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La voz atomizada: una respuesta

Un lunes cualquiera y el verano ha llegado a Madrid. Vengo de una ciudad del sur de España de presentar La trampa de la diversidad, satisfecho por la gran acogida, pero algo cabizbajo por la dura crítica que Alberto Garzón ha hecho de mi libro en este medio. Dejo atrás un AVE lleno de turistas jubilados y esos señores de pantalón caqui a juego con mocasín y melena de clase media pulcramente descuidada. c.

Cuando llego al cercanías dejo de ser un autor de éxito para volver a ser un trabajador cultural precario. Ambos títulos no son gratuitos, La trampa de la diversidad va como un tiro y ha conseguido algo raro para un ensayo político: empezar a trascender las fronteras habituales en las que este tipo de libros se mueven. La otra escarapela no la ostento en propiedad, es la que vivimos millones de personas en este país: cambiar las monedas de un montoncito a otro, como decía Mac-Laren Ross, para ver qué aspecto ineludible de la vida satisfacemos antes. No es pornografía sentimental para lograr su empatía, el detalle es importante. Pero eso vendrá después.

El tren que atraviesa Villaverde, Zarzaquemada y Leganés va lleno de gente. Son las tres y media de la tarde. El aire acondicionado se ha roto. Hay hombres y mujeres, en una proporción mayor para estas últimas. Hay trajes tristes de oficinistas y macutos cansados de obra. Hay un hijab, un vestido africano de un azul intenso con flores naranjas. Un chaval latino con gorra en equilibrio sobre su cabeza con mirada cínica de trapero. Hay altos y bajos, hay una señora con sobrepeso, un tío con barba leyendo un temario de oposiciones, una adolescente que mira su móvil y responde, con manos de ardilla nerviosa, a los mensajes. Hay diversidad. Es un hecho. Y salvo que se sea una especie de cripto-fascista aquello no molesta a nadie: al menos entre el pasaje existe una desatención amable. La cuestión, la que impulsa al libro, es entender que además de ese hecho, de esa diversidad, toda esa gente tan diferente está unida por algo, algo que les hace volver a la peri en ese tren. Algo que por desgracia casi nadie percibe ya, cree ser, a pesar de que determinados códigos postales, como dice Ocasio-Cortez, marcan tu vida irremisiblemente.

Garzón se pregunta cuál es la tesis del libro. Le respondo, el libro no tiene ninguna tesis. Sí una idea rectora, un pálpito, un rastro difuso que sigo como un perro de aguas entre los juncos. Esa idea es que nuestra identidad, aquella construcción entre nuestras tensiones cotidianas y las mediaciones culturales sistémicas, que marca nuestra relación con la política, ha cambiado en estos últimos cuarenta años, pasando de ser de clase y colectiva a individual y aspiracional. Si en el siglo XX existieron tres grandes identidades, la nacional, la religiosa y la de clase, el neoliberalismo las redujo a una pulpa confusa, sometiendo a los individuos a una competición permanente no sólo en sus ámbitos laborales, sino en su vida cotidiana.

Uno de los epicentros del libro explica cómo Thatcher, en el discurso de aceptación en 1975 del liderazgo del partido torie, confundió a propósito la palabra unequal, que puede significar diferencia pero también desigualdad. Así se creó la nueva narración que acabó con el pacto de posguerra, una en la que los individuos ya no eran desiguales por los desequilibrios capitalistas, sino que eran diferentes por su valía individual. La desigualdad se transformó así en diversidad, que se contraponía a la supuesta homogenización, y no la igualdad, de los países del bloque socialista. Para más señas vean el anuncio de lanzamiento del Apple Macintosh (1984), un hito no buscado en la desarticulación narrativa del eje izquierda/derecha y del surgimiento de la ideología californiana, esa que nos ha llevado a que la palabra revolución se asocie con el emprendimiento empresarial, a que la tecnología se convierta en un estupefaciente para los conflictos sociales o a que las opciones disponibles sean optar entre Macron o Trudeau.

En nuestras sociedades las tensiones han dejado de ser, en buena medida, entre clases sociales mediante conflictos laborales y económicos, para pasar a ser entre grupos identitarios mediante guerras culturales. Lo peor es que la izquierda y el activismo, de forma inconsciente, han comprado el modelo. Ausentes de un horizonte al que dirigirse su acción se centra en ir atendiendo las reclamaciones representativas de una diversidad convertida en un mercado, donde la moneda de cambio es la especificidad identitaria. No se busca así cómo unir a personas diferentes, sino saciar la competición de la ansiedad por la diferencia.

