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Una valiente y cien cobardes

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En la infancia a mis hermanos los enseñaron a defenderse de los bulíes, mientras a mis hermanas y a mí nos enseñaron a protegernos del mundo. Amanecí pensando en esto porque hablaba con un amigo que tiene una hija de once años que se declara feminista, a él le preocupa que su hija esté tan consciente y preocupada sobre la violencia masculina. “Le digo que no todos los hombres son violentos, pero la realidad no me ayuda”, dijo mi amigo con gesto de consternación.

Solemos normalizar aquello que en nuestra infancia constituye el libro no escrito de las reglas de la vida, son esos consejos maternos, paternos, de abuelos, que nos dictaron hacia dónde mirar, en quiénes confiar, a quién o a qué debemos temer y qué voces debemos negar. Rara vez reflexionamos sobre la manera en que aquellas frases repetidas por quienes nos educaron marcaron nuestra forma de evaluar el peligro y el riesgo o de valorar la seguridad y el bienestar. Con esas reglas aprendimos a reaccionar en la niñez y a vivir en la adultez. 

Deliberamos muy poco sobre los mecanismos emocionales que se activaron en nuestra niñez para entender cómo amar, cómo desear, cómo disentir, como detectar y rechazar las violencias para alejarnos de ellas; cómo reconocer los destellos de bondadosa felicidad que tantas veces se nos escapan. 

Casi nadie sabe cómo aprendió a ser valiente, casi nadie recuerda cómo aprendió a vivir con el miedo rumiando en la entraña. Yo crecí con una madre que me enseñó a detectar la diferencia entre lo que siento y lo que pienso. Me entrenó para escuchar a las y los otros, para escucharme a mí, porque mi madre entendió que yo era hipersensible y decidió darme herramientas para que llevase ese temperamento hacia el camino de la valentía y no el de la cobardía. 

La palabra cobarde, por cierto, viene del francés couard, que a su vez viene del latín que alude a la cola metida entre las patas de los lobos y los perros para mostrar sumisión. En nuestro lenguaje el miedo es cobardía, es decir, sumisión frente al peligro, ante el poder de quien puede dañarnos. Un maestro de criminología me dijo un día que un rasgo de los abusadores es que viven con miedo –son cobardes– y que infligen miedo para sentirse menos débiles. Los cobardes se someten y reproducen el mandato de “maltratar es mejor que ser maltratado”.

La palabra valentía, en latín significa acción de ser fuerte; es decir, ejercer la fortaleza, no someterse al miedo. Si algo he aprendido a mis 61 años, es que la cobardía incita al ejercicio de la violencia, lo he visto una y otra vez en la mirada de los agresores, de los pederastas, de los torturadores, son todos cobardes y, sometidos al miedo, atacan sin parar a fin de que nadie sepa que su crueldad se origina en el pavor de ser dominados. Es una paradoja que se repite siempre. De allí que en el mundo veamos a millones de mujeres y niñas valientes enfrentando el mal con dignidad, protegiendo a otras, buscando negociar para alcanzar la paz. Vemos a millones de hombres cobardes que, por no enfrentar a los violentos, niegan o minimizan la violencia sexual contra mujeres, niñas y niños.

Es curioso volver al origen de las palabras, de las emociones y las ideas para entender que nuestra cultura, el arte, la literatura y la épica en general relacionan la valentía con lo masculino, en esa alucinante fantasía lo heroico es lo violento, el miedo a ser conquistados incita a conquistar, a colonizar países, cuerpos, personas. Lo cierto es que más allá del mito de los hombres valientes, las mujeres hemos aprendido, algunas en la niñez y otras mucho más tarde, a ser fuertes por necesidad, a defendernos del mundo, a ser lubricantes sociales dedicadas a evitar la fricción generada por la crueldad de los violentos que en su mayoría pertenecen al universo masculino. 

Cuando alguien dice “las mujeres asesinas” ninguna de nosotras se siente aludida, sabemos que se refieren a agresoras en particular, no a todas. Es curioso que tantos hombres se sientan aludidos cuando decimos “los hombres violadores, maltratadores” o “los violadores en potencia”. Tal vez será porque en la infancia tantos aprendieron a someterse a las reglas del juego; si hubiesen sido niñas tendrían que haber aprendido a protegerse del mundo, a ser valientes, a proteger a las otras. Ciertamente tendrían menos tiempo para hacer la guerra, para cometer genocidios, para violar y destruir infancias. 

Hace unas semanas Gisèle Pelicot, acompañada de sus abogados, un fiscal y la policía francesa, denunció a su esposo y a 72 hombres, invitados por su marido Dominique para violarla luego que él la sedara intencionalmente. Ella ha insistido, como muchas de nosotras, que las víctimas no deben sentirse responsables, culpables o avergonzadas. Ha llegado el momento de que la vergüenza sea para los violadores, dijo la valiente Gisèle. 

Es verdad que ni todos los hombres son violentos ni todas las mujeres son buenas y solidarias. También es verdad que cada 12 segundos una mujer, niña o niño es víctima de violencia sexual y que el 99% de los perpetradores son hombres. En criminología decimos que los victimarios saben lo que hacen, que la violencia sexual siempre precisa de una preparación en que el victimario toma decisiones y sabe lo que hace, porque la violencia sexual es un ejercicio de poder para colonizar el cuerpo y la voluntad de su víctima, es, para muchos hombres, un acto épico de sometimiento que refuerza su hombría y erotiza la apropiación del cuerpo de la víctima pornificada. 

La lección que estamos aprendiendo con el juicio Pelicot radica en un hecho incontestable: los hombres contactados por redes sociales por Dominique Pelicot para violar a su esposa accedieron sin cuestionar nada. Los violadores, que tienen entre 26 y 74 años, han dicho en las primeras pesquisas policíacas que, “si el marido los invitaba todo parecía normal, porque un marido tiene derecho sobre la sexualidad de su mujer”. Uno de ellos –de 26 años– declaró que, aunque se veía sedada, él creía que había consentido a ser drogada para ser violada. El consentimiento imaginario.

Hay miles de hombres que se han manifestado abiertamente contra estos agresores y a favor de Gisèle, lo que necesitamos ver más pronto que tarde es a millones de hombres cuestionando a todos los violadores, enfrentándolos y llevándolos ante la justicia. Necesitamos escuchar a millones de hombres reconocer en voz alta frente a los cobardes que el cuerpo de las mujeres no le pertenece a nadie más que a ellas. Y sí, un acto público en que ellos reconozcan una y mil veces en voz alta, que están dispuestos a construir un mundo en el que sus hijas y el resto de las mujeres no tengan que ser valientes, sino simplemente fuertes, libres y felices.