Manuel (nombre ficticio) sale en un programa de máxima audiencia dedicado a la sanidad madrileña con la voz distorsionada y sin enseñar la cara. Denuncia que uno de los hospitales de gestión semiprivatizada de la Comunidad de Madrid, gestionado actualmente por un fondo buitre, ha mantenido un espacio óptimo para albergar 16 camas de UCI cerrado durante toda la pandemia de la COVID-19.
María (nombre ficticio) denuncia en la radio con la voz distorsionada que ella trabaja en ese hospital y habla del “caos, la rabia y la tristeza” al conocer que en su hospital ha habido 16 camas de UCI sin estrenar desde hace meses donde podrían haber dado “un trato más digno” a sus pacientes.
Juan (nombre ficticio) cierra su cuenta de Twitter donde denuncia los abusos e irregularidades que se cometen en su hospital, uno de los más importantes de Madrid. La cierra porque le han dicho que desde la Consejería están intentando averiguar quién está detrás de esa cuenta.
Elena (nombre ficticio) me cita en su despacho tras contactarme a través de Twitter para enseñarme el limbo en el que se encuentran cientos de pacientes que deberían de estar en lista de espera por indicación de su cirujano y a los que no se les ha dado de alta en el Registro Unificado de Listas de Espera Quirúrgica de Madrid (RULEQ) y, por lo tanto, no aparecen en las estadísticas. “Una práctica que se intensifica en diciembre para que a finales de año los datos cuadren”, confirma. Cuando le digo que cómo lo podemos denunciar me dice que ella solo me lo enseña pero que no puede denunciarlo porque tiene miedo.
Carmen (nombre ficticio) me contacta al verme llevar una denuncia a la Fiscalía sobre los hospitales de gestión privada y me dice que tiene documentos que confirman mi denuncia pero que nunca se ha atrevido a denunciarlo porque tiene miedo a las represalias.
La enfermera Goetti Pacheco (esta sí, a cara descubierta) denuncia en Twitter que en su centro de salud no hay más vacunas. Es cesada inmediatamente.
No me extenderé en la infinidad de casos similares que durante estos meses –y años– hemos podido ver y escuchar a través de medios y, en mi caso, en reuniones y encuentros privados. Este es un pequeño esbozo de una de las caras ocultas de la sanidad madrileña: la normalización de una aberración. Una aberración asumida como parte de nuestra rutina, en la que los sanitarios que denuncian las irregularidades, los abusos o la merma en la calidad de la asistencia a sus pacientes tienen que salir con la voz distorsionada por miedo a las consecuencias. La misma voz distorsionada de los que denunciarían a una mafia o a una organización clientelar corrupta donde el silencio vale más que tu carrera. La misma voz distorsionada que escuchamos sin preguntarnos cómo es posible que lo que esté distorsionado sea la voz de quien denuncia y no la legitimidad y la responsabilidad de los denunciados. Distorsionar las voces para que nadie señale a quien denuncia la verdadera distorsión del sistema. Como si de un testigo protegido se tratara pero sin nadie que les proteja.
Veinticinco años de gobierno del Partido Popular en Madrid nos han dejado unas tupidas redes clientelares que carcomen lo más profundo de una institución que debería basar en la transparencia y en la lex artis médica y política su funcionamiento, porque estamos hablando de la que seguramente sea la mayor empresa de cuidados y protección de la salud. Resulta paradójico que mientras se protege la salud, no solo no se protege a los denunciantes y a los que reivindican la mejora del sistema sino que se les castiga. Una ley del silencio que tenemos interiorizada y que condiciona en demasiadas ocasiones nuestra conducta aún cuando sabemos que nos estamos jugando la práctica de nuestra profesión y la salud de nuestros pacientes.
“Es que no me quiero significar por miedo a las consecuencias”, “yo preferiría no firmar y que mi nombre no salga”, “soy eventual y me la juego”, son frases comunes que hacen tributo al “no te metas en política” que con tanto acierto han sabido inocular quienes querrían que la política siguiera siendo su coto privado. El acoso y señalamiento a aquellos y aquellas que intentan mejorar el servicio público es una práctica que el PP ha llevado hasta sus últimas consecuencias para mantener, cueste lo que cueste, los negocios de sus amiguetes y evitar perder los beneficios privados que les reporta mantener el Gobierno de la Comunidad.
Hoy es la Sanidad Pública la que está en el punto de mira de los ataques del PP, sin embargo, no podemos obviar que esta ley del silencio y este hábito de saquear lo público es inevitable que intenten extenderlo a todos y cada uno de los derechos que los madrileños y madrileñas nos hemos ganado. La respuesta a la pandemia que propone el Gobierno de Ayuso pone en riesgo los servicios públicos, las políticas de bienestar y amenaza con imponer una mordaza invisible, pero no por ello menos efectiva, a quienes lo denuncien.
“No te metas en política porque te lo van a hacer pasar mal”. ¿Quiénes? Quienes hacen de las instituciones sus cortijos y de la ejecución de sus políticas la transcripción de un feudalismo anacrónico que lastra el funcionamiento, en este caso, de nuestro sistema sanitario. Mejor callado que cesado y mejor equidistante que denunciante. Tener que elegir entre ser crítico con las condiciones de trabajo o la calidad de la asistencia a tus pacientes y poder mantener tu propio trabajo en condiciones dignas. Un dilema que no merecemos los profesionales, los pacientes ni el conjunto de una sociedad que valora y le preocupa lo que ocurre con la sanidad. Porque defender la sanidad pública también pasa porque se pueda decir en voz alta y a cara descubierta lo que funciona mal, sus causas y cómo solucionarlo. Solo así tendremos un sistema que aproveche todo su potencial y sea capaz de hacer frente a los retos que tiene por delante.