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11M: La vergüenza de un Gobierno

Imagen del atentado del 11M en la estación de Atocha en Madrid
8 de marzo de 2024 22:58 h

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El 16 de marzo de 2003, cuando George Bush, flanqueado por José María Aznar y Tony Blair, anunció en las Azores la “hora de la verdad para el mundo”, intuí que aquellas palabras grandilocuentes traerían desgracias no solo para los iraquíes –100.000 murieron en la guerra desatada cuatro días después y hasta un millón durante la ocupación militar en la década siguiente–, sino para los aliados incondicionales de Washington. Al Qaeda había sido duramente castigada en Afganistán por EEUU tras los atentados de 2001, pero disponía de células listas para actuar en distintos países. Dos meses justos después de la cumbre de las Azores, una de esas células llevó a cabo varios ataques en lugares simbólicos de Casablanca, Marruecos. El más mortífero fue el de la Casa de España, donde varios terroristas se inmolaron causando la muerte de 23 comensales y empleados, entre ellos tres ciudadanos españoles. También fue atacada la anexa Cámara Española de Comercio, aunque sin víctimas. El Gobierno de Aznar minimizó el aviso que encerraban esos atentados, aunque varios expertos advirtieron de que España había entrado en el punto de mira de los yihadistas.

El 11 de marzo de 2004 ocurrió la tragedia en Madrid, el ataque terrorista más sangriento en la historia de España. Un atentado múltiple con bombas en cuatro trenes de cercanías dejó 192 muertos y más de dos mil heridos (a la cifra de víctimas se añadiría semanas después un policía de élite que murió en un operativo para detener a los autores de la matanza en un piso franco de Leganés). Mientras la conmoción reinaba en España, el Congreso de Estados Unidos tramitaba la concesión de la Medalla de Oro, su máxima condecoración, a Aznar por “haber sido un firme aliado de Estados Unidos y un líder en la lucha global contra el terrorismo”. La medalla era, junto a una intervención en el Capitolio ante las dos cámaras legislativas, el plato fuerte del contrato de dos millones de dólares que había firmado el Gobierno con el bufete de abogados Piper Rudnik para que hiciera las tareas de lobby correspondientes para mayor gloria del presidente español. Aznar alcanzó a hacer la intervención en el Capitolio, el 4 de febrero de 2004. Pero el expediente de la medalla se ralentizó y finalmente decayó a finales de ese año: la polémica creciente sobre la guerra de Irak, con sus bulos sobre las armas de destrucción masiva, y la matanza en Madrid persuadieron al Congreso de EEUU de que el ambiente no estaba para más reconocimientos.

Durante el juicio por el 11M en la Casa de Campo, que cubrí como periodista, se evidenciaron serios fallos de control ante la amenaza yihadista. Es decir, Aznar, con sus ínfulas de “sacar a España del rincón de la historia”, no solo había embarcado al país en una guerra ilegal y rechazada por el 90,8% de los españoles que nos colocó en una posición de riesgo frente al terrorismo islamista, sino que no se habían tomado las medidas suficientes para evitar que ese riesgo se tradujera en una pavorosa realidad.