Macron o Trudeau, Trump o Le Pen. Si la idea que mueve este libro es la expuesta hasta aquí, lo que lo impulsa es el auge de la ultraderecha. La trampa de la diversidad es un libro netamente antifascista. Un libro que no carga contra la diversidad, sino contra su forma mercantilizada que ahoga los esfuerzos de una acción cívica común. A pesar de que Garzón reconoce el esfuerzo explícito, especula con que el libro es un instrumento útil para negar las políticas de diversidad, es decir, que su visión se alza sobre la palabra impresa anticipando lo que el lector, incauto, podrá pensar del mismo.

El cómo

Garzón, en su habitual estilo pedagógico, algo poco usual en la política contemporánea, algo que quien les escribe siempre ha celebrado, nos da una clase sobre metodología, atribuyendo, por resumir y agilizar esta contrarréplica, al funcionalismo todos los males del libro. Es decir, que quien les escribe toma hechos al azar, escogiendo aquello que le conviene, para explicar a posteriori los cambios sociales de los que habla La trampa. Dejen que les ilustre sobre cuál es el problema, efectivamente metodológico, que ha sufrido Garzón.

Bojack Horseman es una serie que me fascina. En sus capítulos, de 25 minutos, se resumen las tribulaciones de los human of late capitalism de una forma magistral. En uno de ellos, la co-protagonista, una inteligente mujer, feminista, liberal y escritora, tiene una entrevista de trabajo en una revista de tendencias, una de esas publicaciones que hacen de la atomización de las identidades y los estilos de vida su principal nicho de mercado. La directora, que obliga a sus empleadas a hacer yoga y a trabajar colgadas del techo, imagino que indicada por algún coacher en management, es una feminista de las que ven en el movimiento de liberación de la mujer un nicho más de negocio. Cuando la protagonista le pregunta si van a pasar al despacho, la ejecutiva responde indignada algo así como que los despachos son patriarcales y que no tienen cabida en esa oficina. Eso sí, se encarga de dejar muy claro a la aspirante que no se le olvide quién manda allí, quién es la empleada y quién la jefa.

Bojack es una tragicomedia de animación y los temas que trata son producto de la mente de sus guionistas, de su atenta observación social y por supuesto de su ideología y sus sesgos. Lo cual no implica que represente funcionalmente todas las taras de este momento histórico tan estúpido como peligroso. Lo absurdo sería exigir a los guionistas de la serie, que antes de retratar este hecho, cómo el feminismo se vacía de sus aristas más conflictivas y se convierte en un producto, hicieran un pormenorizado estudio de cuántas revistas de tendencias carecen de despachos pero siguen manteniendo la estructura de clases vigente. O peor, decir a los guionistas que con su narración están afirmando que el feminismo es una ideología funcional al sistema, como Garzón deduce que yo hago en mi libro.

Es cierto que yo no puedo afirmar académicamente las ideas de mi libro. Casi tan cierto como que afirmar que no vivimos en una sociedad que tiende hacia el individualismo, usando una encuesta del CIS donde los españoles dicen que desean vivir en familia, como hace Garzón, es un intento de academicismo frustrado. Por supuesto necesitamos de largos y fundados estudios, basados en el análisis pormenorizado de lo real, que nos expliquen realmente cómo es la sociedad. Como también de panfletos que nos avisen, de forma urgente, que algo parece funcionar realmente mal en nuestra relación con la política. La trampa de la diversidad es, evidentemente, uno de estos panfletos -orgullosamente, además-. Un libro que especula, conmueve y sobre todo narra el gigantesco desbarajuste en el que se ha convertido la acción política en un momento tan pueril como despiadado.

Por otro lado -y ahora doy yo la clase- un ensayo sobre política en una línea descaradamente agit-prop no puede seguir, por ejemplo, el estilo que el propio Garzón utiliza en su artículo: así no te lee nadie. Un libro con vocación de mayorías debe poder leerse en el metro volviendo de trabajar, en un sofá con la tele encendida y un par de críos dando por saco. Debe estar lleno de referencias a la cultura popular. Debe organizar lo que mucha gente parece intuir, contar una historia que impulse al lector a leer sobre política como lo haría no ya con una novela, sino como se ve una serie de la HBO, con ansiedad del siguiente capítulo. A Adam Curtis no sólo le he robado algunas ideas, sino también un estilo narrativo. De todo se puede aprender.

