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Una Università di merda

Miguel Ángel Presno Linera / Pablo de Lora Deltoro

Desde hace varias semanas es habitual que cada pocos días se conozca una nueva sospecha de plagio académico del actual rector de la Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid, el profesor Fernando Suárez Bilbao. En el momento de escribir estas líneas hay robustos indicios de que se ha aprovechado burda y extensamente del trabajo de varios colegas pero también del realizado por un cónsul de Portugal, por los autores de una página web que promociona el recorrido en bici del Camino de Santiago y hasta de la publicación de un rabino. Aunque los hechos deben ser investigados con rigor y hasta sus últimas consecuencias, la actitud del rector y las pruebas publicadas en la prensa dejan lugar a muy pocas dudas.

En efecto, en una comunicación dirigida al Consejo de Gobierno de su Universidad, y que incluye varios errores gramaticales, el rector achaca las denuncias a una suerte de conspiración contra la propia Universidad: se escuda en que los “corta y pega” detectados son “disfunciones” atribuibles a que “se trabaja en equipo”, se niega a aceptar que lo suyo sea un caso reiterado de plagio –con el peregrino argumento de que no había ánimo de lucro, desconociendo con ello las previsiones de la vigente Ley de Propiedad Intelectual– y, añadiendo sal a la herida, rechaza dar explicaciones a la sociedad que le paga un generoso sueldo mensual del que son parte relevante los complementos de investigación derivados de “sus” publicaciones.

¿Se imaginan que, por citar algunos ejemplos, la persona que dirige un importante hospital público hubiera cometido reiteradas malas prácticas en el ejercicio de su profesión? ¿O que lo hiciera quien está al frente de una empresa pública? ¿Podrían mantenerse en su puesto, escurriendo el bulto, sin que sus colegas, la Administración y, en general, la sociedad les exigieran, como mínimo, asumir responsabilidades y abandonar el cargo? Nos permitimos dudarlo.

Hay varias cosas preocupantes en este caso: en primer lugar, que estos plagios se hayan detectado varios años después de haberse cometido y sin que lo hubieran notado –al menos no lo denunciaron– quienes están encargados de supervisar la producción académica de un universitario: las personas que editaron o coordinaron sus publicaciones y, sobre todo, la Comisión Nacional que valora cada seis años los trabajos de los investigadores y avala la concesión, en su caso, del correspondiente reconocimiento, que, como ya se ha dicho, tiene un importante correlato económico.

En segundo lugar, es elocuente el silencio cómplice que han venido manteniendo la mayoría de los miembros de la Universidad Rey Juan Carlos, contándose entre las honrosas excepciones los estudiantes que han reclamado su dimisión. Pero esa complicidad se ha extendido a los comités científicos de las publicaciones que le han mantenido de máximo responsable (el Anuario de Historia del Derecho, dependiente del Ministerio de Justicia); a los sindicatos con representación en la URJC y a la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, que han considerado que se trata de actuaciones que nos les conciernen, y lo mismo cabría decir de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria española, quizá en parte por desconocimiento –los hechos han sido silenciados por varios medios de comunicación–; tal vez porque consideren que “no es para tanto”.

En estos días aquellos de nuestros compañeros hondamente consternados –que también los hay, y muchos– esgrimen la autonomía universitaria constitucionalmente garantizada para aplacar los ánimos de quienes apelan a la intervención de las autoridades administrativas. El propio rector Suárez ha recordado que él se debe “a su comunidad universitaria”.

Lo cierto es que las Universidades públicas se deben a los contribuyentes de cuyos impuestos provienen fundamentalmente sus recursos, si bien son finalmente los gestores quienes deciden en buena medida sus usos de forma tal que les quepa un buen margen de maniobra para satisfacer las legítimas, o no tan legítimas, aspiraciones de su personal, tanto el administrativo como el docente e investigador (a la postre sus potenciales votantes). No debe extrañar por ello el silencio de buena parte de ese personal muy directamente concernido (y a mayor precariedad o inestabilidad en su condición, más estruendoso su silencio). El caso del rector Suárez muestra bien a las claras las perversas consecuencias –irresponsabilidad y clientelismo– del modelo de gobernanza universitaria en el que nos hallamos inmersos desde hace años.

Todo ello sucede en una Universidad española que, aunque muchas veces se ponga en duda, ha venido cumpliendo aceptablemente, incluso en épocas de duros recortes económicos y de personal, y pese al deficiente sistema institucional y de incentivos descrito, las exigencias que le impone su ley reguladora: a) la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura. b) La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística. c) La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del desarrollo económico. d) La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida. 

Pero es que al lado de esta Universidad que trabaja con dignidad y se esfuerza en ser útil a la sociedad que le paga hay otra opaca, mediocre, clientelar y corrupta. Parafraseando, que no plagiando, la película I compagni: “Senta, scusi, che Università è questa?”; “Questa è una università di merda”. ¿A qué esperamos para acometer la limpieza?

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