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OPINIÓN | Ana 'Roja' Quintana, por Antonio Maestre

Viejas medidas para nuevas realidades

Un cayuco abandonado.

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La visita de Pedro Sánchez a Gambia, Senegal y Mauritania se cierra con ideas rancias bien conocidas porque ya se han implementado en el devenir de la migración desde el Norte de África. Nada nuevo en la ruta migratoria Atlántica después de treinta años, solo el sostenimiento de la perenne alianza de explotación, sufrimiento y muerte.

España lleva décadas hablando y ejecutando políticas de militarización en países fronterizos. Y como parte de estas, sorprendiendo de vez en cuando con deportaciones masivas usadas como golpe de efecto y que por cierto, son un gran negocio para las empresas que invierten en el control del movimiento. En 2006 Bakary e Ismail, el primero en silla de ruedas y el segundo un adolescente, se encontraron tirados en el desierto tras ser enviados desde Canarias a Mauritania junto a otros cientos, y así en un suma y sigue desde entonces.

Los impactos de estas medidas sobre las personas se camuflan como efectos colaterales de las luchas contra las mafias. Redes criminales que siguen creciendo porque los Estados han fracasado en su labor y simplemente las retroalimentan haciéndolas cada vez más fuertes. 

Al compás del terror, el viaje de Sánchez nos ha mostrado las “bondades” de las políticas de la compasión con discursos sobre rutas seguras, presentando a la migración circular como el culmen de las mismas. La circularidad no es la salvación de nadie, sino la representación de un sistema donde el reconocimiento de derechos y la seguridad está en las manos del explotador. Tal vez se debería preguntar a muchas jornaleras marroquíes cuyas vidas no han estado exentas de todo tipo de violencias durante su migración regular a los campos de fresas.

Da la sensación que cuando desde el norte global se difunden medidas no hay cuestionamiento, ni evaluación, como si fuesen verdades absolutas. Dogmas cuyo objetivo último es perpetuar un sistema para quienes se enriquecen con el sufrimiento, la explotación y la deshumanización de otras poblaciones. En El Ejido, durante la razzia del año 2000 contra las personas migrantes, se decía que éstas debían estar entre los invernaderos como los aperos de labranza, pero no visibles en las calles.

No se cuestionan los discursos ni las medidas porque nadie se escandaliza por las violaciones de derechos humanos que el control del movimiento de determinadas poblaciones está provocando, como si en estos treinta años y de forma callada un virus de inhumanidad se hubiese extendido de forma terrible. 

Estas supuestas verdades difundidas en acuerdos bilaterales no dejan espacio para desarrollar planteamientos que se abren camino desde el sur global, como la necesaria lucha contra el expolio y el extractivismo. Porque las poblaciones del Sahel y el África occidental están pidiendo controlar sus recursos naturales, y plantando cara a las herramientas de control neocolonial que aún persisten. Desde el sur se preguntan también ¿quién tiene la responsabilidad del cambio climático que cada año expulsa a más personas de sus hogares? Hace unos meses defensores del territorio me mostraban la foto de una mujer que yacía con un tiro en la cabeza al lado del río, ejecutada por grupos paramilitares vinculados a empresas extractivistas. Y es que las personas en África no tienen derecho a migrar pero tampoco a no migrar.

Sánchez no solo ha recuperado las medidas de siempre, sino que ha obviado a las miles de víctimas que han provocado esas propuestas políticas y evidentemente no ha tenido tiempo de hablar con representantes de familiares de las muertas y desaparecidas. Tal vez a Moncloa deberían llegar los listados de miles de personas que se fueron y nunca volvieron elaborados por alcaldes de barrios, comunas y aldeas en Mauritania, Senegal y Gambia. 

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