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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Votar: un gesto de afirmación democrática

Hace unos días, asistí a un acto organizado en la Universidad de Barcelona a favor de la participación en el 1-O. Fue un acto emotivo. Llevaba tiempo sin regresar a la Universidad que me acogió hace casi quince años, cuando llegué a la ciudad tras vivir otros cuatro en Madrid. Los estudiantes y docentes que lo organizaban venían de charlas y concentraciones festivas contra la escalada represiva del PP y en defensa del derecho a votar y a expresarse libremente. En estas últimas semanas, en realidad, hemos asistido en Catalunya a manifestaciones que no habíamos visto en los últimos cinco años. Manifestaciones en las que las consignas a favor de la independencia continúan siendo mayoritarias. Pero a las que últimamente se ha sumado gente que no es independentista, gente de todas las edades que no comparte la hoja de ruta de Junts pel Sí, pero que está indignada ante lo que considera un inaceptable abuso de poder.

Y no son solo los universitarios. Lo que se ve en las calles de Barcelona y en muchos pueblos y ciudades de Catalunya es una eclosión de gente muy diversa que se ha sentido ofendida, atacada: por la prepotente entrada de policías en diarios e imprentas, por la innecesaria requisa de papeletas, de carteles, por el crucero de Piolín repleto de guardias civiles. Y hablo, insisto, de gente muy diversa: estibadores del puerto, bomberos, artistas, asociaciones de madres y padres de escuelas, trabajadores del mundo rural, científicas, sindicatos de todo tipo, jóvenes que se implicaron en el 15-M.

Mis propios hijos, de diez y quince años, han crecido en una casa en la que se ama por igual a Machado y a Cortázar, a Ovidi y a Maria Mercè Marçal. Y ahora salen espontáneamente con su cacerola cada noche al balcón de casa, gritando entusiasmados que quieren votar. No sé si son “sediciosos”, pero puedo asegurar que no están “abducidos”, como querría el Fiscal General del Estado.

El mayor, de hecho, nos comentó hace dos días que pensaba quedarse a dormir con sus compañeros en el instituto, para protestar contra la orden de precinto de todos los posibles colegios electorales dictada por el Tribunal Superior de Justicia. Obviamente, el anuncio me preocupó. Porque no sabemos que pasará el domingo y hasta dónde piensa llegar un Gobierno que no ha puesto ninguna solución política sobre la mesa y que solo amenaza con fiscales y policías. Pero también debo reconocer que sentí un cierto orgullo.

Y es que en estos días, en la calle, en concentraciones improvisadas, en pequeñas asambleas de barrio, puedes encontrarte a gente muy diversa. A jóvenes y a señoras mayores que defienden el “sí” porque creen en la independencia, o sencillamente porque consideran que es la mejor forma de protestar contra el PP. A gente que no piensa votar, pero que saldrá a manifestarse para impedir el camino de la humillación a la que quiere conducirla el Gobierno. O a personas, también, que quieren votar que “no”, o en blanco, porque no se sienten interpeladas por la pregunta binaria que se les ha planteado.

Dentro de mis numerosas dudas, tengo clara una cosa: no podemos permitirnos que estas personas, partidarias o no de la independencia, se sientan solas en estos días. Porque estoy convencido de que muchos de estos pequeños gestos de protesta, de desobediencia civil no-violenta, pueden estar sentando las bases para una mejor democracia futura. En Catalunya y más allá.

Algo parecido me pasó estas semanas cuando me llegaban noticias de actos celebrados en todo el Estado a favor de un referéndum en Catalunya. En Madrid, en Sevilla, en Valencia, en Galicia, en Euskadi. Actos impulsados por compañeras y compañeros de Podemos, de Izquierda Unida, de En Marea, defendiendo con coraje el derecho de catalanes y catalanas a votar, al igual que alcaldes y alcaldesas como Manuela Carmena, Xulio Ferreiro, Martiño Noriega, Jorge Suárez o Pedro Santiesteve. Toda esa gente increíble que no quiere que nos vayamos, pero tampoco que nos quedemos por la fuerza, y que frente al ominoso “a por ellos”, nos enviaban mensajes para decirnos: “no estáis solos, estamos a vuestro lado y juntos podemos impulsar grandes cambios”.

En medio de tanto frentismo y de tanto nacionalismo asfixiante, estos mensajes de fraternidad han sido una bocanada de aire fresco. Y no solo dentro de España. Centenares de activistas e intelectuales progresistas, feministas, ecologistas, de izquierdas, han entendido que en Catalunya se disputa una pequeña batalla por la democracia de todo el continente. Hablo de gente como Naomi Klein o Boaventura de Sousa Santos, que escribieron artículos incisivos contra la hipocresía de un PP que ha perdido toda credibilidad para erigirse en defensor de la legalidad y a favor de la libre decisión de los pueblos, sin amenazas ni imposiciones. Hablo de amigos y amigas que admiro, como Susan George, Yanis Varoufakis u Owen Jones, que tras las bravuconadas del Fiscal General enviaron de inmediato videos de apoyo, reaccionando como auténticos brigadistas internacionales del siglo XXI.

Sobre este escenario de fondo se celebrará el 1-O. Que no será, por muchas razones, el referéndum necesario para desbloquear la situación en la que nos encontramos. No obstante, muchísimas mujeres y hombres de convicciones y generaciones distintas saldrán a la calle a hacer sentir su voz, pacífica pero determinada. Lo harán como puedan. Con cacerolas, con pancartas o con papeletas. Pero lo harán. Esa voluntad de auto-determinarse, de decidir en libertad, de votar, podrá ser más o menos reprimida. Pero no podrá ser ignorada. Ni este domingo ni en los días que vendrán. Porque encierra una afirmación democrática, y porque expresa un digno reflejo contra la prepotencia y el poder abusivo. Es este reflejo necesario, republicano, precisamente, el que más temprano que tarde nos ayudará a abrir, junto al resto de pueblos y gentes de la península y de Europa, nuevos caminos de libertad, de igualdad y de convivencia fraterna.