Hace unos ocho años escribí un artículo titulado 'Desahucios', que tuvo cierto eco. En dicho artículo intenté demostrar que a una persona y/o familia sin vivienda se le violaba la friolera de 10 derechos fundamentales, de los comprendidos entre los artículos 14 y 29 de la Constitución. Para comprobarlo no hay más que ponerse en el pellejo de unas personas que se encuentren en esa situación. Resumiendo los derechos conculcados: a la integridad moral cuando no física (art. 15); a la libertad y seguridad (art.17); a la intimidad personal y familiar (art.18.1); la inviolabilidad del domicilio (art.18.2); el secreto de las comunicaciones (art.18.3); a la libertad de elegir libremente la residencia (art.19); a la protección de la infancia (art.20.4); a la participación en los asuntos públicos (art.23.1); a la tutela judicial efectiva (art.24.1); al derecho a la educación (art.27.1).
No hace falta ser muy espabilado para darse cuenta de en qué sentido es inviable ejercer estos derechos si no se tiene domicilio, es decir, si se vive debajo de un puente, como aquel Carpanta de nuestros TBOs infantiles. Sin embargo, cuando se elaboró la Constitución de 1978, el derecho a una vivienda digna no figuró entre los derechos fundamentales, como tampoco figuraron la sanidad o las pensiones, pues se ubicaron entre los “principios rectores de la política social y económica”, es decir, lo que podríamos calificar como derechos declarativos, en este caso en el art. 47 C.E. La razón es que hace 45 años, cuando se aprobó la Constitución, se salía de una dictadura radicalmente antisocial y España no era lo suficientemente rica como para garantizar, en la práctica, estos derechos. Luego, en democracia, gracias sobre todo a gobiernos progresistas, se fue creando el Estado de bienestar o social, y algunos “principios rectores” acabaron siendo derechos universales y gratuitos, como ha sido el caso de la sanidad u otros servicios sociales. El otro gran pilar del Estado social, el derecho a la enseñanza básica, ya figuró como fundamental, desde el principio, en el art. 27.4 CE.
Sin embargo, el asunto de la vivienda ha tenido un recorrido bien diferente. Nuestro actual problema no ha caído del cielo. Ha sido consecuencia de todo un proyecto de “desarrollo” inmobiliario-financiero impulsado desde la derecha ultraliberal y no frenado desde la izquierda. Fue la larga época de la liberalización caótica del suelo -cuando se alicataron las costas españolas-; de concesión de hipotecas masivas y desorbitadas, sin garantías suficientes; cuando en España se construían más viviendas que en Alemania, Francia e Inglaterra juntas. Una burbuja demencial que, a partir de la crisis del 2008, se llevó por delante no sólo millones de puestos de trabajo -el desempleo llegó a alcanzar el 26% en 2014-, sino a cientos de miles de familias incapaces de pagar las hipotecas, además de cajas de ahorro y bancos que se fueron por el sumidero. Al final, una buena parte de los sufridores acabaron no siendo “ni propietarios, ni proletarios”. Una auténtica hecatombe que volverá a repetirse si regresan al poder los mismos que siempre han pensado que esto de la vivienda es un gran negocio privado, y no una necesidad vital que exige un tratamiento, sobre todo, público.
Ahora bien, lo estrambótico de nuestro caso es que se han construido millones de viviendas de protección oficial (VPO) que han acabado en el mercado libre. En los últimos 50 años se han construido alrededor de siete millones de viviendas protegidas y, sin embargo, el parque de viviendas de alquiler social es de los más exiguos de Europa -en torno al 3%-, cuando la media de la UE está en el 10% y, en muchos países, bastante más alta. Por ejemplo, en el caso de Alemania, sólo el 40% es propietario de vivienda, pero los alquileres sociales son mucho más abundantes.
