Llega otro 25 de Noviembre, y otra vez saldremos a las calles a clamar contra la violencia machista en todas sus facetas.
La violencia sí tiene género. Según Naciones Unidas, 7 de cada 10 mujeres en el mundo han sido víctimas de violencia machista. De hecho, yo no conozco a ninguna que no la haya sufrido. No hay estadísticas de perpetradores, curiosamente, pero hay un experimento muy fácil que muestra lo siguiente: si caminamos por una calle oscura y oímos pasos que se aproximan, prácticamente todas las mujeres tenemos miedo. Si miramos hacia atrás y vemos que quien se aproxima es otra mujer, ya ninguna tiene miedo. Conclusión: la mitad de la población (hombres) da miedo a la otra mitad.
También es un hecho la generalizada indiferencia de los hombres ante esta terrorífica realidad. Las movilizaciones siguen siendo convocadas y protagonizadas por mujeres. La inmensa mayoría de ellos, a lo más, son “solidarios”, aunque no se nota mucho en la práctica. Los partidos y sindicatos, disfrazando la inhibición de respeto, suelen dejar estos temas a “las compañeras de igualdad”, que por supuesto no tienen poder para decidir la postura o las acciones del conjunto de sus organizaciones.
Algunos líderes se escudan en las divergencias entre las mujeres para no tomar partido, o para tomarlo del lado de la violencia. Es el caso del sistema prostitucional, una forma extrema de violencia machista que se intenta blanquear. Dicen: “¡Que se pongan de acuerdo las feministas y entonces acataremos el resultado!” Menuda falacia.
¿Qué hacen los gobiernos? La Ley Integral contra la Violencia de Género de 2004 fue pionera, pero claramente insuficiente. 14 años después, el Congreso de los Diputados aprobó el Pacto de Estado Contra la Violencia de Género, y para ello necesitó nada menos que 11 meses, 43 sesiones y 66 comparecencias. Mucho trabajo para tan superficiales resultados, como analizo aquí. Y encima no se cumple.
Porque el Pacto de Estado no alude a las causas de la violencia, contribuyendo así a considerarla una “lacra” que pudiera combatirse únicamente a golpe de medidas específicas; garrafal y perniciosa equivocación. Peor aún, el Pacto ignora que muchas víctimas carecen de autonomía económica. Si solamente se tomara en serio este asunto, ni 200 millones de euros ni muchos más darían para poner a salvo a todas esas mujeres.
Las feministas estamos hartas de medidas cosméticas. Por eso, el último manifiesto de Emergencia Feminista advierte que “ya no nos sirven los lazos violeta, ni las fotografías en actos oficiales, ni los discursos vacíos”... y exige un “compromiso inminente, firme y real contra la violencia de género”.
El problema es que, aún siendo urgentes las actuaciones que pedimos en ese manifiesto, no bastarían. Porque para erradicar un fenómeno tan masivo, tan grave y tan virulento, también hay que ir a la raíz.
Cuando un petrolero está soltando su carga en alta mar, hay que empeñarse a fondo en limpiar las playas. Pero también hay que poner los medios para que el vertido cese. Al petrolero no lo vemos, pero sabemos que está allí, que hay que actuar urgentemente sobre él. A nadie se le ocurriría que esas dos tareas no se pudieran hacer al mismo tiempo y con la misma urgencia, o que de alguna manera pudieran estorbarse una a la otra.
Sabemos ya que el problema de la violencia de género no es una “lacra” sino la consecuencia de un sistema que consiste en que las mujeres estamos para complacer a los hombres. Como gritamos en las manifestaciones, “no es un caso aislado, se llama patriarcado”. Es un sistema naturalizado e invisibilizado, más aún en la actual fase del “patriarcado de consentimiento”, en la que todo lo que nos pasa es “porque lo elegimos”, hasta el extremo de darnos a elegir entre la violación o la muerte.
El capitalismo nos explota a hombres y a mujeres. Pero el patriarcado lo ejercen los hombres que nos violan, nos mercantilizan nos alquilan, nos venden, nos matan... a nosotras. Los hombres son explotados por el capitalismo, pero gozan de un trato de favor, un trato por el que el capitalismo les permite reinar sobre nosotras a cambio de seguir siendo fieles esclavos suyos. Ese trato es un apoyo crucial a este sistema que nos está llevando a la hecatombe.
En el centro de ese trato está la estructura social patriarcal, que se basa en la división sexual del trabajo. Quizás a alguna le parezca que estoy cambiando de tema, incluso que hablar de división sexual del trabajo es relegar la lucha contra la violencia machista. Quizás parezca que ir al petrolero que suelta chapapote en alta mar es relegar la limpieza de las playas, porque no lo vemos.
Nos aterroriza, nos indigna cada caso de violencia machista. Pero hay muchos más, y muchas formas que aún no hemos abordado. ¿Qué haremos ante la violación sistemática de las mujeres en los procesos migratorios? ¿O ante la mutilación genital femenina? ¿Cómo dejarán de surgir manadas? ¿Cómo conseguiremos que todas las mujeres puedan abandonar el hogar, si no son económicamente independientes?
Hagamos un trato entre feministas: clamemos el 25N contra todas las formas de violencia, pidamos leyes específicas contra cada una de ellas, pero el 26 empecemos a trabajar por el cambio de sistema.
Tenemos que imaginarnos una sociedad sin división sexual del trabajo, sin patriarcado. Una sociedad en la que todos y todas seamos personas en pie de igualdad, sin violencia, sin miedo; donde las niñas no aprendan a ser sumisas ni los niños aprendan a dominar; donde todas las personas cooperamos solidariamente para el bien común, la satisfacción de las necesidades humanas y de los animales no humanos dentro de los límites del planeta.
Tenemos que imaginarlo y tenemos que asumir de una vez que un problema estructural se arregla con medidas de cambio estructural. Este es el gran asunto que tiene que abordar la actual ola feminista.
En la Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles (PPIINA) llevamos 15 años luchando por una de esas medidas de cambio estructural: los permisos igualitarios, diseñados de tal forma que se los tomen igual los hombres que las mujeres. Si los hombres cuidan tanto como las mujeres, y se ausentan de sus puestos de trabajo en la misma medida, ellos se inician en los cuidados y las mujeres pueden aspirar a la igualdad en el empleo. La división sexual del trabajo quedaría muy tocada.
Hay mucho más que exigir: estabilidad laboral y derechos laborales para todas las personas; un sistema de atención a la dependencia público, suficiente y de calidad; escuelas infantiles públicas de calidad desde el final de los permisos igualitarios, entre otras reivindicaciones.
En la última década, muchos hombres han ido evolucionando desde el negacionismo hasta comprender que las mujeres teníamos razones para quejarnos. Pero muchos ahora piensan que vamos demasiado lejos y votan al fascismo. De hecho, los hombres han votado a Vox más del doble que las mujeres. Se llama contrarreacción patriarcal.
Vox quiere eliminar las medidas contra la violencia machista, y también lleva en su programa ampliar el permiso de maternidad a 6 meses (nada de permiso para los padres). ¿Qué sociedad quiere el fascismo? Ya lo sabemos por experiencia: las mujeres a coser y a cuidar en solitario otra vez. ¿Qué queremos nosotras? ¿Qué quieren los hombres antifascistas? ¿Pensarán que podemos combatir al fascismo sin combatir al patriarcado?