalmente encontraron, los huesos de unos 22  individuos en la primera y 24 en las demás, que fueron, como Timoteo, asesinados, arrojados, ocultados, para que no perdurase siquiera su recuerdo.

Esa muerte en medio de tantas muertes (basta pensar que sólo en el cementerio de Guadalajara hay todavía unos 1.000 individuos en fosas comunes, y en todo el Estado español, decenas de miles). Ese crimen en medio de tantos crímenes es lo que configura los crímenes contra la humanidad. Frente a ellos sólo cabe una justicia, la justicia universal. Porque cuando se lesiona la humanidad, no puede haber otra justicia que esta de largos tentáculos, que no tiene límites ni en el espacio ni en el tiempo, ni en los ricos ni en los pobres, ni en los verdugos, estén vivos o muertos.

Es el propio criminal con su crimen quien ha llevado a sus víctimas al universo de la justicia mundial. Lo paradójico de estos crímenes es la contradicción del propósito de sus autores: no sólo han querido sepultar bajo tierra a sus víctimas, sino hacerlas desaparecer para la tierra entera. Han querido aniquilar, borrar de este mundo, ocultar bajo tierra sin lápidas ni nombres, a hombres y mujeres; pero los cuerpos de esas mujeres y hombres, casi 80 años después, no sólo salen, van saliendo, a la superficie de la tierra, sino que aparecen ante el mundo entero.

El mundo entero ahora conoce su historia, y la justicia –no la justicia estatal, ni la argentina ni la española, por sí solas, sino la segunda actuando por cuenta de la primera, y en ese actuar juntas, convirtiéndose en justicia  universal– señala dónde se encuentran las víctimas de esos crímenes, ordena que se abran las fosas, que se saquen los restos que queden de esas víctimas y que se las identifique, que se les restituya el nombre.

Precisamente, ahora, el universo de Timoteo Mendieta se está poblando de los nombres de sus compañeros de fosa, y de las fosas vecinas, que se abrieron para buscarlo, y ya no necesitaremos decir que había muchos Timoteos, porque estamos conociendo los nombres de cada uno y de cada una, y se podrán entregar a sus familias cuando aún las tengan. Y cuando no, se les podrá dar una sepultura digna, con la dignidad que merecen frente a los largos años de indignidad, no de ellos, sino de quienes los asesinaron, ocultaron, aniquilaron. Sin lograrlo, sin lograrlo.

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