No todo el mundo tiene un salón para la lectura. Como no todos los escritores disponemos del tiempo y los recursos para dedicarnos al estudio académico. Ser un trabajador cultural precario, como lo soy yo, implica que mientras que escribía el libro a un ritmo endiablado no podía desconectar de cuestiones de la propia supervivencia. No se trata tan sólo de una intención, sino también de una necesidad: es imposible dedicar quince días, como haría un doctor en ciencias sociales, a justificar un párrafo con una oscura cita. A veces algunos nos tenemos que conformar con poner el espejo, con nuestro olfato, con nuestros pálpitos. La literatura de combate se escribe así.

Lo que sí sería injusto es calificar a La trampa de ser una obra que no haya seguido unas reglas, de ser un libro tramposo. Es un libro basado en el hacer periodístico, que cuenta con decenas de citas de artículos de prensa, que intenta atrapar un momento sin crearlo de acuerdo a las fobias y filias del autor. Nada de lo que aparece en sus páginas es falso, una mera invención interesada, sino la imagen que surge al acaparar columnas, noticias, películas, programas televisivos y la propia experiencia directa. Soy, como cualquier periodista, parcial, pero intento al menos ser honrado con lo que cuento. A una época se la conoce mejor por sus vertederos que por sus museos, yo no tengo la culpa que la nuestra no huela precisamente bien.

La cuestión ya no es si La trampa de la diversidad es un libro inútil metodológicamente para la academia, sino la enorme aceptación que está teniendo entre los lectores. ¿Cómo es posible que nadie hubiera escrito en España un libro así justo en este momento? Es posible porque la izquierda suele ser como un mal defensa que cuando le llega una pelota difícil la chuta para alejarla. Que un libro de un autor semidesconocido, publicado en una editorial prestigiosa pero mediana como Akal, esté compitiendo con los grandes monstruos que pueblan los anaqueles se debe a que existía un enorme hambre respecto a este tema. Quizá yo no sea un gran cocinero, pero sé, por llevar ya unos años enfrentándome semanalmente a la actualidad en La Marea, cuando hay gusa de algo.

El qué

“Lo que está diciendo Bernabé, aunque no se atreve a llegar tan lejos explícitamente, es que hay que dejar de hablar tanto de la diversidad y hablar más de clase trabajadora y sus problemas cotidianos”, argumenta Garzón en su crítica, una vez más, especulando sobre mi intención y sus interpretaciones. Pero no es el único.

Si el libro cuenta con una gran aceptación en las librerías no es menos cierto que despierta una furibunda antipatía, a través de las redes sociales, en muchas personas relacionadas con el activismo. Todas opinan, a pesar de que deduzco que no le votarían aun cortándoles un brazo, igual que Garzón: este es un libro contra la diversidad o, a lo peor, un ensayo machista, homófobo y racista. De nada valen las citas directas del libro que contra argumentan con letra impresa esas aseveraciones. El juicio estaba hecho, me temo, antes de que la obra saliera a la calle.

La razón es bien sencilla y paradójicamente apoya la tesis del propio libro: cuando la actividad política ha pasado de ser una forma organizada de enfrentar unos problemas grupalmente mediante una ideología, a una manera de construir nuestra identidad para poder competir con ella en un mercado, la reacción sólo puede ser la de la defensa a ultranza de unas posiciones que se demuestran, cada día, perjudiciales para los grupos que conforman las luchas por la diversidad y para la sociedad en su conjunto.

Garzón, quizá sin percatarse, responde igual que lo hizo una usuaria de twitter al artículo que inspiro el libro. Contrapone clase contra identidad diversa o, a lo peor, sitúa a la clase como una esfera más a la que atender representativamente. En ninguna página del libro se afirma, repito, en ninguna, que el feminismo, la lucha LGTB, de los inmigrantes o de cualquier otro colectivo, sea menos importante o secundaria respecto al conflicto capital-trabajo, que tenga que ser postergada, que no es esencial. El libro insiste en que el neoliberalismo es un sistema global, universal, no sólo a un nivel planetario, sino también a un nivel de la vida humana. Su respuesta, por tanto, tendrá que pasar ineludiblemente por enfrentarlo desde todos sus efectos, siendo estas luchas de representación por la diversidad cruciales.