Si partimos de la idea de que acceder a una vivienda es una necesidad vital, sin la cual el ejercicio de los derechos es una filfa, la manera de lograr dicho acceso, para la inmensa mayoría, o es a través de la compra, mediante la correspondiente hipoteca, o por medio del arrendamiento, ya sea a particulares o a entidades públicas. Pues bien, mientras no exista un potente parque de viviendas de protección oficial, de propiedad pública, que puedan alquilarse a precios asequibles, sin límite temporal, pero manteniendo en todo caso la propiedad, siempre tendremos un grave problema y se producirá un trasvase de rentas de los menos ricos a los más ricos, aunque en algunos casos se trate de pequeños ahorradores que hay que proteger. En el supuesto de la hipoteca, el trasvase es a favor del sector financiero y sus accionistas, y, en el alquiler, en beneficio de los propietarios de los pisos, cuya riqueza se ha ido concentrando en los últimos tiempos.
El problema se agrava, hasta límites peligrosos, cuando los sueldos y salarios son escasos o de crecimiento lento y, por el contrario, los alquileres se disparan en general o en ciertas zonas “tensionadas” como Madrid o Barcelona. La prueba de ello es que, en no pocos casos, en torno al 40% de los hogares dedican alrededor de otro 40% de sus ingresos a pagar el alquiler, cuya causa radica en que, mientras los sueldos han aumentado en los últimos diez años en torno al 44%, los alquileres lo han hecho al 137%. Esta situación ha generado todo tipo de desbarajustes y situaciones insostenibles como son, por un lado, los desahucios y, por otra, las ocupaciones ilegales de viviendas, en ciertos casos interesadamente exageradas. En ambos supuestos, los poderes públicos deben intervenir. Al desahuciado, en estado de necesidad, se le debe garantizar una vivienda, y el ocupa debe de ser expulsado sin dilación, pues en realidad se trata de un allanamiento de morada.
La triste conclusión es que si conviertes una necesidad vital en producto exclusivo del mercado, el desastre está garantizado. Es como si la sanidad o la enseñanza fuesen sólo un negocio. Y, lógicamente, la cultura de la propiedad es ineludible si, como en nuestro caso, no hay un parque público de viviendas. Ahora bien, un abundante parque de VPO, de alquiler a precios asequibles, no se crea en pocos años, si tenemos en cuenta las décadas perdidas. Ello exigiría una auténtica política de vivienda social, a varios niveles, coordinada a través de un ministerio ad hoc y con inversiones públicas sostenidas en el tiempo. Un tratamiento fiscal adecuado y disuasor frente a las viviendas vacías de larga duración, con intención especulativa, pudiéndose llegar en ciertos casos a la expropiación por utilidad pública o interés social ex. Art 33 de la C.E.
De otra parte, es esencial controlar, e incluso prohibir, en ciertas zonas especialmente céntricas los llamados “alquileres vacacionales”, que han sacado del mercado del alquiler cientos de miles de viviendas. A corto plazo y pensando en la gente joven que comienza su andadura laboral, soy más partidario de establecer ayudas al arrendamiento que al acceso a la propiedad, si se tiene en cuenta la movilidad en el trabajo y otras circunstancias. Lo que nos lleva de nuevo, como ha quedado dicho, a que es urgente ampliar el parque de VPO, de propiedad pública, arrendadas sin limitación de tiempo, sin posibilidad de venderlas en el mercado libre, como sucede en otros países europeos.
En fin, el dilema u opción no es entre vivienda en propiedad o en alquiler, pues ambas deben coexistir. Es normal que las personas que van avanzando hacia la edad de la jubilación deseen tener una vivienda en propiedad, pues estaría bueno que con las exiguas pensiones que cobra la mayoría tuvieran que dedicar el 40% de la misma a pagarse un alquiler. Pero no es igual la situación de los jóvenes que, en el inicio de su vida laboral, no tienen por qué atarse a una hipoteca de por vida, pudiendo tener acceso a viviendas sociales a precios asequibles. Viviendas sociales que, sin duda, también podrían ser ocupadas por personas mayores.