Ahora que las elecciones madrileñas y el décimo aniversario del 15M invitan a realizar un balance de cuentas, surgen nuevamente análisis que atribuyen el primer éxito de Podemos solo y exclusivamente a la televisión. Según estas tesis, la presencia de un politólogo carismático como Pablo Iglesias en debates de La Sexta habría sido la clave esencial para que el partido recibiera aquella buena acogida inicial, obtuviera cinco eurodiputados a pocos meses de nacer, despertara ilusión en sectores diversos y se situara durante un tiempo a la cabeza en las encuestas.
Y sin embargo nada de lo ocurrido en esta década puede entenderse sin el contexto político surgido con el movimiento de los indignados, con el 15M, con la movilización social. Alguien como Pablo Iglesias yendo ahora, en el momento presente, a tertulias televisivas para después fundar un partido tendría una trayectoria muy diferente a la de entonces y, a no ser que cambiaran mucho las cosas, no obtendría ni la atención ni el éxito inicial que aquella formación logró en tan poco tiempo.
2011 comenzó con las revueltas árabes, en las que miles de personas se atrevieron a ser sujetos activos de su actualidad, reivindicando “pan, libertad y justicia social”, clamando contra sus dictaduras, hartos de estar condenados a un rol pasivo y sumiso. Salvando las distancias, las protestas del 15M lograron introducir en el debate público y/o mediático una indignación que estaba oculta, subterránea, silenciada, colocando temas de nuestro presente que apenas se abordaban hasta entonces. Todo ello fue generado por una crisis económica sin precedentes que aumentó la desigualdad y la injusticia social y a la que se dio respuesta a través de dañinas políticas de austeridad.
Las personas que participaron activamente en aquellas movilizaciones quisieron que la Historia las incluyera en la primera persona del plural, hartas de esos juegos de representación política y social en los que los medios nos ofrecen culebrones políticos siempre con los mismos protagonistas: unas cuantas figuras políticas, presentes todos y cada uno de nuestros días, y unos cuantos periodistas, casi siempre los mismos, con la agenda oficial asumida.
Aquella reivindicación de un sujeto plural en primera persona desorientó a los que se creían dueños de nuestro relato, a quienes consideraban que tenían la exclusividad de contarnos, de describirnos, de representarnos, de simbolizarnos e, incluso, de reemplazarnos. El 15M vino a decir que en el siglo XXI nada ni nadie nos sustituye. Fue así como durante un tiempo en este país se logró rasgar el matrix del relato oficial, forzando un giro de foco y de mirada, situando el protagonismo en lo colectivo, en lo de afuera, en la realidad alejada de las alfombras rojas y de las tradicionales dinámicas del poder.
Fue en ese contexto en el que nació Podemos y nada de lo que esta formación política ha sido podría haber ocurrido sin ese ambiente social. Ahora todo aquello parece muy lejano, pero conviene recordar aquellos debates iniciales en los que se consideraba que las agrupaciones políticas debían aprender a ser más movimiento social y menos partido político, en los que se defendía la existencia de los círculos como espacios con vida propia, para multiplicar un sujeto colectivo que hablaba en primera persona del plural y que no entraba en las trampas de unos juegos de poder en los que una y otra vez ganan los más fuertes.
El 15M entendió que los códigos y las dinámicas pueden ser otros. Y fue eso lo que tanto desconcertó a la elite política y mediática que dice representarnos. La voluntad de unirnos y de reunirnos, de explorar nuevos vínculos y territorios, de vivir y de experimentar en vez de ceder nuestros cuerpos a representaciones escenificadas por seres ajenos, fue la gran fuerza de aquel movimiento. Desde muchos medios, incluidos algunos que se dicen progresistas, el 15M fue criticado, estigmatizado, ridiculizado. Asustó porque reivindicó la mayoría de edad para todos, porque logró imponer temas que van a raíz de las cosas.
Ha llovido mucho desde entonces. Ha crecido la desinformación, la desafección, la distancia entre lo que se habla en los medios y lo que le pasa a la gente. Ha aumentado la estupidez en prime time, los planteamientos tramposos, se maltrata la cultura básica de derechos humanos hasta el punto de presentarlos también como algo debatible. El insulto a la inteligencia colectiva desde algunos medios de comunicación es evidente. Lo más urgente y lo más profundo queda sepultado por polémicas nocivas y artificiales. Se eleva a categoría de gran noticia cotilleos políticos, se dedican horas y horas a hablar de cómo se lleva fulanito con menganito mientras apenas se transmiten los problemas de millones de personas y se omiten debates claves: cómo se cristaliza la desigualdad, quién se lleva el dinero, cómo se reparten los fondos europeos, etc.
La campaña de acoso y derribo a Unidas Podemos ha sido un eje prioritario en torno al cual ha girado todo lo demás. Pablo Iglesias, con sus aciertos y sus errores, fue capaz de visibilizar las dinámicas nocivas de un bipartidismo que se repartía el poder al servicio de los mismos intereses, con similares políticas económicas. Eso ha tenido un alto precio. En esa persecución contra Iglesias -de una beligerancia inusitada- no ha participado solo la derecha, sino también -y en algunos casos, con más capacidad de hacer daño- círculos cercanos al PSOE.
El partido progresista del bipartidismo llevó mal tener a su izquierda una formación que señalaba sus contradicciones. Y llevó peor aún necesitar a Podemos para gobernar. Todo ello ha condicionado notablemente las dinámicas de estos últimos años. Ahora el líder de Unidas Podemos abandona esos marcos impuestos en los que lograron acorralarle con códigos de guerra en los que siempre ganarán quienes más armamento tengan. El establishment se ha esforzado mucho por expulsarle. Para ello se fabricaron mentiras, se tergiversaron hechos, se impulsó una persecución judicial e incluso se fabricaron pruebas falsas desde las propias cloacas del Estado.
En 2011 los grandes poderes, los defensores de la Gran Armonía, dijeron a los participantes del 15M que si quería cambiar las cosas, jugaran las reglas de la política institucional. Después, y durante estos años, el statu quo ha querido transmitir que en la política institucional solo caben quienes aceptan las mismas dinámicas de siempre en el reparto del poder. Esta enorme contradicción pone en evidencia los límites actuales de la política dentro de los marcos oficiales y nos obliga a girar de nuevo la mirada hacia el afuera de la Gran Burbuja del Poder, hacia la calle, hacia las experiencias que este siglo XXI necesitará explorar para hallar nuevas formas de organización más democráticas, más amables, más colectivas, alejadas de las trampas del juego con cartas marcadas de antemano.
En ello son rescatables las principales demandas del 15M. Millones de personas esquivan diariamente los reveses de la vida, sortean las dificultades en busca de una existencia digna para disponer de las oportunidades adecuadas. Ellas tienen que ser el sujeto del que hablemos diariamente. Ellas merecen toda la atención política y mediática. Sobre ellas hay que situar el foco todos y cada uno de los días en los que aspiremos a diagnosticar nuestra realidad. Ellas, nosotras, todos, tenemos que ser el sujeto protagonista, colectivo, con territorios propios, capaces de forzar otros marcos más democráticos.