Cuando se piensa en Venezuela casi nadie se plantea que, por autoritario que pueda parecer el régimen de Nicolás Maduro, ineficiente su acción de gobierno e incluso, legítimo el hilo que conduce hasta Juan Guaidó, el elemento (geo)político que subyace, es inquietante. Hace mes y medio que una cuarentena de países ha reconocido a un “Gobierno” que, en un contexto de polarización y crispación, no tiene un control real del territorio y mucho menos, del Estado. La decisión originaria proviene, además, de Washington y todo esto ocurre en un entorno volátil, como el latinoamericano, en el que los conflictos post-electorales son moneda corriente.
¿Qué sucederá cuando, a partir de ahora, vuelvan a producirse situaciones similares en la región? Difícil de predecir aunque, como otras muchas posibles consecuencias del inopinado desconocimiento internacional de Maduro, casi nadie se lo ha preguntado. Normal: el relato prefabricado en el que son encasilladas las noticias sobre Venezuela descansa sobre tres ejes argumentales (“Maduro-dictadura-hambre”) que traban casi cualquier cuestionamiento extra, por razonable que sea. Los enfoques son machacones y los comentarios, ideologizados. Ante eso, lo que este artículo se plantea es intentar iluminar las abundantes zonas de sombra.
Primera parada, nuestro entorno. Tocar la fibra sensible del europeo medio exaltando las disfuncionalidades del sistema político venezolano es relativamente sencillo. La cultura política de ambos continentes es tan diferente que hay circunstancias (como la corrupción, la hiperinflación o el desabasto) que aunque forman parte de la cotidianidad latinoamericana, en Europa, espantan. La pregunta entonces es ¿por qué la prensa nunca exaltó el grave conflicto poselectoral de Honduras, en 2017; los más de 380 mil muertos acumulados en México desde 2008 o el incremento en 2018, del 166%, de los homicidios en las favelas de Río de Janeiro?
La respuesta, posiblemente, sea múltiple: en la información internacional la agenda la suelen marcar las agencias de noticias; cada vez hay menos corresponsalías permanentes; América Latina es una región periférica… La cuestión subyacente es entonces de cajón ¿por qué a Venezuela, que tiene una población parecida a la de Perú, se le está prestando una atención informativa similar a la de México o Brasil? Eso, en Europa, equivaldría a poner en un mismo plano a Portugal y Alemania… Para responder, quizás sería bueno hacerse, como Mario Vargas Llosa en ‘Conversación en la catedral’, una pregunta matriz: “¿Cuándo se jodió Venezuela?”.
El relato mediático hegemónico tendría muy clara la respuesta: con el chavismo. Los datos duros, sin embargo, sugieren otra cosa: en 2008, los sociólogos venezolanos Margarita López Maya y Luis Lander sostenían que, entre 1989 y 2005, se habían producido 15,611 protestas callejeras en Venezuela (2,67 por día). El malestar, por tanto, viene de lejos ¿Pero por qué entonces casi nadie establece una línea de continuidad entre el descontento de la Venezuela pre y post-chavista? Los motivos se pueden intuir aunque, lo más práctico, es preguntarse por los efectos: sobrecargar el periodo actual tiende a hurtarle perspectiva al problema de fondo.
Prueba de ello es que, el tratamiento informativo que acostumbra a dársele a Hugo Chávez, escamotea que su primera elección como Presidente, en 1998, constituyó en realidad el último acto político de una larga crisis de legitimidad como las que ahora abundan, incluso en países de nuestro entorno. Chávez, hace veinte años, obtuvo un nada desdeñable 56% de los votos y su nueva Constitución, un 71%. Quizás por eso, visto desde la perspectiva actual, sea lícito preguntarse qué desencadenó un descontento tan grande para que los venezolanos escogieran a Chávez, de una forma tan abrumadora, por encima de sus partidos tradicionales.
La respuesta es sencilla: el Caracazo, una revuelta popular que tuvo lugar en la capital del país en 1989. Su saldo fue de 276 muertos oficiales y más de 3 mil oficiosos (recuérdese, como referencia, que ETA asesinó en España a 829 personas en 51 años). Durante los nueve días que duró el motín, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “la mayoría de las muertes fueron ocasionadas por disparos indiscriminados realizados por agentes del Estado venezolano mientras que otras fueron el resultado de ejecuciones extrajudiciales” (CIDH, 1999). Si hoy, los venezolanos siguen recordando aquello con terror, imagínese en 1998.
Dicho esto ¿cómo se llegó a un punto de ebullición tan extremo? De hecho ¿cuál fue el detonante real de un suceso que dinamitó la legitimidad del sistema político y envenenó el devenir del país por décadas? El relato oficial, el de la Wikipedia, alude al incremento del precio de la gasolina pero el verdadero problema de fondo fue más estructural: entre 1982 y 2003, los precios internacionales del petróleo, se desplomaron. En la ‘Venezuela Saudita’ eso supuso que se pasara, en poco tiempo, de incrementos del 25% en el salario real y del 40% en el gasto social, a planes de ‘ajuste’ que, desde 1983, contrajeron exponencialmente el PIB.
En el plano social, esos recortes provocaron que el país pasara, rápidamente, de elevados niveles de bienestar y una estabilidad política considerable, una rareza en América Latina, al caos. Protestas callejeras, revueltas, intentos de Golpe, inflación galopante, inseguridad y sobresaltos se convirtieron, después de 1989, en el pan nuestro de cada día: en realidad, un escenario muy similar al de los últimos años. ¿Qué hay entonces de excepcional en el periodo de Maduro? Pues, salvo que ahora se televisa, no gran cosa: los precios del petróleo volvieron a caer abruptamente en 2015 y la economía venezolana sigue siendo crudo-dependiente.
Sea como fuere, lo más inquietante, lo que explica el carácter endémico de la conflictividad (y casi nunca se le cuenta a la opinión pública internacional) es que la clase política venezolana nunca ha sido capaz, ni antes ni después de Chávez, de tejer un consenso orientado al reparto de la renta petrolera pero, sobre todo, al establecimiento de un modelo de desarrollo sostenible. Eso ni siquiera fue posible cuando, en 2011 y 2012, los precios internacionales del petróleo superaron los 100 dólares: el rentismo es insaciable. Pero ¿qué causó y qué causa ese fracaso político nacional? La mala administración, la cultura del despilfarro y la corrupción generalizada tienen parte de culpa pero la oposición que ahora abandera Guaidó, también.
De hecho, mientras su grupo político perdía 24 de 26 elecciones, intentó golpes de Estado (2002), referéndums revocatorios (2004) y boicots electorales (2006 y 2017) pero, sobre todo, le apostó todo a una política combinada de lobby exterior y protesta callejera interior. Un comportamiento como ese, en España, sería carne de Tribunal Supremo ¿De dónde sale entonces el reconocimiento de Guaidó como Presidente ‘encargado’? Sería bueno saberlo: lejos de contribuir a desactivar el problema, le echa leña al fuego y eso, considerando la situación actual, es muy preocupante: en Venezuela hay cultura de la violencia, resentimiento acumulado y muchas armas sueltas ¿Hasta dónde quieren llegar algunos? No se entiende.