A la muerte, la desolación y el caos del 11M les siguió de inmediato el ejercicio de manipulación y mentira institucional más abyecto que se haya producido en democracia: la atribución de los atentados a ETA. Y, cuando ya no se podía sostener esa autoría exclusiva, la hipótesis de que se habría tratado de un ataque coordinado entre ETA y los yihadistas o el mensaje tramposo de que se estaba “abriendo una segunda vía de investigación” que apuntaba a Al Qaeda, insinuándose que la primera seguía abierta. Había que mantener a cualquier precio la patraña hasta después de las elecciones generales del domingo 14: el PP era bien consciente de que, si se revelaba la verdad, su candidato Rajoy sería castigado en las urnas, ya que los electores relacionarían inevitablemente la matanza en Madrid con los delirios de grandeza de Aznar que habían llevado a España a la impopular guerra de Irak. La manipulación llegó a tal extremo que, en la manifestación del día 12 contra los atentados, que reunió en Madrid a más de dos millones de personas, el Gobierno impuso una pancarta con el lema ‘Con las víctimas, con la Constitución y contra el terrorismo’, manteniendo de manera implícita la autoría de ETA. Sin embargo, el engaño hacía aguas. Al paso de Aznar –que iba tras la pancarta acompañado del príncipe Felipe, el presidente de la Comisión europea, Romano Prodi, y los candidatos Zapatero, Rajoy y Llamazares– decenas de miles de personas comenzaron a corear “¿Quién ha sido, ¿quién ha sido?”, cada vez con más fuerza, convirtiendo su grito en el gran titular de la marcha.

Un periodista extranjero que me acompañaba en la manifestación no salía de su estupor. No podía entender que en un país que ha sufrido el mayor atentado de su historia los políticos y el conjunto de los ciudadanos no cerraran filas con el Gobierno, sobre todo cuando la matanza estaba aún fresca. Le pregunté si conocía otro país democrático donde el Gobierno, en un momento extremo de dolor colectivo, mentiría de manera tan descarada a su pueblo con tal de salvar unas elecciones. Y le expliqué que el lema de la pancarta no era tan inocente e impecable como él creía, sino un embeleco del Gobierno para prolongar su mentira.

Pocos días después de los atentados, habiendo ya el PSOE ganado las elecciones, el ministro de Interior en funciones, Ángel Acebes, nos convocó a varios periodistas por separado a su despacho para explicarnos que él nunca mintió, que se limitó a dar las informaciones a medida que las iba proporcionando la Policía en el curso de sus investigaciones. El encuentro, en una pequeña mesa con dos sillas, fue difícil. El ministro parecía abatido, cansado. Hizo un recuento de sus comparecencias de prensa entre el 11 y el 14 de marzo. Dijo que el día 13 carecía de información de que hubiera una línea preferente de investigación respecto a Al Qaeda, cuando ya era un clamor la autoría de esa organización. Recuerdo que Acebes hizo un leve gesto de frustración por no haberme convencido.

Meses después, el 7 de julio de 2005, Al Qaeda golpeó al otro país cuyo líder posaba en la foto de las Azores. Tres bombas en sendos vagones del metro de Londres y una cuarta en un autobús dejaron 48 muertos y 700 heridos. Blair seguía al frente del Gobierno. Los ciudadanos supieron de inmediato la autoría de los atentados. Y cuesta creer que les hubieran dicho que fue el IRA si las elecciones hubiesen estado en el horizonte. Un década después, Blair pidió perdón por haberse sumado a la invasión de Irak con base en “información errónea”.

Son muchos los recuerdos que se agolpan en la memoria de aquellos días tormentosos. El espanto, el dolor, los llantos inconsolables, las imágenes de los vagones destrozados, la solidaridad de miles de voluntarios que acudieron a los lugares de la catástrofe sin saber siquiera si ya había cesado la ola de atentados, los ciudadanos indignados increpando a Aznar en todo el recorrido de la marcha de día 12, el castigo en las urnas al partido que había mentido con descaro a su propio pueblo en su hora más difícil. Y añado algo que todavía hoy cito como un gran ejemplo de civilización: la respuesta serena de la sociedad española y del Gobierno entrante. No hubo reacciones islamófobas (Vox no existía entonces) ni recortes de libertades en nombre de cruzadas contra el terrorismo.   

Lo que sí hubo fue una campaña furibunda del PP para deslegitimar la victoria de Zapatero, con el argumento de que el terrorismo yihadista lo había llevado a la Moncloa sobre 193 cadáveres. Pero esa es otra historia. No era la primera vez que la derecha intentaba deslegitimar a un Gobierno democrático. Ni sería la última.

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