Voto a los 16: ¿Por qué negarse a ampliar derechos?
Iniciar un debate sobre el voto a partir de los 16 años es iniciar una cascada de reacciones que casi siempre ponen en tela de juicio la capacidad de las personas jóvenes para decidir en el ámbito político. Se trata de una cuestión que surge periódicamente y que, de momento en España, no hemos llegado a superar. Algunos países vecinos de la Unión Europea como Austria, Chipre o Malta ya han tomado una decisión al respecto y permiten a las personas de 16 y 17 años votar en todos los niveles electorales.
En nuestro país, sin embargo, tan sólo se ha trabajado en una iniciativa en el Congreso de las y los Diputados en abril de 2016 con la idea de modificar la Ley electoral. Sin embargo, la propuesta fue rechazada por la mayoría del Congreso. Dos años después, en 2018 se volvió a poner en marcha una propuesta de reforma de la LOREG donde también se incluyó el voto a los 16 años, sin llegar a ningún término. Es extraño, que aún tengamos que discutir sobre si una persona puede tener acceso a uno de los derechos más fundamentales de una democracia, como es el de poder votar, pero vivimos tiempos muy contradictorios.
Hay quienes se oponen a este derecho aludiendo que las y los jóvenes son muy influenciables y se dejan llevar por sus emociones, basando su negativa en la inmadurez psicológica de tener 16 años. Argumento que, por desgracia, ya fue utilizado en el pasado para impedir votar a las mujeres y que carecen de una justificación real. Otras personas exponen que “mejor cuando eduquemos correctamente en Democracia” ya que “no se está realmente preparado a los 16 años para poder votar”. Pero ¿a los 18 años ya llegamos preparados y preparadas? ¿A los 18 ya tenemos la suficiente madurez psicológica? Son argumentos que, aunque se hagan con la mejor intención de salud democrática, conducen a un sendero peligroso; pues insinuar que hacen falta unas capacidades mínimas para votar nos desliga automáticamente de la cuestión de edad y nos conduce a hablar de niveles de ciudadanía. ¿Cómo se evalúa si se han alcanzado estas capacidades? ¿Con el final de la educación obligatoria (que ocurre, por cierto, a los 16 años)? ¿Creamos la escalofriante figura de un examen de derecho al sufragio? Y así es como se empieza a entender que haya personas que se quejen amargamente de que su voto “vale lo mismo” que el de otras personas.
Porque el problema de todo este razonamiento es que entran en contradicción con derechos que ya han sido reconocidos por Ley. Es a los 16 años cuando ya puedes trabajar y, por tanto, cuando pagas impuestos sobre la renta o cotizaciones sociales, cuando ya puedes emanciparte, casarte, dar tu consentimiento a tratamientos médicos o incluso portar armas. Todas estas capacidades que se reconocen antes de los 18 constituyen un cambio significativo en la manera en que esa persona se relaciona con su sociedad y, especialmente, como la sociedad entiende a esa persona.
Pero aun con todas estas capacidades reconocidas, las verdaderas preguntas siguen sin abordarse. Si las personas de 16 y 17 años, y en adelante, son reconocidas así por la sociedad ¿estamos asegurando que su participación democrática sea de la mayor calidad? ¿Es nuestro sistema democrático suficientemente representativo de un colectivo tan vulnerable como es la juventud?
La realidad es que muchas personas salen del sistema educativo sin tener claro qué es eso de la política o “pasando” de ella. La realidad es que no se educa en participación democrática ni política. Pero también sabemos que hay grandes agujeros en nuestro sistema educativo que hacen que una persona, de 16, de 18 o de 35 no haya recibido la información y formación suficiente para ejercer su derecho al voto. Esto, lejos de ser un argumento en contra, es una de las razones por las que apostar por el voto a los 16 años, porque la educación en la participación debe iniciarse en edades tempranas para que tenga mayor impacto. Además, esta cuestión es de vital importancia no sólo ante los altos niveles de abstención por parte de la juventud, sino también para combatir el crecimiento de la desafección política.
Actualmente, la pirámide poblacional se está invirtiendo junto a la composición de votantes. La voz de la juventud en los comicios es cada vez más reducida al igual que su peso, lo que supone que las referencias a la juventud en los programas electorales o de gobierno en materias como educación, empleo o vivienda se ven mermadas. Estas dos cuestiones no se arreglan una antes de otra. Es necesaria una reforma integral que reconozca el derecho al voto a las personas de 16 y 17 años, junto con un sistema educativo que apoye y prepare al ciudadano para este derecho y que motive a los Gobiernos a realizar propuestas sólidas y más políticas para la juventud, algo que, además, incentivaría una mayor participación juvenil en los comicios.
Cuando se afronte de nuevo el debate hay que centrarse en estas dos cuestiones y dejar a un lado los argumentos psicológicos o moralistas. Porque no nos engañemos, si las personas a partir de los 16 años pudieran votar, las respuestas a los problemas que viven las personas jóvenes serían más urgentes y ocuparían mayor centralidad en la opinión pública.