Lo que sí dice el libro es que hay conflictos que nos tocan a todos, independientemente de nuestra identidad. Lo sorprendente es que Garzón se extrañe cuando afirmo que la lucha contra la Troika o la solución al problema de la deuda soberana es más importante que cualquier otra política. No se trata de hacer escalas de valores, sí de entender que hay problemas que nos tocan a todos independientemente de nuestra identidad, no de nuestra clase, y que impedirán realizar cualquier política progresista a no ser que les demos una solución. Que se lo pregunten a Sánchez Mato.

Sin dinero se pueden colgar pancartas de Refugees Welcome, pero no atender el problema de los refugiados. Sin soberanía se puede hacer un Orgullo festivo pero no destinar presupuestos a formar educadores contra la homofobia. Sin poder aplicar los programas que se prometen electoralmente se pueden colocar pins feministas, pero luego se despide a las trabajadoras del teléfono de emergencias contra los maltratos. En una gran empresa del sur de Madrid, me comentaban unas trabajadoras en la presentación de Leganés, se han pintado los pasos de cebra del recinto con la bandera arco-iris mientras que se despide a los empleados, sin importar su identidad sexual, pero sí su antigüedad y derechos adquiridos.

Esta es una de las vertientes que más rápido se comprenden de La trampa, cómo el capitalismo blanquea sus tropelías a través de la diversidad. Pero no es la única ni la más importante. De hecho, a mi juicio, el mayor problema -ese que nadie quiere ver, que molesta tanto- es que la propia izquierda y el activismo se comportan respecto a la identidad como cualquier capitalista haría con un producto. Lo ponen a competir en un mercado, en este caso el de la diversidad, donde el valor se mide en opresiones y privilegios.

La interseccionalidad, esa palabra mágica tan de moda como hegemonía hace unos meses, en la práctica real significa muy poco. Veámoslo con un ejemplo. En la pasada huelga feminista, algunos grupos calificaron a la misma de privilegio blanco porque las trabajadoras inmigrantes no la podían realizar. Tenían razón en el hecho, al no tener papeles no podían ejercer su derecho. Lo cual no implica que su articulación del problema fuera desastrosa. En vez de utilizar la huelga, un derecho ganado con años de lucha, como ariete para conseguir su necesario objetivo, cargaron contra la misma, pusieron a competir de facto a las mujeres. ¿Y saben a qué me recuerda esto? A ese mantra neoliberal que rápidamente califica de privilegiados a cualquier grupo de trabajadores con derechos consolidados cuando se ponen de huelga. Algo, que por desgracia, cala cada día más en una sociedad individualista y competitiva.

Si alguien deduce de aquí que La trampa de la diversidad afirma que el feminismo no es importante, que hace el juego al neoliberalismo, que las personas no tienen problemas específicos al margen de su clase, que no hay activistas que tienen en cuenta esta trampa o que las luchas de la representación deben ser escindidas de la cuestión obrera tiene un severo problema de comprensión lectora. O más allá, al haberse educado políticamente en este contexto busca, inconscientemente, más la competición que la colaboración.

Lo llamativo es que el propio Garzón publicó en estas mismas páginas un artículo titulado ¡Digamos adiós a la izquierda pija! en noviembre de 2016 en el que afirmaba que “A pesar de tener a uno de los movimientos obreros más fuertes de Europa, en España la izquierda abandonó en los setenta la prioridad de construir alternativa en el tejido social.” o que “En aquellos años se sentaron las bases de una izquierda institucionalizada, dedicada casi en exclusiva a la gestión, y cada vez más desconectada de la realidad concreta de la clase trabajadora. Una clase que, además, se fragmentaba cada vez más como consecuencia de las reformas neoliberales de los gobiernos de los 70s y 80s. La izquierda, como estrategia, tendía a refugiarse en universidades e instituciones políticas. Mientras la realidad, por decirlo así, caminaba por otra parte”. Quizá el problema no fue tan sólo el carrillismo.

El resumen de La trampa de la diversidad podría hacerse en una sola frase: no es lo mismo una voz plural que una voz atomizada. Y mediante un principio: quizá ha llegado el momento de buscar qué es lo que nos une más que lo que nos separa. La trampa puede que adolezca, como libro, de muchas virtudes, pero tiene una creo que importante: ha capitalizado en este momento el debate sobre las identidades desde y para la izquierda. Imaginen esto mismo escrito por un autor de ultraderecha en un gran grupo editorial. Pregunten en Estados Unidos. Aquí ya no habrá un Manifiesto redneck en clave ibérica.